domingo, 30 de octubre de 2011

Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz

Después de once años de revolución es la primera vez que veo una exposición política en uno de nuestros museos. Este texto es mi respuesta al esfuerzo de Félix Hernández (que es el responsable de la muestra) y a la voluntad de Juan Calzadilla, director de la Galería de Arte Nacional.

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Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz 

Lo moderno es la borradura de lo trascendental. Es lo que resta banalidad a lo fútil, a la moda y a la máquina del poder legal. El borrón hace visible lo que, por exceso, por acumulación, la moda no deja ver: lo infinito, lo invisible. En la imaginería caraqueña la modernidad fue un discurso que borró sus marcas. Desde el segundo Michelena, que sustrae los signos de la figuración institucional, hasta las obras de Argelia Bravo, nuestro discurrir estético ha intentado el borrón, la ruina, la indisciplina y la ilegalidad. Estrategias de veladuras, estrategias que manchan la hegemonía del signo: que rasgan el orden del mundo dominado por el significado.

Desde muy temprano Caracas fue una ciudad incompleta, borrada. En el epígrafe de País portátil se lee esta cita de Oviedo y Baños: «…pero fue tan desgraciada esta ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase para su existencia, anduvo muchos años como ciudad portátil, experimentando mil mudanzas». Así, en uno de nuestros textos fundacionales, se escribe nuestro sino: las «mil mudanzas» de la ciudad portátil, provisional, que no se fija, que no acumula historia o memorias patrimoniales, sino cajas aéreas «en las que se vive sin casa», sin suelo fijo.

Oviedo y Baños escribió también sobre el poeta Ulloa, un español amigo de Cervantes que era caraqueño antes de llegar aquí. Según Oviedo, Ulloa fue el primer poeta de esta ciudad que nos dejó una obra borrada. Ese ejemplo siempre me recuerda el Blas Coll de Montejo, el impresor que minó el idioma por dentro, que lo llevó a lo fundamental, a lo mínimo, hasta hacerlo casi ininteligible. Sucede con ellos lo que con Reverón, que en sus telas prevalece el gesto de quitar, de sustraer realidad (a la tela y a la realidad) hasta que queda una capa de vacíos que deja a la vista nuestros fantasmas.

En las obras del último Michelena, el hombre enfermo, asistimos a la desaparición de los relatos institucionales. Desde 1896 sólo produjo obras inconclusas, pinturas manchadas y algunos retratros: bocetos, apuntes, proyectos inconclusos. Por eso Juan Calzadilla escribió que Michelena fue un moderno frustrado, y que la verdadera modernidad comenzó en 1898, después de su muerte. Pero a mí esa opinión de Calzadilla siempre me ha parecido optimista, o al menos enunciada desde un optimismo moderno conciente de su eminente fracaso. Yo en cambio creo que en esa frustración de Michelena y en ese fracaso de nuestra modernidad están las claves de la cultura. No hay nada más caraqueño que el gesto inconcluso del pintor en la Pastora, como no hay nada más caraqueño que esa línea geosensible y política que va de las torres de El Silencio hasta las de Parque Central. Esos dos edificios nos hicieron creer, como las obras de Michelena, que nuestra cultura era un sueño de mediodía y en alguna ciudad del norte.

No puede ser casual que entre las torres del Silencio y las de Parque Central la mano de nuestras Moiras trazara la avenida Bolívar. Así la ciudad se enuncia, se nombra. Bolívar también representa un proyecto incompleto. Su vida fue un ensayo, un intento de lo más difícil que sigue resonando en la cultura. Su caraqueñidad, como la de Miranda o la de cualquiera de nosotros, está signada por ese intento, como la ciudad misma.

Existe un texto sobre Caracas en que Cabrujas dice: «vivo en una ciudad siempre nueva, siempre reciente, pero que sólo puede conocerse a través de una nueva arqueología: la arqueología del derrumbe. Caracas es un monumento enterrado una y otra vez. El escombro es su emblema». Luego dice que esta ciudad fue y es un ensayo, una ciudad-ensayo en la que sólo obran las leyes de su escritura y el capricho (como le sucedía a Montaigne). Las mil mudanzas de la ciudad portátil son como las del ensayista.

