lunes, 27 de septiembre de 2010

Patrimonio violado

Taller de esténcil dictado por el Ejército Comunicacional de Liberación a la comunidad de la Escuela de Artes-UCV. 23 de septiembre de 2010. 


La UNESCO miente: la Universidad Central de Venezuela no se parece a Machu Picchu o a las pirámides de Egipto. Su mentira se funda en nuestro sentido trivial y homogeneizante de lo sacro. Confundimos a la Tigresa del Oriente con la Atenea Partenos, como la UNESCO confunde, adrede, esas tres ciudades en una misma categoría: la noción de “lo patrimonial”, tan parecida a la de “museografía”, y que en 1945 le devolvió a Europa su lugar simbólico y artificial en el centro del mundo.

Pero fue en 1972 que la noción legalista de “patrimonio mundial” cobró la forma de un decreto. Desde entonces la UNESCO se reserva el derecho de enunciar ese decreto, confundiendo así las ruinas de una ciudad abandonada hace más de cuatrocientos años, la necrópolis de una civilización perdida en el inframundo del tiempo y los espacios vivos de la Universidad Central de Venezuela.

Si caemos en la trampa de esa confusión, terminaremos entendiendo el patrimonio como un cementerio de maravillas humanas, o como una herencia estancada. Además, creeremos que esa herencia es esencialmente física, palpable, material, y olvidaremos que en una cultura viva, como la de la UCV, la verdadera herencia es inmaterial. (La materia, como decía alguien, es una representación del espíritu, no su fin). Claro que debemos cuidar el estado de conservación de los edificios, acabar con las goteras y restaurar las obras de arte, pero a sabiendas de que eso no garantiza su integridad.

El verdadero patrimonio es un caos y un orden vivos, condenados a mutar, a ser corrompidos e interpretados. En ello radica la integridad de una tradición. Por eso ningún patrimonio se decreta. La gente asume o no asume su herencia.

Las comunidades no hacen decretos, hacen vida. Los decretos, que tienen su origen en el principio imperial de la cultura, buscan regular esa vida. Así, el uso de los espacios queda sujeto a reglas ajenas a la naturaleza de lo comunitario. Y para que esas reglas se cumplan hacen falta campañas de sensibilización y leviatanes: propagandas, vigilantes, cárceles, hospitales y morgues.

Se atenta contra el patrimonio cuando una patrulla de vigilantes motorizados recorre todos los días Tierradenadie en busca de sospechosos, o cuando COPRED no colabora con la instalación de una sala de proyección de audiovisuales en la Escuela de Comunicación Social, o cuando COPRED se niega a que la Escuela de Artes haga esténciles en la fachada de su seudo sede, no para adornarla sino sencillamente para hacer un ejercicio de investigación, exploración y reconocimiento de una técnica de reproducción visual.

Pero también se atenta contra el patrimonio, ¡y con cuánta violencia!, cuando las autoridades universitarias, con la complicidad de COPRED, promueven y legitiman la instalación de una oficina del Banco de Venezuela en el espacio que Villanueva le reservó a un mural de André Bloc, violando, no sólo la estructura del mural, sino sobre todo la noción de espacio público o de “universo comunitario” que es más valiosa que el mural mismo, y que nutre la verdadera herencia de la Ciudad Universitaria de Caracas, ciudad viva y espiritual.

NOTA: COPRED quiere decir Consejo de Preservación y Desarrollo, y es una dependencia del Rectorado de la UCV.

lunes, 20 de septiembre de 2010

La erótica postergada del arte contemporáneo

A la izquierda: La humanidad objetivada, de Argelia Bravo; fotografía de Gustavo Marcano.
A la derecha: portada de la edición número 58 de CAL.

