miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres figuras fijas

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Es una imagen cercana. La recuerdo frente al liceo Fermín Toro, hace años. La he visto un par de veces al comienzo de la avenida Libertador, a la altura de Sarría. Es una imagen clara. Llega saltando, se eleva y cae sobre sus caderas, duro. Sus ojos gruesos, como morados por dentro, duros. La cabeza endeble, liberada de la fuerza del cuello, suelta, sin fijación.

La recuerdo con las piernas manchadas, desnudas, flaquísimas las piernas que exhibe, que ofrece (¿a quién?). Sus carnes gastadas y resistentes se ven a través de una franelita que siempre está húmeda. Cae otra vez sobre sus caderas, y su cuerpo suena cuando toca el piso; se le quiebra el cuerpo y otra vez se para, da vueltas, grita y se ofrece y cae.

Foto: blog de la Guerrilla Comunicacional: http://guerrillacomunicacional.blogspot.com/
La ciudad marcada sólo se nos muestra efímeramente. La marca desaparece cuando estamos a punto de definirla. Vuelve la marca, como una cicatriz, y se fija sin que la veamos. A veces también es una mancha, el recuerdo de una superficie sobre otra.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Aire de subsuelo, de calle debajo de la calle. Si lo respiras se te enfría un pulmón. Retienes el aire frío y así hilvanas por dentro una trama sutil. Fijas en cada punto de la trama una etiqueta. Es casi como si le fijaras un rótulo a cada exhalación. Recibes el peso de un olor gastado, de una sustancia que recorrió el humor de la ciudad —su vaho— y tú vuelves a exhalar frases acomodadas, rescatadas de las excepciones, de un te quiero, te quiero, te quiero fijo, endeble, insistiendo en el punto de atadura sobre las rejillas de la ciudad respirada.


Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Creo en esa mancha que se ofrece. Una línea la dibuja, sólo una. Comienza en su entrepierna, sigue por la cintura, llega a las axilas y termina en el cuello. No define la cabeza porque su cabeza está como borrada. No se fija. Sólo su mirada busca una identidad que insiste en su posibilidad. Busca, encuentra. Ignora que encuentra. Se ofusca y su pupila se detiene en un punto invisible. Nadie lo distingue; ella atraviesa ese punto una y otra vez. Retrocede, pisa en falso, ladea la cabeza y después vuelve a anclarse, se distancia y se quiebra.

Foto: blog del Ejército Comunicacional de Liberación: http://nosabemosdisparar.blogspot.com/
La pared recibe el cuerpo de la imagen. Se forma así una capa sutil que define el sentido de la pared, su límite y su espacio positivo. Chorrea un poco ese límite, como haciéndonos señas. El cuerpo negativo de la imagen, el revés de su figura, traza otra figura que comienza en la pared, sigue en la acera, se extiende luego por una calle, desemboca en otra y en otra y en otra. La ciudad queda así marcada, definidos sus límites por esa otra figura.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
El tuyo es como el gesto de quien baja la voz. Baja también tu cuerpo. Las líneas del tejido se separan de tu mano. Van solas. No hacen muecas ni disfrazan una cortesía. Están ahí, atadas y tensas. Se estiran, se mueven solas, pero uno de sus fragmentos permanece aislado, ajeno a la ondulación. Es el único fragmento que tocas, que fijas como cuando detenemos con una mano invisible, imaginada, la figura de un cuerpo que ya no se puede quedar entre nosotros.

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Es otra marca, otra escisión en la piel de la ciudad. La recuerdo alzando el brazo y quebrando todo su cuerpo. La recuerdo también con un eros de muerte. Sé que la frágil exposición de su sexualidad nos mina por dentro. La deseamos, como a un objeto excepcional y asqueroso, y que por parecer humano nos hace querer poseerlo. No lo admitimos. Sí lo admitimos, por instantes, por una brevísima parte del segundo en que la vemos vomitando sangre sobre un pedacito de mierda que después nos ofrece. Pero ese gesto también nos distancia, y así vemos aliviados que pasa el segundo completo. Pasa también la imagen ofrecida que, por suerte, es en verdad detestable.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Bajas la voz y no pronuncias la frase. La cuelgas al revés. No la dices. La atas como en un conjuro. Repites el atado y encuentras un ritmo ingrávido. La frase te sale al paso. Procuras que una exhalación mayor la pronuncie, pero sin libertad. Es una exhalación contenida, amarrada. Como cuando el aire se tranca en el pecho y no podemos decir el instante. O sí lo decimos, pero como mudos.