Caracas es un ensayo, una escritura del intento y del fragmento, del resto y de la ruina. Eso permite que en la fotografía de Jean Herrera la ciudad ensaye, por su cuenta y a través del fotógrafo, un orden. El caos se deja ver: el absurdo se manifiesta bellamente. Y lo absurdo es lo que tiene sentido, como sucede en «Apuntes de una ciudad invisible». Allí no interesa lo que se acumula sino lo que desaparece: la realidad empírica, la escena cultural o antropológica. Es decir, interesa lo que queda: la ficción, la creación de un cosmos en que se reescriben todas las imágenes.[1]

Lo mismo sucede en la ciudad como signo, que encuentra su lucidez (su magma) en la borradura de sus significados. Una historia imaginaria de Caracas tendría que ser la del quiebre de sus significados. La ciudad portátil no se fija, no se anula en su función civilizatoria (como el signo no se anula en su función significante), y así se hace estética, lejana: se escapa, se erotiza. Necesita de un afuera que la complete, como sucede en las obras de Herrera o de Reverón. En cambio en la obra de Perna, que ya ha tenido que pasar por el imperio del significado (la era Xerox de la cultura), el afuera se subraya, se hace obvio. Pero como en Caracas lo obvio es lo absurdo, nuestro conceptualismo no fue tautológico sino patafísico, o majamámico. Las marcas de Perna no tienen nada que ver con las autorreferencias de Joseph Kosuth. Éste hace visible el imperio de la razón, y su sinsentido, en un enunciado que no esconde nada, que deja todo a la vista. Aquel crea un signo vacío que conduce a nada, que esconde, que borra incluso el absurdo.

En sus autorreferencias (su autocurrículo o sus autocopias) Perna hace obvia su desaparición. Ese gesto le da visibilidad. Si en la era Xerox de la cultura la repetición del signo anula el sujeto, el cuerpo, lo diferente, entonces la repetición de esa repetición añade para restar. Añade un signo que no tiene sentido, y que es el mismo Perna (como artista-significado). Eso permite que el signo se quiebre, se manche por dentro, dejando visible, indirectamente, el cuerpo de Perna, pero como sujeto-accidente-acto.

Algo similar ocurrió cuando, por las trochas, Perna infiltró su autocurrículo en la biblioteca del MoMa. Pérez Oramas vio en ese acto la ansiedad de legitimación provinciana de nuestros artistas. Yo veo, en cambio, una estrategia irónica, propia de nuestros conceptualistas, con la que Perna inserta el absurdo en uno de los centros del taxidermismo internacional. Una especie de contaminación sin finalidad. Perna seguramente supo que ese acto lo haría más invisible, que lo incorporaría a la historia de los taxidermistas, y que por eso lo anularía, convertido en artista capitalizable, con todos los significados de su arte a la vista.

Después de la era Xerox la imagen se banaliza; quebrada su erótica se vuelve pornográfica. La musealización de la realidad y la realización de los museos son los mecanismos de circulación de esa exposición inmaculada (y por eso predeciblemente pornográfica) de la imagen. Reducida a ser puro estímulo, la imagen en lugar de borrarse queda sobreexpuesta. Por eso la cultura visual ofrece muy poco para ver. La infiltración del autocurrículo crea la paradoja: agrega una mancha que desaparece en el momento en que el MoMa lo reconoce como parte de su colección. Los taxidermistas cayeron en la trampa: la desaparición de la mancha hace visible lo invisible: la imagen, la ilusión del yo.

El autocurrículo es un signo anterior a su tiempo, pre cartesiano, barroco. Le dio a la biblioteca del MoMa un aspecto medieval, o protorrenacentista. Es un signo sin función comunicativa. Un signo que hace implosión, que borra su significado, y que por eso se borra a sí mismo. Nos recuerda el acto majamámico convexo del Jonás-ballena, porque penetra ilegalmente una realidad que transforma. Contamina y es contaminado, pero desde adentro. Como Jonás, el autocurrículo orina dentro la ballena. Todo el poder capitalizador del MoMa quedó manchado por la majamama, que es participación en el caos. Por eso fue necesaria la acción del taxidermista Pérez Oramas, que restituyó la legalidad y borró la mancha.

Otro militante del majamamismo, esta vez heredero de las enseñanzas de Quechuma, es Juan Carlos Rodríguez. Desde 1991 Juan Carlos se enviste y se autocopia. Como Quechuma bajo la piel de la ballena, ha sido pastor protestante, activista político, líder comunitario, antropólogo visual, padre de dos familias, llanero terrateniente y artista plástico. Es el sujeto que se transforma a sí mismo y que transforma las realidades que transita, pero desde adentro, desde la implicancia —definida por Alejandro Moreno—.