Las imágenes del llamado "arte contemporáneo” no me seducen. Me interesan, me ponen a pensar, me convierten en un sujeto político, pero no me erotizan. No hay una erótica en los registros forenses de Argelia Bravo, ni en el cuerpo desnudo de Ana Mendieta. Esas imágenes no pueden seducirnos porque, como dice Carmen Hernández, “en el arte contemporáneo el cuerpo deja de ser forma de inspiración capaz de expresar un concepto de belleza o de deseo, para configurarse en pretexto de investigación sobre la subjetividad y la estructura social que lo conforma”. Nos pueden interesar los mecanismos de ese arte, sus estrategias retóricas, sígnicas o denotativas, y ese interés puede ser teorético, antropológico, moral o político, pero no erótico.

En cambio, las manipulaciones visuales del diseñador gráfico --ese artista menor-- me erotizan de muerte. Una página compuesta por Luis Giraldo, un libro diseñado en el taller de Álvaro Sotillo o un emblema de Gerd Leufert, a pesar de estar determinados por la exigencia de lo funcional, nos seducen, en el verdadero sentido de esa palabra, es decir, nos pierden, nos desvían del camino correcto, claro y tangible de las sensaciones significantes.

El registro manipulado del cuerpo herido de un transvesti también nos desvía, pero pronto nos conduce al territorio del significado, de la imagen denotada. Un emblema de Leufert también denota, pero su función comunicativa no abarca el cuerpo entero de la imagen. Un libro de Sotillo tiene que seguir siendo un libro, y sin embargo no se agota en la exigencia de su función. En la obra de esos diseñadores siempre aparece y siempre se oculta “algo más”, un riesgo, una zona sin traducción, una mancha en el significado que posterga ligeramente su eficacia funcional.

En el arte contemporáneo ocurre lo contrario; las imágenes apuntan hacia un discurso significante, contenido. Y allí donde pudiera aparecer u ocultarse “algo más” surge el peso del discurso textual, del código cerrado (al estilo de la pintura academicista del siglo XIX), y ya no corremos ningún riesgo. Así, por ejemplo, un video de Juan Carlos Rodríguez transita el camino seguro del significado, aunque ese significado represente un peligro para la vida social y política de quien lo enuncia. En cambio, una doble página de la revista Cal, diseñada por Nedo, corre el riesgo de no poder ser leída, a la vez que nos pone ante la visión de lo imposible y ante las puertas de Fantasía, “ese lugar peligroso”, como decía Tolkien.

sábado, 11 de septiembre de 2010

1510: el hombre sin contenido

"Las revoluciones --especialmente las socialistas-- son etapas de profundización en el proceso colonizador, son aceleraciones de la asimilación cultural que Europa ejerce en el resto del mundo".

El laberinto de los tres minotauros
José Manuel Briceño Guerrero


La revolución es uno de los más afinados instrumentos de la paideia americana. Su objetivo es lograr la occidentalización y la cristianización de nuestros pueblos. Las lenguas y las culturas indígenas (o lo que queda de ellas) representan una amenaza para esa paideia: “Tiemble el europeo americano cuando escuche hablar en maquiritare o en quechua; fomente la instrucción pública, el servicio militar, el turismo interno, el comercio, todo cuanto pueda contribuir a la incorporación lingüística de los indígenas”. Tiemble también cuando vea un grafiti en las ciudades agrediendo lo más preciado que tiene la América occidental: el significado.

La revolución convierte al indio en un sujeto político y en un sujeto histórico, con voz y voto en la Asamblea Nacional. Es decir, lo convierte en un ciudadano de occidente. Al grafiti, en una operación similar, la revolución lo sustituye por paredes limpias, polícromas, y por murales que, con mínimas variaciones, repiten un solo mensaje. La ciudad se vuelve así más civilizada y más cristiana.

El indigenismo revolucionario continúa la labor de los misioneros del siglo XVI. El indio se hace occidental cuando ocupa una silla en las universidades, cuando participa en programas de alfabetización, cuando el Estado convierte en patrimonio sus fiestas rituales y en suvenires sus objetos de culto, o cuando promueve el turismo en Canaima y la Gran Sabana. Pero todas estas son estrategias civilizatorias que se ven amenazadas cuando Noelí Pocaterra, por ejemplo, decide hablar en wayúu ante la Asamblea Nacional.