Foto: blog del Ejército Comunicacional de Liberación: http://nosabemosdisparar.blogspot.com
Deberíamos hacer la guerra a la manera de las imágenes. Entonces la muerte a manos del hombre sería, no un espectáculo, sino una sobrenaturaleza. El artificio se convertiría en nuestra mejor arma. Entonces iríamos a la guerra no por poder —todo poder es efímero— sino por mentiras reales, duraderas, como las de la metáfora. La niña sembraría una estrella. La guerra tendría el sentido que le daban los antiguos. Como Marduk creando el Esagila frente al primer hombre, el guerrero de Tiamat. Como Osiris reanimado en la boca de la rana. Como Bolívar, el iniciado en el misterio de la Santísima Trinidad, persiguiendo ausencias posibles.

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Ahora amarran la figura que se ofrece. Su oferta es insoportable. Tienta demasiado. Nos expone demasiado. Y como no hay quien la mate hay que enrollarla, montarle una de sus piernas sobre su cabeza, dislocarle la otra, inhabilitarla. Cuando la amarran deja de ser imagen. Ahora es borrón. Sólo su cabeza queda definida. Ya no es imagen. Ya no corremos riesgos: su eros ha quedado sobreexpuesto. No es imagen, no nos provoca poseerla. Atada, no consigo fijarla en la memoria.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Muestras que la ciudad tiene una sustancia acariciable, sutil. La hostilidad de la bestia se calma cuando conjuras la expresión más sencilla. No matas al monstruo, dejas que veamos en su ombligo la forma del caos, “la confusión de la que sólo puede surgir un mundo”. Cada “te quiero” acaricia el lomo de la bestia. Pero no la aplacas. Tu exhalación la confunde y así cobra sentido su rabia. Sus narices expulsan un vapor espeso, maloliente, y tú respondes con la expresión más sencilla. Ese vapor nos empieza a importar cuando fijas tu mano sobre la nariz de la bestia, no para taparla sino para ofrecer una respuesta sencilla. Toda su monstruosidad queda así justificada en el peso de tu exhalación.

La imagen cuando es guerrillera (que es casi siempre) combate con sutileza. No busca imponerse. No procura el absolutismo de los valores. Es parcial y efímera. Precisa y pasajera. Se fija, por instantes, hasta que alguien pasa y la borra. Ese gesto justifica su sentido. Si no la borraran, la imagen no dolería. Si no la borraran no sería imagen. El gesto que la invisibiliza es el mismo que le da posibilidad. Si ella es escisión, la borradura es tejido. Y cuando la herida cicatriza, la imagen queda por dentro.


Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
La atadura no aguantó el peso de sus exhalaciones, por eso la imagen aparece otra vez crecida, las piernas más largas; y para demostrarlo se mete la mano en el culo y la saca llenita de mierda. Estira el torso y nos ofrece su lengua mientras se la frota y se la frota y se la frota con la mano y con la mierda. Es como si para volver a ser imagen tuviese que ofrecernos el gesto más familiar. Todos cabemos en la punta de su lengua.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Fijas un dedo en medio de la cuerda. Giras la mano y doblas la cuerda. Repites el gesto pero en la dirección contraria. La cuerda pierde su peso. Sacas el dedo, pesado, y lo dejas caer sobre el respiradero. Así incorporas un aire que es ajeno, como se hace cuando nos besan. El peso de tu cuerpo sobre el dedo es como tu respuesta a ese beso. Las cuerdas que fijas y que no pesan testimonian la conversión del beso en succión lingual, y luego en mordiscos ligeros, y luego en mordiscos que sacan sangre, y luego es tu boca la que queda muy abierta y mostrando todos los dientes.