Las transformaciones de Juan Carlos Rodríguez modifican la visión legal y legalizante del campo del arte.[2] Para los taxidermistas es un caso difícil porque recuerda que el verdadero campo del arte es ilegal. Se pueden exhibir y vender sus obras, pueden venir todos los curadores estrellita a exponerlo, pero eso sólo confirma su quechumismo majamámico, pues le permiten seguir traficando con su identidad. Así todos los contextos se acomodan a su tráfico. Eso deja a la vista la paradoja, la moral estética de Juan Carlos Rodríguez. Sus acciones definen una moral irónica, una conciencia lúcida del caos. Es el sujeto que «se impone a sí mismo», como decía Fichte, el sujeto como máscara, enajenado, esencialmente ilícito, como el Quijote.

Hay dos casos más de majamamismo caraqueño que quisiera mencionar. El primero es el de Argelia Bravo, que ha hecho de los tránsitos ilegales una forma de conocimiento, una «trans-in-disciplina». Su trabajo con los colectivos transvesti le ha permitido dibujar el mapa de los territorios ilegales de la ciudad. Las trochas por las que transita, no ella sino Yahaira Marcano Bravo, tocan el magma de la ciudad portátil. Los orígenes de la ciudad ensayo, de la ciudad como signo sin función comunicativa, están en ese mapa, que es una grafía ilegible, al menos para los taxidermistas. Ese territorio se repite, en micro, en el cuerpo de Yahaira Marcano Bravo, que Argelia define como una «escultura social»: la obra colectiva de la ciudad letrada, racionalizada. Cada marca en la piel de Yahaira es un signo-mancha sobre la racionalidad que la impuso. Un signo que se borra a sí mismo.

Lo peor que le puede pasar a un signo es quedarse sin contenido. Por eso el cuerpo de Yahaira es tan peligroso (al menos para el orden social de los contenidos estables). Su presencia borra, nos borra, tacha la ciudad significada, legalmente legible. Y el trabajo de Argelia Bravo, heredera de Mesalina, es encubrir a Yahaira para que su presencia siga actuando sobre otros escenarios legales, como el jurídico y el de la cultura legitimada. Eso permite que su borradura persista, extendida sobre otros territorios del poder.

El último caso que quiero citar es el de los colectivos de gráfica urbana. Se trata de un caso especial porque implica la expansión del majamamismo por toda la ciudad. Prueba de ello es que no se pueda reducir a un único ejemplo. Son muchos los colectivos que contaminan la ciudad con sus marcas ilegibles, inestables y efímeras, o que transforman los significados de la tradición occidental. El majamámico José Roberto Duque ha dicho que esa contaminación traza una Oestética, una «una estética del Oeste espiritual», fundada en la destrucción de la ciudad legible. Persiste en esos colectivos la búsqueda del caos que conduce a la creación de signos emancipados, ilegibles. Nos ofrecen un imaginario de la aglomeración y de la trasgresión, así como una pasión por la destrucción de lo dado: la destrucción de la verdad edificada por las transnacionales. Son hijos de la contaminación caraqueña, de lo menos estable que tiene la ciudad. Pero son sus hijos predilectos, los que más se le parecen, los que la repiten.

Si Santiago Key Ayala vivía bajo el signo del Ávila, nosotros vivimos bajo el signo quebrado del grafiti, que mancha toda significación. Como esos caminos del Ávila que llevan a la desaparición del caminante (a la anulación de todo significado), o como los eventos más sublimes (en el sentido kantiano) de la montaña, que violentamente borran del mapa nuestras familias y nuestras historias.

Todos estos ejemplos, que hemos llamado «majamánicos» —pero que también pudiéramos llamar «barrocos» o «antropofágicos»—, descubren en Caracas una tradición ética y política de la imagen. Frente a los ideales civilizatorios nor occidentales y los lemas del optimismo positivo, frente al progresivismo, el industrialismo y el imperio de la razón segunda, existe en Caracas una ciudad en la que lo «europeo-americano» no termina de funcionar. Dámaso Ogaz nos trajo de Chile, y en 1967, un término para nombrar esa ciudad: «lo majamámico», tan parecido al «discurso salvaje» de J.M. Briceño Guerrero, pero salido del fuero americano que en esos años impulsaba, entre nosotros, el Techo de la Ballena.