En las ciudades el grafiti representa una amenaza similar. Por eso lo tapan. Frente al sinsentido de una “bomba” grafitera la revolución impone un mensaje claro: “el ideal occidental y cristiano prevalece después de dos siglos”. Es la guerra de los quinientos años entre el sinsentido y las ideologías, entre lo que está cargado de signos y lo que no tiene ningún significado. De un lado están las estrategias civilizatorias llenas de contenidos cristianos (revolución, socialismo, comunidad, héroes, pueblo, patria), junto a las estrategias comerciales y las que promocionan la razón segunda (compre, gaste, sea bonito y feliz como una máquina). Del otro lado se alza el hombre sin contenido, el mal salvaje, el adolescente que sólo pinta letras indescifrables y que no dicen nada. Todavía estamos en 1510.

En las fiestas de los negros de la costa, en algún momento de la noche, la civilización cristiana desaparece y occidente se vuelve trizas. No importa que ante nuestros ojos se eleve un santo cristiano. En las paredes de Caracas, y en este instante, alguien sin nombre y sin contenido está pintando una bomba.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mínima defensa de la curaduría

Los museos no se hacen más democráticos sólo porque exhiban, de un tirón, el setenta por ciento de sus colecciones. Las obras de arte no se hacen más populares o más públicas sólo porque las saquemos de los depósitos. Esas dos estrategias tienen sentido si forman parte de un plan mayor. Pero entendidas como el objetivo final de una gestión, terminan promoviendo la función opresiva del museo y haciendo visible nuestra dificultad para leer los códigos del arte.

Sin la maravilla de una lectura cuidadosa, y liberadas de la interpretación curatorial, las imágenes nos dejan ciegos. Las obras nos abruman y quedamos a merced de su polisemia. Sin el límite que les impone la investigación y la curaduría (que son ejercicios de edición), sus discursos empiezan a tenderles trampas al ojo, con la intención oculta de arrancárnoslo. Toda la violencia de las obras, y el peligro de sus artificios, nos acecha. Quedamos a la deriva en el territorio vivo de nuestras pesadillas.

Con suerte, llegamos a una obra que nos compete y que nos recibe con amabilidad. Si tenemos la información necesaria para leerla, podremos disfrutar del placer de interpretar. Si no tenemos información, y vamos al museo con la ingenua ambición de aprender algo, nos quedaremos —a lo sumo— con el placer instintivo que se siente ante una imagen amable. A eso yo le llamo violencia semántica: sólo los instruidos podrán leer las obras. Vaya noción de democracia.

Luego está la violencia física de la institución y de su espacio, que la exposición indiscriminada y permanente de las colecciones recrudece. El museo se convierte por fin en su propia ruina, como decía Douglas Crimp, o en el mausoleo del que hablaba Adorno. Sin la tarea utópica de la curaduría, que se esmera en invisibilizar esas ruinas y en convertir el mausoleo en un jardín primaveral, la estructura física, monolítica e inmóvil del museo se impone. El cuerpo del visitante queda aplastado por el peso del burocratismo institucional. Triunfan el principio imperial y la razón segunda, para utilizar esas categorías de Briceño Guerrero. Provoca salir corriendo.

Actualidad del arte

---------
Este texto fue leído el 3 de diciembre de 2009 en la conferencia “Actualidad del concepto del arte y de lo bello: ejemplos paradigmáticos”, organizada por la UNEARTES.
---------

En torno al arte suele prevalecer la doxa: todo el mundo tiene siempre algo que decir. Pasa lo mismo con la política. En ambos casos sentimos un inmenso placer por escrutar, medir y juzgar “como si tuviésemos la última palabra”. Yo, que no le huyo a tales placeres, haré lo propio: opinaré. Y ya que se han tomado la molestia de quedarse a escucharme, intentaré al menos templar un poco mis opiniones. Haré el esfuerzo de suavizar mis pretensiones de dar con la última palabra. Mi templanza irá asegurada tras el gesto de quien expone sus dudas.