lunes, 18 de octubre de 2010

Tierradenadie: territorio político

Tierradenadie, Universidad Central de Venezuela, viernes 15 de octubre de 2010

La semana pasada en la Universidad Central de Venezuela ocurrieron dos eventos esencialmente mediáticos y un evento arcaicamente político. El primero fue el daño ocasionado a la placa que recuerda a Jorge Rodríguez (padre), y que le permitió al diario Ciudad Caracas publicar una locura como esta: “La placa que desde hace años permanece en los jardines de la plaza Jorge Rodríguez, también conocida como Tierra de Nadie, amaneció este martes ultrajada”.

El segundo evento mediáticamente político fue la “marcha por el presupuesto justo”, convocada por la Asociación de Profesores de la UCV, y respaldada por estudiantes (FCU), empleados y obreros. La marcha fue “seguida minuto a minuto” por Twiter, Facebook, Globovisión y El Universal On Line.

Como se ve, se trata de dos acciones hechas a la medida de las empresas de comunicación, y que recuerdan aquella idea de que en el mundo hiperreal —es decir, el nuestro— el cuerpo es sólo un pretexto para que existan los mass media: existimos sólo para ser televisados, o para aparecer en Facebook o en Twiter, y así fortalecemos nuestra realidad virtual, que no es la realidad de la polis sino la de los impulsos electromagnéticos binarios.

En cambio, el viernes en la noche ocurrió en Tierradenadie el único evento político de la semana, organizado por estudiantes de varias facultades de la UCV e ignorado por la maquinaria mediática poderosa, a saber: la toma circense —y parcial— de Tierradenadie, como respuesta a ciertas agresiones hechas por los vigilantes de la UCV (que obviamente no actúan por su cuenta) a esos mismos estudiantes.

José Manuel Briceño Guerrero dice que en América Europa lucha contra Europa. El principio imperial de nuestra cultura, representado por la máquina burocrática del Estado, y el principio racional, que se traduce en tecnocracia, son combatidos por el principio señorial, es decir, por el Quijote que todos llevamos por dentro, y por el principio cristiano, fundado en la noción de comunidad y de amor al prójimo.

Esa lucha volvió a suceder el viernes en la noche, en Tierradenadie. La solidaridad cristiana y la ética quijotesca hicieron que la estructura tecnócrata y burocrática de la Universidad se sosegara. Los vigilantes se mantuvieron a raya y el “sentido común” racionalista, que ve en las comunidades circenses una partida de antisociales, no se atrevió a alzar la voz.

Al final prevaleció la antigua noción de espacio político, vigente hasta el siglo III antes de Cristo; esa noción que, como recuerda Vernant, implicaba un territorio común hecho para congregar a su alrededor, como un imán, todas las casas de la ciudad. Un espacio sin puertas y sin planillas que llenar, un espacio seguro, como Tierradenadie, en el que pueden discurrir los asuntos que nos conciernen a todos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Mandala urbano Marte

Isidro Núñez, Notas para el Mandala urbano Marte, Caracas, circa 1991

En las colecciones de nuestros museos nacionales no hay ninguna obra de Isidro Núñez. Ello a pesar de sus participaciones en las primeras bienales de La Habana, o a pesar de haber trabajado en el Museo de Bellas Artes, a finales de los años ochenta. No hay ninguna obra, es cierto, pero entre los pocos papeles suyos archivados en la Galería de Arte Nacional me encontré con su letra —es decir, con su mano— y con su firma —es decir, con su cuerpo—. Y como Isidro había muerto hacía muy poco tiempo, entendí que ese cuerpo era la única forma de conocerlo. Nunca le di la mano, pero su puño y su letra salieron póstumamente a mi encuentro. Su ausencia es relativa. Ahí están esos cuerpos signados que son su firma y sus fotografías.