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[1] Kelly Martínez ve en esa imagen una intertextualidad fotográfica: allí están, en la tensión de una yuxtaposición controlada, el espejo, el reloj y el ojo trazando una línea perfecta que dirige la lectura de la imagen. Esos tres elementos son la materia misma de la fotografía: son la alteridad --la reproducción o la repetición de una realidad transformada e imposible-- el tiempo y la mirada.

[2] Un capítulo especial del majamamismo caraqueño es El Grupo Provisional, pero hace falta otro texto para celebrarlo. Sólo quiero nombrar aquí las exposiciones Born in America y El Salón, que intentaron ser una mancha, un Jonás en la ballena de las legalidades museísticas.

Nota: Este texto fue leído en el foro Nuevas perspectivas sobre el origen del arte conceptual en Venezuela. El caso de Dámaso Ogaz, del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Museos Nacionales y la Galería de Arte Nacional.

lunes, 24 de octubre de 2011

Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte

Félix Suazo acaba de hacer pública una brevísima "Memoria crítica: escritura y visualidad en Venezuela, 2000-2010". En futuras entradas revisaré algunos de sus argumentos centrales.

Mientras tanto, quisiera proponer una noción de crítica deferente de la que Félix sugiere en esta oración: "el crítico analiza, cuestiona o problematiza la efectivdad de un fenómeno estético y su posible incidencia en la escena pública, incluso más allá de la obra".

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Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte


Toda obra de creación es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de creación?
José Lezama Lima

Dicen que entre los griegos la palabra aisthisis aludía a cierto conocimiento de la sensibilidad y de la percepción. Utilizada como aisthánome significaba “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también “huella” y “pista”. Ambas contienen la palabra aistho que significaba “exhalación”, “aliento” y “soplo”.[1] No sé si sea correcto utilizar esas palabras (o sus definiciones de diccionario) para hablar sobre la crítica del arte, pero creo que interpretadas libremente —o interesadamente—, descontextualizadas y reacomodadas según el orden de mi discurso, pueden llegar a decirnos algo acerca de la crítica estética.

Comencemos por esa relación entre inteligencia de la sensibilidad, huella y aliento, sugerida en los diversos usos de la palabra aisthisis. ¿Quiere decir, quizás, que algo se fija en la percepción, se hace conocimiento y después —o al mismo tiempo— se anima, se alienta y sale de nosotros en la forma de un alma? O que algo queda como una pista, una cosa que se fija pero sin posibilidad de ser interpretada, sin que veamos la raíz de la figura, hasta que caemos en cuenta de que ese invisible entra y sale de nosotros como un soplo. Aisthisis, conocimiento sensible, testimonio de la imagen en nosotros; “instante en que lo orgánico se transforma en respirante, pues —como ha dicho José Lezama Lima— la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. El hombre asimila el espacio y lo devuelve como un logos, es el verbo”.[2] 

La tradición de la escritura de la imagen, de la crítica estética, nos habla de sucesivas respiraciones acompañadas de poderosas apneas. Contentémonos, por el momento, con buscar el recuerdo de esa tradición entre los modernos, pues ya de los antiguos se ha dicho que eran una nación de críticos del arte.[3] Hagamos esa búsqueda imantando las voces de algunos autores que nos enseñan a exhalar.

En el primer libro de El Quijote encontramos una de las más famosas respiraciones estéticas. Allí la imagen se hace crítica, repasa sus límites y se detiene frente a sí misma, en aquel: “donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. Los libros salvados del fuego de la crítica son: Los cuatro de Amadís de Gaula, por ser el primero de su género impreso en España; el dudoso Espejo de caballerías y Tirante el blanco, por ser “mina de pasatiempos”, La Diana, de Gil Polo, Los diez libros de fortuna de amor, especialmente queridos por el cura, El pastor de Filida, Tesoro de varias poesías, El cancionero de López Maldonado, La Austríada, La Araucana, El Monserrato, Las lágrimas de Angélica y, para nuestro asombro, La Galatea, de un tal Miguel de Cervantes.

Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes [dice el cura], y sé que es más versado en desdicha que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada…[4]

La siguiente respiración de la novela —si nos olvidamos del discurso sobre las armas y las letras— la encontramos en la segunda parte. En el capítulo LIX comienza una aventura crítica que termina en el capítulo LXII. Don Quijote se encuentra con un libro apócrifo que narra la segunda parte del Don Quijote de la Mancha. Toma el libro, lo hojea y luego dice:

En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mary Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.[5]

Esa aventura acaba con el Quijote en la imprenta de Barcelona viendo cómo se tiraba y se corregía la segunda parte de su historia, escrita en aragonés, como él dice, y por un vecino de Tordesillas. Así la novela contiene la crítica de su autor —en el escrutinio del cura y del barbero— y la crítica a la obra de Avellaneda. Esto me recuerda a Lezama, cuando dice que “toda obra tiene su propia creación y su propia crítica”; pero también me recuerda que el juicio estético, “el que place en el mero enjuiciamiento”, debe ser creador —o reflexionante, al decir de Kant—.[6] 

La respuesta de Cervantes es poética. La crítica se vuelve estética, se hace discurso primero. Respira. Asimila y devuelve. Participa de la ficción y la ensancha. Viene de la imagen y regresa a la imagen. No es comentario, o tal vez sí, pero en todo caso comentario que trabaja con la misma materia artizable del relato. Es discurso segundo, cómplice, que se teje al discurso primero. Urdimbre discursiva, ámbito enlazador en el que se juntan la obra y su crítica —contenidas una dentro de la otra—.

A esta noción de crítica Michel Foucault le llamó “jeroglífico flotante”. Se trata, como él dice, de una suma de lenguajes, o de un lenguaje total en el que la crítica y la obra “se cruzan, se repiten” en una sola escritura como telaraña, “que forma con todas las demás escrituras una malla, una red”: “el total de la crítica y la literatura”.[7] No es ésta entonces una crítica sin exhalación, o apneísta, como prefiero decir, destinada a desempeñar el papel de intermediario entre la obra y su lectura, entre la imagen y el público, y que no se nombra, no se goza a sí misma y por eso no ofrece goce alguno. En cambio, Foucault nos habla de una crítica que “va a alojarse en novelas, en poemas, en reflexiones, eventualmente en filosofías”:[8]

Los verdaderos actos de la crítica hay que encontrarlos en nuestros días en poemas de Char o en fragmentos de Blanchot, en los textos de Ponge, mucho más que en tal o cual parcela de lenguaje que hubiera sido explícitamente, y por el nombre de su autor, destinada a ser acto crítico.[9]

Algo parecido dice José Cemí, el personaje central de la novela Paradiso de Lezama, a propósito de una conversación sobre las interpretaciones canónicas de El Quijote:

Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila.
(…)
Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.[10]

La penetración en el centro del contrapunto de un artista, allí donde concurren todas las correspondencias, todas las analogías, describe para Cemí la tarea del crítico. Penetración poética, creadora, que vuelve sobre la materia artizada que la crítica verifica en el origen de su propio lenguaje. Es la entrada en el juego de la obra, en ese espacio que deja la imagen para que el lector lo llene, lo repita, sin perder de vista las reglas del juego.[11]  
.
Esa penetración requiere que en el lector se opere una transformación. La obra conduce al reconocimiento de los límites de la sensibilidad conmovida. La contemplación se vuelve crítica, en el sentido kantiano de la palabra, y el juicio de la obra se convierte también en el juicio de quien la lee. He allí el riesgo de toda crítica: la entrada en una región activa en la que el lector se ve atado a la obra, actuando en ella. “La contemplación ha dejado de ser pasiva —como dice Octavio Paz—, repetimos, en sentido inverso, los gestos del artista”. Regresamos al origen de la obra, y en ese regreso, acaso con torpeza, procuramos rehacer el camino del creador. Entonces “el placer se vuelve creación”.[14]

Los accidentes de la imagen se corresponden con los accidentes de la sensibilidad fruitiva. Seguimos a la obra en su realidad interna, en su urdimbre de lenguaje, en su artificio hecho naturaleza, y nos seguimos a nosotros en el peso de la contemplación. Sopesamos. Nos sopesamos. Comprobamos sensiblemente una conformidad a fin sin finalidad, una adecuación misteriosa entre nosotros y la imagen. Llegamos a la obra y allí se nos indica la medida del hilo que nos ata. Nos fijamos a la obra, y allí reconocemos la naturaleza de nuestro placer.