Pues que se nos haya propuesto hablar sobre la actualidad de lo bello merece, desde luego, y para no dejar de serle fiel al espíritu de los tiempos, que encerremos ese enunciado entre signos de interrogación: ¿la actualidad de lo bello? ¿En el arte?, es la segunda pregunta que no tardo en formular. Porque esa palabra, belleza, la usamos a menudo ante cosas o acontecimientos que no son arte. “El cielo está muy bello”, suelo yo decir entre las cinco y las seis de la tarde. “Es bello el rostro de mi compañera”. Las guacamayas que vuelan sobre Tierra de Nadie nos dejan como el sabor de la belleza. Pero ni un atardecer, ni un rostro humano ni las guacamayas son formas artísticas. Que tengan algo artístico o poético —o que pudieran tenerlo— es otra cosa, pero ni son arte ni son un poema.

¿Y qué es el arte? He ahí una pregunta esencial, de esas que nos excitan por el mero hecho de poder formularlas “como si siempre lo hiciéramos por primera vez”. Con todo, me parece más sencilla al lado del problema de lo bello, o de su actualidad. Digamos, en principio, que esos dos asuntos se parecen en eso justamente, en su actualidad, pues lo bello también suele acontecer como pregunta. En todo caso, la pregunta sobre el arte es, al menos así lo creo, mucho más reciente. ¿Tendrá acaso quinientos años? Y si acordamos —caprichosamente— que lo más reciente se presenta más claramente ante el investigador, comencemos entonces por ahí, por el “arte”.

Uno no deja de sentir cierto estupor frente al problema del origen de esa palabra. ¿Cuándo se empezó a utilizar? ¿Cuántos sentidos distintos ha tenido? ¿Significaba lo mismo para un doctor escolástico que para un alemán culto del siglo XVIII? ¿Designaba en el renacimiento italiano lo mismo que designa hoy? Un griego, Platón por ejemplo, ¿habrá utilizado la palabra “arte”, o una palabra similar? Lo curioso es que la modernidad occidental ha usado esa palabra para nombrar (o confundir) los aconteceres simbólicos de las culturas egipcias, asiáticas, prehispánicas, helenísticas, medievales, y la elaboradísima pasión por la verdad del artificio, por la trampa autónoma, orgánica y placentera, regida por leyes propias, que nosotros llamamos arte.

Los griegos hablaban de lo poético, de poiesis, y de lo técnico (tecné). En El Banquete platónico Diotima dice: “lo poético es algo polimorfo, porque una causa que haga pasar una cosa cualquiera del no ser al ser es poesía” (1944:54). Y en la Ética a Nicómaco leemos: “toda técnica se ocupa de la generación, y trabajar técnicamente es considerar la manera de que se originen algunas de las cosas que pueden ser y no ser” (2005:185). Se trata, desde luego, del problema de la obra, del “obrar”, bien conducido por una manía divina, bien por la “disposición acompañada de razón verdadera relativa a la fabricación”, como ha escrito Aristóteles. En ambos casos encuentro lo mismo: el trabajo con lo que deviene en presencia, con lo que se deja ver, lo que se nos desoculta.

