viernes, 29 de abril de 2011

Muerte y vida de la crítica (I)



En 1998 y en Caracas fue publicada la sentencia de muerte de la crítica. El autor de la sentencia fue el terrorista patafísico Jean Baudrillard, que dos años antes había caminado por los barrios de Caracas y nos dejó el asombro de sus conferencias. En esa época todavía se hablaba de la muerte de todos los relatos, incluyendo el del arte. Recuerdo que uno de los primeros simposios de estética, en la Universidad de Los Andes, estaba repleto de nietzscheanos, vattimianos, lyotardianos, todos de acuerdo en que el arte se había acabado. Pero, irónicamente, 1998 fue también el año del renacimiento de los relatos y de los metarrelatos proceros en América Latina. Una nueva economía de la ilusión y de la desilusión cobró fuerza en la misma ciudad que recibió aquel comentario apocalíptico de Baudrillard. Sin duda, la ironía patafísica funcionó perfectamente. Ya sabemos que a B. hay que leerlo como si estuviésemos ante una película de los hermanos Marx.

Los argumentos de Baudrillard eran:

a)El arte contemporáneo no trabaja con la ficción. No hay eros ni escena en ese arte no bello.

b)El arte contemporáneo es una simulación de tercer orden; es un signo perfecto porque sólo se refiere a sí mismo y porque se funda en una relación binaria de estímulos y respuestas (respuestas condicionadas por los estímulos).

c)El arte contemporáneo es un signo que contiene su propio comentario, su propia crítica.

Al postergar o al negar el trato con la ficción, con la materia trucada, la obra se queda sin zonas que activen el deseo. La erótica que mueve el gesto de decir la imagen se desvanece. La obra se y nos desdice. No cabe en ella ningún discurso, ningún gesto que la comente porque no tiene vacíos, porque no abre espacios para la ilusión.

El resultado es un arte en el que todo es visible, un arte de la comunicación de masas, de estímulos y respuestas: un arte sin arte, o un arte de pura idea, un hecho mediático, sin misterio, sin teatro, sin función copulativa. Allí el objeto del deseo de la crítica a la vez se concreta y se esfuma. Prevalecen, sobre los discursos estéticos, las teorías de la comunicación, la antropología, la sociología y la lingüística estructural.

Pero todo discurso, cuando se enfrenta con su trama, tiende a buscar el pinchazo erótico que lo mueve, y así termina encontrando lo deseable de la materia con la que trabaja. Antropólogos, comunicólogos y lingüistas pueden, si el imperio de sus disciplinas los deja, volver al cuerpo del discurso con el que enuncian su trato con lo otro, con eso que llaman “objeto de estudio”*; pueden volver a la materia del lenguaje para decirla, para nombrarla y así nombrase con y en ella. Baudrillard no hace otra cosa cuando dice que el suyo es un pensamiento patafísico, un pensamiento del absurdo, enunciado desde las fronteras de la cordura, y que por eso juega, como el Quijote, a moverse en el límite que separa --o que une-- la locura y la razón.


* Que entonces empezaría a llamarse “objeto de deseo”.

domingo, 24 de abril de 2011

David Palacios, curador internacional


Cuando Agustín Palma del Mar, eminente crítico de arte, recibió una invitación para asistir a la inauguración de la más reciente muestra de David Palacios, escribió de inmediato en su columna semanal: “por fin en este país de profunda pobreza cultural ocurre algo grande, novedoso, por fin empezamos a participar de la cultura”. Escribió esas líneas dominado por la emoción; evidentemente no las pensó demasiado. Fueron recibidas con alegría por algunos de sus lectores. Otros, más sensatos, vieron con sospecha que un crítico como Palma del Mar, siempre tan cabal, opinara sobre un evento que todavía no había ocurrido.

La invitación decía que, gracias a las exitosas negociaciones de David Palacios, el Guggenheim inauguraría en marzo una sede provisional en Caracas. Decía también que la primera exposición se llamaría El imperio azteca, y que se instalaría en un lugar poco convencional. Esto último le causó a Palma cierta inquietud. Le parecía un error, por demás perdonable. Tenía que ser un error: ninguna exposición podría "montarse" en el bulevar de Sabana Grande, mucho menos una organizada por el occidentalísimo Guggenheim. Pensando así, y obviando ese detalle sin sentido, escribió con entusiasmo su columna semanal.

Pero cuál sería el tamaño de su asombro cuando el 19 de marzo, en medio de un clima político inestablemente tropical, el Guggenheim se instaló en el bulevar de Sabana Grande, que en ese entonces todavía tenía la apariencia de un bazar egipcio. Evidentemente David Palacios había logrado lo imposible. El museo, por algún motivo incomprensible, se disponía a expandir sus políticas expositivas. David Palacios convenció a los curadores de que el mejor espacio para la exposición tendría que ser, sin duda, la calle. Y no cualquier lugar de la calle, sino uno en el que se pudiesen hacer visibles los temas de la muestra. Agustín Palma, con un asombro que no le cabía en el cuerpo, se preguntaba “¿cómo hizo David Palacios, un simple diseñador gráfico y artista provisional, para conseguir semejante apoyo del G.?”.