Walter Pater ha dicho que el verdadero designio de la crítica estética es “ver el objeto como realmente es en sí mismo”; y que “el primer paso hacia la visión de un objeto consiste en conocer nuestra impresión: ¿qué modificación sufrió mi naturaleza en su presencia y bajo su influencia?”[15] Esa pregunta está en la base del conocimiento estético, de la experiencia estética que produce en el crítico una necesidad, pulsante e impostergable, de describirla (y por eso de describirse), de compartirla nombrándola, de hacerla evidente para sí mismo y para los demás. Quizás sea por ello que, como dijo Oscar Wilde, “la más alta como la más baja forma de crítica es una especie de autobiografía”:

El crítico es el que sabe trasladar de otra manera o con un nuevo material su impresión de las cosas bellas.[16]

Se trata acaso de un saber que comporta el desarrollo o la adquisición de un lenguaje, de una escritura que asimila el peso de la impresión y la devuelve transformada en impresión paladeada, apalabrada. “La crítica, decía Octavio Paz, no es tanto la traducción de una obra como la descripción de una experiencia”.[17] Y esa descripción, al convertirse en escritura, se torna en una nueva materia, en un nuevo territorio que implica un ethos, una conducta: el acto de decir la experiencia estética, de nombrar el juego, de seguir la huella de la imagen en el aliento como recuerdo del placer.

Respiramos y ponemos la materia (artificial y orgánica) del verbo en el mundo como una nueva naturaleza, como una sobrenaturaleza lezamiana. Esa respiración nos teje a las obras de creación como análogos, y así llegamos al placer de la metáfora. Aparece entonces un tercer discurso, un nuevo texto (textus), una nueva urdimbre entre nosotros y la obra. Pero allí, en el cuerpo de ese tejido ya no estamos nosotros y ya no está la obra; o estamos, pero transformados en el tercer discurso, el tercer punto de la costura que aparece como sorpresa: es la metáfora como conocimiento y como forma de la expresión, es la escritura como exhalación, como aisthisis, como tela de araña, como espacio asimilado y devuelto. La obra y el lector se tejen a un nuevo cuerpo. Es la imagen.



Bibliografía
Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998.
Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.
Hans Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2005.
José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992.
Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978.
Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996.
Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork, College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945.



[1] Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945, p.42.
[2] José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro
Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992, pp.132-133.

[3] Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork,
College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998, p. 65.
[7] Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996, p. 83.
[10] José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, p.392.
[12] Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978, p.151.
[13] Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996, p. 102.
[14] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 173.
[15] Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975, pp. 29-30.
[16] Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996, p. 5.
[17] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp.173-174.

sábado, 15 de octubre de 2011

Nostalgia de los salones

Caracas, 13 de octubre de 2011

Estimado José Luis.

Ante todo reciba un saludo cordial y nuestro agradecimiento de antemano por la atención prestada. El Centro de Arte Los Galpones le invita a formar parte del Comité de Postulaciones para el evento expositivo “Inicios. Propuestas de Arte Emergente” que tiene previsto inaugurar el próximo 15 de noviembre en los espacios del G17.

Esta iniciativa fue concebida para apoyar y promover las artes visuales emergentes, en cualquiera de los medios y lenguajes en que se presenten.

“Inicios. Propuestas de Arte Emergente” se apoya en la visión de consenso entre especialistas, en esta oportunidad curadores nóveles, quienes postularán artistas que según sus apreciaciones son representativos del arte emergente en Venezuela, y que, posteriormente, serán sometidos a la consideración de la Junta de Evaluación.

Agradeciendo su atención y el apoyo que pueda brindarnos,
se despide, atentamente

Ileana Ramírez Romero

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Estimada Ileana.

Antes de leer tu correo publiqué en mi blog un texto que escribí hace tres años sobre los salones de arte. El azar siempre me enreda… Ya sé que no quieren hacer un salón sino un “evento expositivo para promover las artes visuales emergentes”, pero, bien visto, eso que me propones sigue siendo un salón de arte.

Yo los felicito por esa iniciativa, de verdad. Pero hace tiempo tomé la decisión de no participar en esos certámenes, por más que se presenten como estrategias para incentivar y fortalecer la investigación estética (que es como siempre se presentan).