Creo que ese se es el sentido que Heidegger le dio a la noción de técnica de los griegos. Leemos en El origen de la obra de arte:
…técnica no significa ni arte ni artesanía y, menos aún, lo técnico en el sentido actual. La palabra “técnica” nunca significaba en general una especie de ejecución práctica, sino que nombra, más bien, una especie de saber. (…) La esencia del saber, para el pensamiento griego, descansa en la aletheia, o sea en la desolcultación del ente. La técnica como saber experimentado a la griega consiste en la producción de un ente en cuanto que lo pone delante como lo que se presenta en cuanto tal, sacándolo de la ocultación expresamente a la desocultación. (1997:94)
La poiesis platónica, en lo bello, comporta también desocultación. La verdad se deja ver en el bello cuerpo a los ojos del iniciado en el amor, no ante el poeta. Se establece así una distinción entre lo poético y la poesía, parecida a la que Heidegger enuncia con respecto a la técnica, la artesanía y el arte. Las palabras de Diotima son claras:
…no se llama poetas a los menestrales [que también hacen pasar las cosas del no ser al ser], sino que tienen otros nombres; y es que de la poesía en conjunto se ha separado una partecita: la que conviene a la música y a la métrica, y se la llama, no obstante, con el nombre del todo, que en efecto, a tal partecita sola se la denomina poesía, y a los poseedores de tal partecita de la poesía, poetas. (1944:54)
La desocultación de la poiesis platónica pareciera actuar en el amante, en aquel que, estimulado por la plenitud del trabajo amoroso, “capta mediante el más claro de los sentidos la belleza que brillaba entre las realidades inmóviles y simples” —como se nos dice en El Fedro (1992: 86). En este caso, el trabajo, el obrar, es el de quien aprende a amar, aquel ante quien la verdad se deja ver en la apariencia de lo sensible. Por otro lado, en torno al problema de la técnica, Heidegger enuncia: “la producción de la obra acontece en aquella otra producción que hace pro-venir al ente por su apariencia a ser presencia. Esta acción es determinada y terminada por la esencia de la creación…” (1997:94) ¿Podemos entonces equiparar poiesis y aletheia?

En todo caso, esas dos palabras parecieran suponer cierta independencia con respecto al arte. En el caso platónico esa independencia es clara. Pero en cuanto a la técnica, que siempre implica un saber hacer (o saber imitar), vemos con Heidegger cómo, en tanto conocimiento poético, en tanto aletheia, la técnica implicaba para los griegos “una acción determinada y terminada por la esencia de la creación”. Esto sería algo así como decir, más o menos, que, entre los antiguos, la poesía y las artes imitativas participaban de lo poético, pero no eran lo poético.

¿Y cuándo el arte se convierte en el ámbito privilegiado de la creación, en el resguardo de lo poético? ¿Acaso en el momento en que aparece la pregunta sobre el arte? ¿Y cuándo sucede eso?

Si uno revisa un diccionario etimológico verá que la palabra “arte” tiene su origen en el latín. Es entonces quizás, si me permiten decirlo así, una invención romana y, sobre todo, medieval. Parece que en el siglo XIV ya se utilizaba en castellano la palabra “artimaña”. Procede, según el diccionario, de “una alteración de la voz latina ars magica bajo el influjo del castizo”, esa lengua vulgar (1997:93). Así nuestro idioma recuerda uno de los significados generales que el Medioevo le dio a la palabra arsars como “conjunto de preceptos para hacer bien algo”, o como “facultad que prescribe las reglas para hacer con perfección las cosas”, pero también como astucia, ardid, malicia, cautela. Engaño cauteloso, fraude bien hecho: artificium, destreza, ingenio, fingimiento, disimulo (1944:82-85).

Lo interesante es que, como nos hace ver Edgar De Bruyne, el artista —o el artífice medieval, es decir, literalmente “el que acomoda su obrar a ciertas reglas” — procuraba, a través del fingimiento bien logrado, del buen disimulo, dejar ver la verdad (1994:169-171). Trabajando con lo contingente e impredecible de la materia, el artífice —lo mismo el médico que el arquitecto y el músico— buscaba que su obra dejara ver lo inmutable. Pero como lo inmutable sólo se muestra indirectamente en las cosas mundanas, el artesano lo convocaba, lo hacía presente en la materia artizada, arreglada con esmero, ingenio, disimulo y cautela. ¿El vitral medieval no es acaso una manifestación sensible de la fe, una plegaria hecha materia, cristal trabajado como rezo, como receptáculo de la verdad de lo invisible?