Esas dos imágenes determinaron mi encuentro con un hombre que ahora sólo vive en la imagen. Su firma, en tanto signo, delata y esconde lo mismo que sus fotografías. Ambas marcan el espacio de una ficción. La primera, la firma, es la representación signada de una visión. La otra, la fotografía, es exactamente lo mismo. Las dos detienen, en la excepción de las formas visibles, lo invisible. El trazo signado del puño entrega la marca de un instante, el testimonio de una presencia que siempre busca y nunca deja de significar. La copia acabada del negativo cumple la misma función: es también el testimonio de un vacío objetivado, transformado en una textura que podemos recorrer.

El espacio signado es el del acontecer de la imagen. En las fotografías de Isidro Núñez ese espacio es también el contorno de su vida. Fotografía y biografía se confunden: más de treinta años en la imagen nos dejan un infinito por reelaborar. Allí encontramos registros de las colecciones de los museos, registros de exposiciones, de festivales, de conciertos, de conferencias, de eventos políticos: mítines, marchas. También hay interpretaciones de la cárcel del Tocuyito, de los cabarets de Caracas, del imaginario salsero caraqueño, de los pueblos del Amazonas, de la fiesta anual de Gardel en Caño Amarillo, de los amigos fotógrafos y del imaginario político bolivariano, en sus formas casi míticas y paradójicas… En fin, se trata de un infinito sobre papel que delata a Isidro Núñez en su ubicuidad significante o en su condición de cronista, “el verdadero cronista visual de esta ciudad”, para decirlo en el lenguaje enfático de Ramón Grandal.

Y como le ocurre a todo cronista, a Isidro la realidad le salía al encuentro. ¿Pero cuál realidad? ¿La que el lente de su cámara signaba y asignaba? Realidad convertida entonces en signo, en trazo, realidad trazada como la de su firma. Por eso con sus obras llegamos siempre a la imagen de una ciudad posible. El artificio de la fotografía subraya esa posibilidad, es cierto, pero también subraya la verosimilitud de la crónica, la ilusión de una ciudad imbuida de un tiempo sin tiempo. Se trata de una voluntad de ilusión que reinventa la ciudad y a su cronista, ambos serpenteando entre los accidentes de un mismo laberinto.

Isidro Núñez, Mandala urbano Marte, cartulina, tinta y plata sobre gelatina, Caracas, 1991.
 
El centro de ese laberinto es, para mí, el Mandala urbano Marte, de 1991, una obra que, como el ombligo, cierra el acceso a las entrañas del cuerpo cuando es imagen. Ahí, en ese umbral, podemos ver la extensión de ese cuerpo, las distancias que el signo recorre. Por ejemplo, en el ojo central del mandala hay una imagen que es como un trompe l`oeil fotográfico, pues nos confunden sus refracciones (acaso trucos de laboratorio). En el medio está Isidro con su cámara, casi oculto en los márgenes de un espacio imposible. Desde ese centro, el mandala empieza a abrirse hacia una geometría pictórica. Aparecen contactos, copias de varios tamaños, todo distribuido dentro de un cuadrado que contiene un triángulo que a su vez contiene un círculo. En la punta del triángulo hay un doble homenaje a Alí Primera. Después, o al mismo tiempo, irradiando desde esa punta y siguiendo el plano geometrizado, vemos aparecer un imaginario complejo, polimorfo, heterogéneo y sin aparente continuidad.

Mandala urbano Marte es una síntesis de varias series fotográficas de Isidro Núñez, de distintas épocas. Se pueden reconocer allí fragmentos de Alquimia lumínica (1988-1992), de Percepciones espaciales (1980-1990), de Laberinto citadino (1984-2009), todo delimitado por la sucesión de visiones aéreas de una geografía sin nombre. Así Isidro le reasigna a su mandala los límites sensibles de un espacio espiritual. Mientras el cuadrado contiene los contactos de esa geografía abstracta, el triángulo es rodeado por copias que van como describiendo un imaginario afectivo. Entre esas copias vemos rastros del testimonio de las fiestas de Gardel en Caño Amarillo, rastros de la fragilidad sentida de los museos caraqueños, una breve alusión al Cementerio General del Sur, a la cultura salsera caraqueña y a los festivales de teatro. Al final, o al principio, todo ese imaginario se va cerrando concéntricamente hacia el autorretrato de Isidro, como configurando un doble paisaje: el de la ciudad velada y exhibida en sus escondites por el artificio de la fotografía, y el territorio signado del autorretrato trucado.