Cuando te leí pensé en lo mucho que se parecen las prácticas culturales del gobierno central, de los gobiernos regionales y de la empresa privada (me niego a hablar de instituciones independientes o “alternativas”). Estos días he tenido muy en cuenta lo que ocurre con la caja, que se llama a sí misma “espacio para la investigación”, pero que está marcada por el exhibicionismo y por una curaduría de servicio, como diría Justo Pastor Mellado. Eso me recuerda la manera en que han funcionado nuestros museos: como galerías, o como vitrinas. El MAC, por ejemplo, siempre ha estado signado por un “apagafueguismo” irracional. Sólo en el MBA y en la GAN fue posible, durante poco tiempo, materializar algunos pocos (pero valiosísimos) proyectos de investigación.

Ustedes en los Galpones tienen la posibilidad de generar verdaderos proyectos de investigación, cosa que hasta ahora no han hecho. En un mes no se hace una curaduría, o en dos meses, ni siquiera en tres. ¿Quieren hacer visibles las líneas de investigación de curadores jóvenes? Vale, pero eso ya implica suficientes problemas metodológicos y preguntas complejas como para armar un proyecto: ¿Cómo hacer visibles las investigaciones de los curadores jóvenes, y para qué hacerlas visibles? ¿Hasta qué punto las instituciones culturales no son sino máquinas de creación de artistas? ¿Cómo generar procesos complejos (que superen el exhibicionismo) entre investigadores, curadores, promotores culturales y artistas?

Recuerdo que a inicios de este siglo el Grupo Provisional se planteó todos estas preguntas, y ofreció, si no soluciones, sí herramientas políticas y museológicas para afrontarlas.

Sé que esas preguntas son viejas, pero hasta ahora nosotros no hemos querido responderlas. Hemos preferido naturalizar las prácticas del campo del arte (que es una industria transnacional). Algo parecido ocurre con el chavismo: que los poderosos no quieren hacerse la pregunta por el sentido de las políticas desarrollistas o productivistas. La diferencia es que, en ese caso, los colectivos populares  sí ofrecen una crítica del poder y del proyecto estatista. En cambio la crítica del campo del arte todavía no se ha hecho: no la hacen los poderosos ni los aspirantes a poderosos. ¿Ustedes pueden hacerla?

Bueno, querida Ileana, sabes que sigo a la orden. Saluda de mi parte a Jesús.

Gracias por escribir.

jueves, 13 de octubre de 2011

Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar

Buscando el Hamlet de Kozintsev, que se me había perdido en esa masa abstracta y sensible que es mi biblioteca, di ayer con un respaldo de mis archivos del 2008 —cuando todavía me esclavizaba a mí mismo en el Museo de Arte Contemporáneo—. En el CD encontré varios textos que hice a finales de ese año. Quisiera compartir uno de ellos con ustedes, sólo para recordar el peso de un viejo asombro:

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Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar
Por José Luis Omaña

Las primeras publicaciones de un escritor consumado suelen ser valoradas como obras menores. Con el tiempo son percibidas por su propio autor con benevolencia. “Pecados de juventud”, así llaman a esas obras tempranas, hijas del apuro, de la premura por figurar en los estantes de las librerías. Hace dos semanas encontré una de estas publicaciones por accidente, mientras removía el polvo de alguna biblioteca pública caraqueña. Se trata de un libro mediano, sencillo, sin demasiadas pretensiones gráficas, que fue escrito en 1986 por el hoy destacadísimo doctor Agustín Palma del Mar. El título me fascinó; se leía sobre la carátula en un Garamond impecable: Brasa, residuo y escozor. Tomo de este libro un capítulo que, por su radical actualidad, debe ser rescatado de la mezquindad de las cronologías. Lo transcribo a continuación, no sin hacer algunas correcciones de estilo:

Laureados autoritarismos esteticistas

Los miembros del jurado de selección y premiación de las obras que conforman el II Salón de Artes Visuales estuvimos de acuerdo sólo en una cosa: la noción de “salón” es hoy insostenible. A ese acuerdo llegamos después de juzgar improvisadamente las casi doscientas obras participantes, argumentar en torno a ellas desde una supuesta “objetividad profesional”, discutir sobre temas como “calidad técnica”, “coherencia conceptual”, “virtuosismo”, y tantas otras naderías esteticistas. Pero ante lo apresurado del proceso de selección, ante lo apretado de la jornada, el gusto (siempre caprichoso) terminó dictando la medida de las decisiones, reduciendo así nuestro profesionalismo objetivo a un enfrentamiento entre el ego de cada uno de nosotros, sapientes adelantados de la cultura y elevados jueces del arte.