Los detalles de la hazaña resultan asombrosos. Son casi el resultado del azar. Según me contó Julio Adelaide, íntimo amigo del artista, David Palacios le envió un correo a los curadores de El imperio azteca proponiéndoles una intrincada e improvisada teoría latinoamericana sobre el futuro de los museos y sobre su eventual desaparición. Para matar el aburrimiento de una tarde dominguera, escribió una tesis inverosímil demostrando que el mundo de la llamada periferia sería el único lugar posible para la salvación de los museos europeos. Claro, eso no ocurriría sin que esas instituciones transformaran sus modelos de representación.

Cinco días después, y cuando ya Palacios estaba a punto de olvidar aquel gesto dominguero, el Guggenheim respondió. Lo invitaron a una reunión en la sede del museo en Nueva York. Julio Adelaide fue su traductor. Ambos presentaron un amplio y argumentado proyecto, visiblemente descabellado, sobre nuevas posibilidades para que el Guggenheim se proyectase en América Latina. La propuesta fue oída con respeto pero dejó a los gringos con algunas dudas. No entendían, sobre todo, las condiciones arquitectónicas de aquel proyecto. No veían con buenos ojos el hecho de erigir una sede internacional del Guggenheim sin la construcción de una infraestructura monumental.

“Si el museo quiere en verdad sobrevivir, si quiere resistir el imperio de los medios de masas, debe ceder hasta en su estructura arquitectónica, tiene que experimentar nuevas puertas de entrada al futuro”, decía David Palacios. Y el Guggenheim, para engordar el asombro de los Palma del Mar, aceptó la propuesta. Programó una doble inauguración internacional de la muestra El imperio azteca, una en Bilbao y otra en un puesto de artesanía wayúu en Caracas. Duplicó buena parte del material escenográfico de la exposición (textos de sala, trípticos informativos). Imprimió nuevos catálogos, reajustó su presupuesto y distribuyó entre las dos sedes la colección de objetos.

Las piezas más arcaicas fueron mostradas en Caracas, en el bulevar de Sabana Grande. Las más recientes en el tiempo se exhibieron a Bilbao. David Palacios se encargó de la curaduría. Sostuvo largas conversaciones con los dueños de los puestos artesanales, les dio libertad para que ellos distribuyeran las piezas aztecas sobre sus mesas de vendedores ambulantes. Entre los objetos destacaban algunas figurillas de arcilla que representaban la vida palaciega y cotidiana del antiguo imperio: cerámicas policromadas de los pueblos dominados por los aztecas, imágenes antropomórficas de algunas deidades menores, símbolos religiosos propios de la arquitectura prehispánica y piezas que recreaban los cultos solares mesoamericanos.

El quiosco de los artesanos fue cubierto con cierta parafernalia museística. Se instalaron varios carteles con el nombre de la exposición y con algunos textos de sala. También se instaló un inmenso dispositivo impreso, casi del tamaño del quiosco, en el que se estampó el nombre del museo, no sin alguna exageración en la tipografía. Era un dispositivo estrambótico que, según Palacios, cubría la falta de monumentalismo arquitectónico de la nueva sede provisional del Guggenheim.

El día de la inauguración fueron convocadas prestigiosas antropólogas que hicieron el discurso de orden. Estaban presentes algunas de las más destacadas personalidades del arte contemporáneo, incluyendo al famoso Agustín Palma del Mar. Pero destacaba la ausencia del personal de sala, de vigilantes o de cuidadores de aquellos objetos arcaicos. Para ser una exposición tan costosa parecía extraño que no se contara con un fuerte "cordón de seguridad". A pesar de esto la muestra se inauguró, y fue, si no un éxito institucional, sí un suceso único en la historia contemporánea de los museos.

Los artesanos wayúu, los dueños de la sede del Guggenheim en Caracas, sentían una inmensa alegría por aquel evento. A su vez, los invitados de honor empezaron a sentir interés por las piezas artesanales. Notaban que aquellos objetos wayúu adquirían cierto valor simbólico y económico sólo por ser exhibidos al lado de las piezas aztecas. Comenzaron a percibir, ya como cegados por el entusiasmo, ciertas relaciones entre un arte y otro. Elaboraron todo tipo de especulaciones inverosímiles sobre las posibles conexiones culturales entre los wayúu y los aztecas, sobre las influencias de un pueblo sobre el otro. Se organizaron pequeñas tertulias, se discutió mucho sobre el evidente valor de la artesanía de los pueblos del Caribe, siempre tan llevados a menos en las grandes exposiciones internacionales. Y mientras a tales alturas llegaban los argumentos, la gente empezó a comprar algunos collares artesanales, zarcillos y pulseras de la tienda wayúu.