Isidro Núñez: Autorretrato, plata sobre gelatina, circa 1991.
 
Y es que el cronista, como su discurso, siempre se muestra y se esconde. Esa tensión describe la naturaleza de su trabajo y su relación con la ficción. Por eso quizás es que Isidro nos dejó a la vez un registro y una reinvención de la ciudad en sus fotografías, pues pareciera que una nueva realidad nos sale al encuentro en esas imágenes. Por ejemplo, en Percepciones espaciales —que hizo en la década del ochenta— las salas y los corredores de los museos caraqueños se convierten en espacios casi irreconocibles. Son imágenes que nos entregan una realidad no del todo ajena a nosotros, y que sin embargo nos hace sentir extraños frente a ella. Es como si esas obras dirigieran nuestra mirada hacia un espacio que siempre había estado allí, pero que sin el peso de la ficción fotográfica nunca habríamos visto. Lo contrario ocurre en su Laberinto citadino o en El gran circo del valle, de 1983. Allí hay imágenes en las que Caracas es mostrada en episodios tan concretos, tan arraigados a nuestra cotidianidad, que nos parecen más reales que la realidad. Aquella imagen de la anciana cargando sus bolsas de mercado y que tiene detrás una formación de Guardias Nacionales, es, sencillamente, de un realismo abrumador. Y no me refiero a ningún realismo mágico ni idealista, sino a uno más bien crudo, caraqueñísimo, de esa clase de realidad que sabemos que convive con nosotros y que a veces percibimos, pero jamás con la integridad y la fuerza de la buena fotografía.

Isidro Núñez, "Sin título" de la serie El gran circo del valle, plata sobre gelatina, Caracas, 1983.

Llama la atención, además, que en casi todas sus series Isidro trabajaba componiendo un cuerpo de imágenes. Es decir, no se contentaba con concebir sus series como una sucesión aislada de copias, sino que las agrupaba en composiciones espaciales que a su vez eran unidades gráficas. Con ese procedimiento intentaba alejarse de la idea de la fotografía única, ejemplar, para ofrecer más bien un relato narrado en imágenes. Así cada copia se convierte en un signo que, junto a fragmentos de negativos y de contactos, conforman el cuerpo de una historia. Esto es muy claro en el Mandala urbano Marte, pero también en El gran circo del valle, en La casa de las muñecas (1979) e incluso en el Laberinto citadino. Esos trabajos, sobre todos los tres últimos, son crónicas íntegras, compactas. Es un error concebir sus imágenes como fotografías únicas o aisladas. Más que series fotográficas, son mapas que hilvanan un discurso espacial. Hay que verlas en su totalidad, pues mucho tienen del lenguaje del cartel y, tal vez, del lenguaje cinematográfico. Aunque este asunto es tan delicado que valdría la pena estudiarlo en otra ocasión.

Isidro Núñez, "Sin título" de la serie Transiciones urbanas, plata sobre gelatina, Caracas, 1980-1990.

Por el momento sólo diré que, atendiendo a la mayoría de las obras expuestas en salones y en muestras colectivas, esa manera de narrar de Isidro se repite en su trabajo una y otra vez. Y a mí me viene pareciendo que esa preocupación por la narración quizás esté relacionada con una manera muy personal de concebir las series fotográficas, y, desde luego, la fotografía misma.