Eso nos hizo recordar que entre el concepto de democracia y el de salón de arte hay una brecha infranqueable. El primero quiere proponer horizontalidad e igualdad: permutabilidad en el ejercicio del poder. El segundo es en esencia vertical —lineal, autoritario, invisibilizador—, sigue un rígido patrón de jerarquías determinadas por las lógicas del mercado y por el esnobismo cultural. En la parte más baja del organigrama jerárquico se encuentra el público, asumido como una masa no ilustrada, homogénea e ignorante. Luego, en dirección ascendente, están quienes aspiran a ser artistas y esperan que sus nombres figuren en la novela del arte. A estos le siguen los artistas consumados con sus correspondientes séquitos de admiradores, los curadores de moda, los museos y las galerías, los directores, los investigadores y los funcionarios de la cultura (los burócratas del Estado y de la empresa privada).

Dentro de este contexto los salones de arte son sólo engranajes de una maquinaria dedicada a legitimar artistas, a iniciarlos en el camino del gusto, de la genialidad y del negocio del arte. Esos engranajes activan la cadena de jerarquías que acabamos de dibujar, perpetuando así el autoritarismo del campo del arte, el de los curadores de moda y el del mercado.

Venga un ejemplo: entre las categorías museológicas del II Salón de Artes Visuales se encontraba la de “arte popular”, como un género diferente al de “pintura”, “escultura”, “fotografía” y “artes del fuego”. Pero ¿por qué separar la estética de lo popular del resto de las artes, cuando sus medios de expresión son también la paleta, la tela, la fragua y el cincel? Luego alguien emite la más obvia de las respuestas: “porque las obras de los artistas populares no se pueden evaluar según los cánones académicos…” Ergo: no hay criterios “serios” —es decir: sostenidos por las regulaciones de la academia, por la investigación, el análisis, las metodologías y los argumentos sesudos— para emitir juicios en torno al arte popular. No hay criterios porque, como es sabido, la noción de “arte popular” es una invención institucionalista para “incluir”, legitimar y así contener dentro de la cultura hegemónica a los llamados artistas ingenuos (o populares), no formados en las academias y marginados por el Gran Arte.

Esa inclusión siempre implica el control de la otredad, de la alteridad “inculta pero sensible” que amenaza la cómoda estabilidad del campo cultural. Ya el mismo Carlos Contramaestre, promotor y luego detractor del término “arte popular”, decía que ese concepto neutraliza las experiencias creadoras no académicas (o marginales) que señalan y denuncian los límites de las hegemonías estéticas. El inclusionismo hace que los creadores populares sean parte de las jerarquías autoritarias de las élites culturales. También permite a los artistas formados en las academias hacer obras “populares” o enmarcadas dentro de la categoría de "lo popular”, que se transforma así en una simple categoría museográfica, en otro género del discurso, y por eso en mercancía.

Por Agustín Palma del Mar, Caracas y 1983.


Hasta aquí el texto del hoy importantísimo crítico de arte. Distraeré un poco más al lector con la expresión de un asombro: me causa estupor la heterodoxia juvenil de Palma del Mar, su temprano ímpetu revolucionario convertido hoy en laxante ortodoxia. Debo aplaudir también la temeridad del texto y de su autor de hace veintisiete años, hoy transformado en su propio revés, pero que en 1983 realizó una hazaña crítica aún vigente.

Leído en voz alta, el texto resuena en la actualidad de nuestras prácticas culturales. Paradójicamente, hoy los salones de arte y las políticas inclusionistas proliferan. Pero lo más interesante es que, según los actuales paradigmas éticos y estéticos de “democratización”, fundados en la pedantísima relational aesthetics y promovidos por las nuevas gestiones culturales (públicas y privadas), ya no deberían existir adelantados, no deberían existir élites culturales y mucho menos artistas rechazados. Según esta hipótesis, defendida incluso por algunos intelectuales de derecha, todos somos artistas o todos somos curadores. Es decir: todos podemos ser tratados como Sofía Ímber trató a Zapata, a Mariluz Cárdenas o a Luis Ángel Duque. Y es cierto, porque todos componemos el escenario de un mismo juego, el del "campo del arte adentro", como diría Juan Carlos Rodríguez. En ese escenario los salones, como los artistas, los teóricos, los gerentes, los promotores y los críticos (si es que esas alimañas existen) jugamos a recrear (a representar) todos los días, o de vez en cuando, la decadencia y la salvación de Occidente.

Caracas y 2008

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