Palma del Mar hizo notar, casi sin saber lo que decía, que seguro después de la muestra algún coleccionista privado, algún adinerado amontonador de arte daría un buen precio por la mercancía de aquel quiosco. Vale la pena resaltar que el respetado crítico no hizo ese comentario con mala intención, simplemente pensó en voz alta, pero los efectos de sus palabras fueron extravagantes y tristes. Agustín no había terminado de cerrar la boca cuando los invitados de honor se arrojaron en picada (literalmente) sobre el quiosco, guardándose en los bolsillos primero algunas piezas enteras y luego fragmentos de piezas rotas en el caos del tumulto.

Eventuales y salvajes transeúntes se sumaron a la muchedumbre entusiasmada. Fue necesaria la intervención de la policía y de algunos “efectivos” de la Guardia Nacional. Cuando volvió la calma era evidente que los artesanos wayúu y los invitados de honor habían desaparecido. David Palacios bromeaba en una esquina con Julio Adelaide. Mientras tanto, Agustín Palma del Mar conversaba con la policía y ofrecía una concisa y veraz reseña crítica de los hechos. La parafernalia del Guggenheim yacía pisoteada y maltrecha, como una alegoría crimpiana de las ruinas del museo.

“¡Admirable por abominable!”, escribió Agustín Palma en su columna semanal. Y subrayó: “lo único que nunca podremos entender es por qué teniendo Caracas tantos museos venerables, la extensión del Guggenheim, una oportunidad única para el desarrollo de la cultura venezolana, terminó en un espacio marginal y convertida en un desperdicio más de esta ciudad de perros”.

domingo, 17 de abril de 2011

Patafísica del museo III (respuesta a José Ramírez Guaigua)

La genealogía del museo no comienza en las cámaras de maravillas sino en los cuerpos de seguridad del Estado. El museo es un instrumento del poder del Estado, regido por el principio imperial de nuestra cultura. Pueden ocurrir maravillas dentro del museo, como pueden ocurrir maravillas en cualquier parte: en la compasión de un soldado o en las raras sutilezas morales de un policía. Pero un policía es un policía, y un hombre cuando es soldado es una máquina de guerra.

La violencia del museo no se agota en el museo: se expande a lo museable, a la realidad como patrimonio que hay que conservar (no la realidad como escena teatral ni como rito). Con esa violencia vivimos todos los días. Es la violencia del orden, del alfabeto y de la idea. Violencia sin caos.

José Ramírez Guaigua tiene razón: el problema del museo (o de lo museístico) no se agota en su espectacularidad o en su indolencia. También tiene razón cuando dice que el museo se puede usar para “incidir en la realidad”, para cambiar el estado de las cosas. De acuerdo. Pero no olvidemos que esa incidencia y ese cambio no modificará lo esencial: la institucionalidad del museo y de lo museable, el principio imperial que lo sostiene y su condición de máquina de guerra.

El ejemplo que cita es perfecto: el museo asume un discurso que atenta contra sí mismo, y que pudiésemos identificar con el principio cristiano de la cultura, y así pervive en su negación. La máquina del orden crea un adlátere negativo de esa otra máquina del orden que es el Banco Mundial. Incluso el caos está previsto. El MACBA le ganó al Banco Mundial. Es decir: el Banco Mundial tiene su futuro asegurado.

Creo que queda la posibilidad de convertir los museos en cuadros guerrilleros. Asumirlos en su dimensión más cruda, más evidente: asumirlos como máquinas de guerra. O de guerrilla, porque ya sabemos que al orden no podemos hacerle la guerra. Entonces tendríamos que convertir esas máquinas del orden en herramientas ordenadas que atenten contra el orden. Pero eso es tan enredado como decirlo. El Estado no puede atentar contra sí mismo. A menos que suceda una verdadera revolución (¿pero quién quiere una verdadera revolución?).

Termino estas breves disertaciones museocéntricas volviendo sobre mis pasos, volviendo al 19 de diciembre del año pasado, volviendo a la imagen y a la resurrección.

Podemos empezar.

domingo, 3 de abril de 2011

Patafísica del museo II (nota sobre dos comentarios del artículo anterior)

(clic para leer los comentarios)

Celebro el hecho de que hayan confluido aquí el anonimato y la expresión “este ex-país”. Es como si a la idea de un no-país tuviese que corresponderle un “nadie”, un no-sujeto, uno que perdió su país y su nombre.