Me explico: a primera vista, Mandala urbano Marte o El gran circo del valle parecieran ser series que Isidro reunió en dos composiciones aisladas. Luego, en los archivos, encontramos las copias por separado, cada una como un documento independiente. Sabemos, además, que el Mandala urbano Marte participó en el Salón Arte y Ciudad, organizado por el CONAC en 1991, y que El gran circo del valle participó en la I Bienal de la Habana, en 1984. Con ello podemos dar fe de que son trabajos independientes y distintos. Pero, y esto es lo curioso, en el Mandala hay obras pertenecientes a El gran circo del valle y también a Alquimia lumínica y a Percepciones espaciales, pues además algunas fotografías de El gran circo del valle forman parte de Laberinto citadino. ¿Simples errores de Isidro? No lo creo.

Un dato más podría ayudarnos a dilucidar este asunto. Hay tres series que lejos de cerrarse en el tiempo parecieran expandirse sin términos temporales. Me refiero a El Callao, Imaginario bolivariano y Laberinto citadino. El primero de estos trabajos fue iniciado en el año 1975 y culminó el día que Isidro murió, si es que se puede decir que en verdad culminó. Exactamente lo mismo ocurre con los otros dos, que tienen una fecha de inicio pero no de cierre. Esto me hace pensar en que, como artista, Isidro buscaba la imagen, es decir, le preocupaba más transitar un espacio metafórico que ir organizando su trabajo en series mercadeables, “exponibles”, cuantificables. Perseguía la imagen, insisto, y por eso la imagen le salía al encuentro. Es como él mismo decía, que su intención era explorar y agotar las posibilidades de un problema en la imagen. Y una estrategia exploratoria de este tipo, ya lo sabemos, hace que los problemas sobrevivan a los artistas (cuando lo son) en su arte. El Laberinto citadino y el Gran circo del valle continúan entre nosotros, en el doble sentido de esa expresión: allí están las copias fotográficas, pero allí está también la ciudad que en esas copias Isidro Núñez inventó.


Isidro Núñez, "Sin título" de la serie Percepciones espaciales, plata sobre gelatina, Caracas, 1980-1990



martes, 5 de octubre de 2010

Ilusión de Jean Herrera

Jean Herrera, Sin título de la serie Anotaciones de un joven caminante, plata sobre gelatina, Caracas, 2006

En la cultura visual pública no hay lugar para la polisemia: el sentido de las imágenes se acaba en el significado. Entre nosotros todo está dicho, todo es legible, y sin embargo no hay lugar para la interpretación. Vivimos entre una acumulación de signos cada vez más cerrados y también más pulcros. La publicidad comercial y la propaganda institucional urbana se esmeran por mejorar la alta definición de sus imágenes. Hasta los grafiteros usan aerosoles que nos recuerdan la pulcritud de una pantalla de televisión. Todo se nos aparece envuelto en la capa transparente de la digitalidad, que es el soporte de la imagen reducida a la comunicación y al mensaje.

La naturaleza del mensaje es la reproducción. Sus efigies son las antenas repetidoras. Y frente al mensaje no tenemos nada que decir, no hay espacio para la opinión verdadera; sólo podemos reaccionar, como cuando estamos ante el tarjetón electoral. La repetición del mensaje garantiza nuestra reacción. El signo se acumula sobre el signo, el código sobre el código, y así las imágenes se limitan a ser estímulo, y la lectura, respuesta.

En cambio, una fotografía de Jean Herrera nos lleva al terreno de la falta. Su ojo borra, oculta, le quita realidad a la realidad. Hace que el significado se expanda y se diluya en la polisemia. Sus imágenes tienen zonas que no podemos ver, o que en todo caso vemos con dificultad, como si bordeáramos una elipsis. Algo siempre se nos escapa.

La fotografía de Jean no nos estimula, nos seduce y nos invita a jugar. Él hace que la imagen cierre y abra sus sentidos, ofreciéndonos un orden provisional. Incluso cuando estamos ante una fotografía suya sin vacíos, sin descansos visuales, el ojo encuentra la posibilidad de un nuevo orden. Ese orden nos sitúa en la aurora de la lectura y de los significados, en un espacio en el que siempre tenemos que aprender a ser lectores. Tal exigencia del sentido deja las obras de Jean sin mensajes. Su asunto no es la comunicación sino el asombro sencillo. Con su fotografía ganamos el horizonte de una ilusión.