“Lo único real y verdadero para el pensamiento medieval es lo invisible”, leemos en un ensayo de Octavio Armand…
Y ese velo está en la raíz de la noción medieval de símbolo. Pues si lo inmutable es también lo inefable, sólo por la vía oblicua, retorcida e indirecta del tropo, la verdad saldrá al encuentro del creyente. Esto es como decir que la naturaleza del símbolo es la realidad del artificio. No hay símbolo sin ardid, sin truco, sin fingimiento. Y es doble el fingimiento: sobre la materia, lo simbólico actúa desmaterializando, a la vez que deja ver, en su ocultamiento, en su veladura, la presencia clara de la verdad de lo “invisible”.
Organizado por una perspectiva teológica y no por una perspectiva pictórica, lo visible deja de ser una trampa para convertirse en vía de salvación. Es un velo, como decía Hugo de San Víctor. Un velo que para unos oculta lo verdadero y para otros lo insinúa, lo manifiesta”. (2005:128-129)
En esta noción de la obra como artificio, como engaño que a tras luz deja ver lo verdadero, encuentro yo uno de los orígenes de la concepción moderna del arte. En un lienzo del siglo XVII asistimos a la imagen clara del artificio. El reverso de la pintura (1670), de Cornelius Gijsbrechts, que nos dice que ya la pintura ha surgido en su autonomía, es también el espacio moderno de la imagen. Vuelta sobre sí misma, determinada por su propio espacio determinante, la imagen se desacraliza, o participa de una nueva sacralidad, pero ahora más bien laica. La pintura ya no es un instante de la arquitectura. Huérfana, se muestra en la verdad de su mentira. Ha alcanzado su soledad, o su independencia, que es lo mismo. Por eso aparece disfrazada de pintura, o de su revés. Es la época de los tropos visuales, del tromp l´oeil y de la anamorfosis. Es el auge de la realidad del truco, del engaño, pero ya no como el ámbito de una verdad metafísica, ininteligible, sino, quizás, como el espacio mismo del acaecer del artificio, con sus propias leyes y sus propias verdades.


Se trata del origen de la realidad de la ficción que está en la base de la novela moderna, pero también en la perspectiva matemática renacentista y barroca. De alguna manera estar ante una imagen como la de Gijsbrechts se parece a la experiencia de leer El Quijote. Aquélla, con su engaño al ojo, nos inaugura como espectadores de la realidad de lo irreal, y nos disfraza cuando, por decirlo así, visitamos esa realidad. Lo mismo ocurre en la novela de Cervantes, con el añadido de que allí la narración nos habla de personajes que se disfrazan de personajes, casi como si se tratara de una pintura que se desdobla en el simulacro de su revés.

Ese recurso retórico que en la obra plástica sitúa al espectador ante las coordenadas de la ficción, ante la manera en que la obra opera, ¿no se parece al utilizado por Cervantes cuando inventa un narrador que nos cuenta los destinos de ciertos papeles, escritos en árabe y por ello aprócrifos, que a su vez narran la vida de un gentilhombre convertido en su propio simulacro? O aquel otro truco retórico del prólogo del primer Quijote, cuando el narrador pregunta: “¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salga ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como esparto?” (2000:80).

A mí me parece que El Quijote y la pintura de Gijsbrechts son testimonios de la independencia de la ficción. Cervantes y su Galatea son nombrados en un famoso pasaje de la novela, en aquel recordado gesto de protocrítica literaria. Gijsbrechts, como ya antes lo hicieron Durero y Van Eyck, aparece disimuladamente en uno de sus cuadros. Y es que la autonomía de la verdad de la ficción, con la posibilidad de su realidad, se deja ver en los tropos del discurso artístico, lo mismo en el autorretrato que en el paisaje, en la emblemática y en los trucos visuales y lingüísticos. Allí, en el ámbito retorcido del tropo, la obra se convierte en el resguardo de la poiesis, pues de lo que se trata ahora es de lograr, a través de la autonomía del engaño, la realidad del acontecer del artificio, de su ser ahí. Por eso Don Quijote es el guardián de una temporalidad encantada, guardián del eros provenzal; la obra de arte, en el cosmos de su artificio, se convierte en el resguardo de la aletheia: expande la naturaleza y “deja ver” la certeza de una nueva naturaleza, una “sobrenaturaleza” —si me permiten usar la expresión de José Lezama Lima.