Del comentario de ese sujeto sin rostro y sin territorio me interesan dos cosas que confirman mi argumento sobre el museo: la creencia de que en verdad alguna vez tuvimos museos serios, y la idea de que en el mundo los museos son comparables con los espectáculos de la farándula internacional (me gusta la idea de comparar el Louvre con Shakira).

Sobre lo primero, Anónimo comete el error de citar al Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, institución que conozco bien. ¿Sabrá Anónimo que, acaso en su mejor momento, el MAC fue el uno de los museos venezolanos que menos curadurías e investigaciones produjo? El MAC era una sucursal (decadente) de varios consorcios transnacionales dedicados al negocio del arte. La venerable Sofía era muy buena trayéndonos “paquetes curados” y traducidos, algunos de ellos sin duda impecables.

Pero un museo sin investigación es un cementerio (y los cementerios son tan populares como Shakira). El MAC de ayer y el de hoy son el mismo.

Sobre la segunda parte del comentario de Anónimo, insisto: el estado de nuestros museos no es distinto del estado de los museos europeos, e incluso de la cultura europea misma. Los nuestros son sólo la evidencia negativa de una circunstancia internacional que la opinión pública valora positivamente.

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El relato que llamamos cultura occidental terminó de cobrar forma cuando aparecieron los museos, que son representaciones ejemplares de ese relato. Los museos son el meta-relato de la sociedad y de la cultura burguesa. Fueron el laboratorio de la cultura entendida como representación y como puesta en escena de los valores ilustrados, liberales y eclesiásticos católicos (imperiales). Por eso para Europa, incluyendo la Europa en América, los museos siguen siendo importantes, porque son los tótem de la razón segunda, y porque en ellos se sintetiza una concepción del mundo como máquina y artificio.

No hay que olvidar que los museos son los hijos predilectos del siglo XVIII. Son la versión eufemística de esos otros dos productos occidentales: la cárcel pública y el manicomio. Pero son también artefactos críticos, son signos que enuncian su propia naturaleza: la naturaleza de la realidad convertida en signo, la realidad como técnica. Y si acaso son nuestras catedrales, como dicen los del premio Mies Van der Rohe, es porque resguardan, como un relicario, nuestra idea de la naturaleza como cultura. Aunque son catedrales sin sentido de lo absoluto, de lo sagrado, o que evidencian una noción laica de lo absoluto, que ya no se funda en Dios sino en estructuras discursivas surgidas de la soledad humana (la soledad de Descartes y la de Hitler). El comentario de Anónimo da cuenta de esa religión del discurso, la religión post saussureana del signo como verdad.

Pero yo no quiero ofender a ningún religioso, y menos a uno que practica la religión de la realidad virtual. Sólo estoy intentando especular con la materia de esa religión; sólo estoy intentando hacer, a mi manera, a la manera de hoy, teología.

Esta religión inmanentista de lo hiperreal me permite aludir a la segunda parte del comentario de la profesora Carmen Alicia; comentario que —¿sin querer?— confirma mi hiperbólica proposición inicial: “el arte contemporáneo no enuncia ninguna verdad”. O, mejor: “el arte que enuncie una verdad no es arte contemporáneo”. Y que se complementa con esta otra proposición: “el arte contemporáneo sólo se enuncia a sí mismo, a la estructura de producción simbólica que lo sostiene”.

No puedo creer que la profesora Carmen Alicia, después de haber visto el performance que cita, y que no es más revelador que un paseíto por Youtube, no haya reparado en la estrategia discursiva que enmarca el performance. Me refiero a un sistema de representación tan eficaz (política y económicamente) como el de cualquier transnacional, pero que usa la retórica de la trasgresión institucional con el fin de hacer visible o de denunciar la naturaleza de las prácticas sociales en la hiperrealidad.

Ese performance es un ejemplo de arte contemporáneo, porque, sobre todo, pone en evidencia la naturaleza del arte contemporáneo: su autorreferencialidad sin misterio. Pero también es un ejemplo de cómo los artefactos que no llamamos “artísticos” son casi siempre más poderosos que los que valoramos como “arte”. ¿Se paseó usted, profesora Carmen Alicia, por Chatroulette, el artefacto en el que 0100101110101101 hizo el aludido performance?

Artefactos como Chatroulette cumplen la función que el barroco le exigía al arte: la función de poner un vacío en la realidad, un vacío que nos conduzca a la conciencia y al goce de la muerte y de lo irreal. Esos artefactos tienen algo, evocan algo que me hace pensar en el monstruo, o en lo monstruoso, en lo venido de lo irreal. Son como dioses menores y terribles que la humanidad ha tenido que ver surgir, y que nos regresan a la zona menos inteligible de nuestra soledad.

Del performance, me quedo con Chatroulette, que nos anuncia una verdad de las viejas, de las de siempre…