Cerca del año 1986 y en Caracas, Isidro Núñez convocó la presencia de una naturaleza convertida en signo. En una de sus series, la que le sigue a Gran circo del valle (de 1983), volvemos a encontrarnos con una ciudad reinventada en la fotografía. Me refiero a ese grupo de imágenes que Isidro Núñez llamó Laberinto citadino (circa 1986), y del que yo ahora quisiera subrayar brevemente uno de sus fragmentos.

Si en Gran circo del valle Caracas se nos muestra como un escenario circense, con personajes y episodios, en Laberinto citadino la fotografía nos permite participar de la experiencia de la ciudad como imagen, por un lado, pero también de la experiencia de la fotografía misma. Esa serie nos recuerda la elaboración esmerada del simulacro barroco, con la conciencia de la verdad de su artificio y de la imagen como pregunta en el espejo de la imagen.

Laberinto citadino nos deja ver el rostro de una ciudad posible. Como en aquella fotografía de puro espejeo en la que un salón pareciera flotar en lo alto de una arboleda; pero luego vemos que ese salón se abre hacia una ventana y después hacia la ciudad. Se configura así un espacio ingrávido entre las copas de los árboles. Una nueva naturaleza se ha hecho posible, o al menos una nueva experiencia de los espacios que ya dábamos por conocidos. Y esa experiencia se fundamenta, desde luego, en la imagen trucada, en la ilusión óptica que la fotografía aprovecha para corporeizar lo irreal. Pero eso no es todo: pronto reparamos en dos signos que el fotógrafo ha copiado en el papel, determinando el peso de la imagen y el sentido de su lectura. Son una marca de la conciencia del artificio; son dos fragmentos ampliados de los registros técnicos del negativo. Signos del engaño, de la técnica y del truco. Es como si Isidro Núñez nos dijera: “esto es una fotografía, no lo olvidéis”, y luego nos permitiera entrar en su artificio y experimentarlo como realidad.


En otra fotografía, de la misma serie, nos encontramos con el eco o con la actualidad del barroco, es decir, con la actualidad de la pasión por el simulacro, por la imagen como representación de la imagen, como cuerpo posible o como sobrenaturaleza. Allí está el fotógrafo con todos los atributos de su oficio. La copia deja ver un espejo conteniendo otro espejo, más pequeño, y que vuelve a reproducir la imagen. Es el signo de la fotografía y del fotógrafo en la copia fotográfica. En el medio está esa pieza de museo, esa cómoda que se abre para el juego de sus espejos, y que Isidro Núñez convierte en un instrumento, en un recurso retórico que le permite significar su oficio mientras se significa a sí mismo en la imagen marcada.


Sucede entonces allí algo parecido a lo que ocurre en Naturaleza muerta y autorretrato (1663), de Cornelius Gijsbrechts. Una de las esquinas de la tela deja ver el bastidor de otra tela, como recordándonos la presencia de la pintura en la pintura. Alrededor están los atributos del técnico, del pintor. La imagen se vuelve sobre sí misma para significar su artificio. Y en uno de los costados de la imagen, en una miniatura, vemos el autorretrato del artista. Así la obra se nombra, se enuncia. El espacio irreal se expande en una realidad ficticia pero experimentable. Es como si Gijsbrechts nos dijera: “allí tenéis una obra de arte”, y luego nosotros aceptáramos la presencia de su acontecer como verdad, como espejo trucado que nos hace ver, en el ámbito de su cosmos, la posibilidad de la experiencia de otra realidad.


------
Bibliografía
Aristóteles (2005): 
Ética a Nicómaco. Traducción de José Luis Calvo Martínez. Alianza Editorial. Madrid.
Octavio Armand (2005): “Imágenes de lo invisible”, en 
Horizontes de juguete. Editorial Paradoxa, Buenos Aires.
Edgar de Bruyne (1994): 
La estética de la Edad Media. Traducción de Carmen Santos y Carmen Gallardo. La barca de la medusa. Madrid.
Miguel de Cervantes (2000): 
Don Quijote de la Mancha. Editorial Cátedra. Madrid.
Juan Corominas (1997): 
Diccionario etimológico de la lengua castellana. Gredos. Madrid.
Martin Heidegger (1997) 
Arte y poesía. Traducción de Samuel Ramos. Fondo de Cultura Económica. México.
M.D.P. Martínez López (1886): 
Diccionario latino-español. Valbuena Reformado. México.
Platón (1944): 
Obras completas de Platón. Banquete/Ión. Versión directa de Juan David Gacía Bacca. Universidad Autónoma de México. México.
Platón (1992): Fedro o de la belleza. Traducción de María Araujo. Editorial Aguilar. Madrid.

Con Bolívar, contra el significado


Bolívar existe en la imagen. Su iconografía lo demuestra. Desde José Gil de Castro hasta la guerrilla comunicacional, desde Arturo Michelena y Tito Salas hasta su esqueleto televisado, la figura de Bolívar pervive y se transforma.

En alguna pared del Oeste caraqueño todavía se puede ver la figura de un Bolívar grafitero. Es un esténcil basado en un dibujo de Kael Abello. La imagen apareció en el año 2007 en la portada de la revista Día crítica. Su significado es radical: para voltear el continente, como quería Torres García, hay que acabar con el significado, como hacen los grafiteros del tag. Incluso ese Bolívar será borrado; pintarán rayas sobre sus rayas hasta que sólo quede una línea de su dibujo. Entonces habremos reducido nuestro vocabulario a unas pocas palabras. Los nombres regresarán a las cosas. Nadie tendrá que usar la palabra “revolución”.

La reproducción mediática de la osamenta del Libertador es otra cosa. En ella triunfa el significado. ¿Imaginan si esa tumba hubiese estado vacía? Sería lo mismo. El sepulcro vacío es la confirmación del espíritu hecho cuerpo. Habríamos visto una manta expuesta a rayos ultravioleta. Se habría revelado, en un paño de Verónica, el rostro de Bolívar. Los protocolos militares habrían continuado; las pompas fúnebres seguirían intactas. Lo importante es la estructura mediática, el significado, el signo digital repitiéndose hasta el infinito.

Una imagen así, tan codificada, quizás se instale en la memoria colectiva, pero no arremete contra lo esencial: su significado queda intacto. No le hace daño a nadie. No atenta contra el estado de las cosas, ni contra el discurso histórico hegemónico. Su sentido está limitado por el código, por la reproducción mediática. Allí interesa más el medio que el mensaje. El medio es el mensaje. Abierto el ataúd, Bolívar se hace prescindible. Sobrevive la televisión.

El Bolívar grafitero, en cambio, atenta contra sí mismo. Es una figura iconoclasta. Está a punto de desaparecer, como todo lo vivo. Alza el instrumento de la nueva guerrilla. El spray borra todos los significados de la ciudad, abre un hueco en todo lo que significa: en la publicidad comercial y en la propaganda institucional, en la propiedad privada y en la común, en el zócalo del Bolívar ecuestre de Tadolini y en el sistema de transporte público.

La verdadera guerrilla y la verdadera revolución quieren borrarse a sí mismas, quieren dejar de ser. Exigen ser borradas por lo que crean. No quieren reproducirse en el código porque son impulso generador de muerte y de vida. No quieren instalarse en el tiempo porque eso representaría el fin de su poiesis.

Cuando el esténcil del Bolívar grafitero sea borrado por grafiteros, entonces la guerra sí será a muerte.