jueves, 24 de noviembre de 2011

Fina García Marruz y el premio Reina Sofía


A la guardia imperial le pareció sospechoso que yo llegara con guantes. “¿Y esto para qué, usted viene en moto?” No les bastó haber visto mi pasaporte. Un caraqueño siente frío con veinte grados de temperatura, y en Salamanca no ha subido de siete. Traspasado el umbral de los leviatanes de siempre, me dediqué al curioseo turístico. En una de las paredes del edificio medieval leí una inscripción en latín que malamente entendí. Debajo, otra inscripción en árabe. Recordé a Jorge, el ciego comelibros de El nombre de la rosa, e intuí, o quise intuir, un rumor proveniente del siglo XII.

Entré tarde al salón. Aproveché la llegada del coro, formado por estudiantes, para traspasar el cerco de la aristocracia académica posmoderna. Me senté en la última fila, junto a los camarógrafos, y eché otra mirada turística. En la silla había un folletín con el plato fuerte de la noche: algunos versos de Fina. Uno, en especial, salvó la velada (y mi viaje a España):

Tú sólo, bello niño, puedes entrar a un parque.
Yo entro a ciertos verdes, ciertas hojas o aves. 

(…)

Tú no sabes que tienes toda posible ciencia.

Mas ay, cuando lo sepas, el parque se habrá ido,
conocerás la extraña lucidez del dormido,

y por qué el sol que alumbra tus álamos de oro
los dora hoy con palabras y días melancólicos.

***

No supe cuándo entró la reina. Salí de los versos y vi a todo el mundo de pie y aplaudiendo; Sofía frente a mí, a lo lejos, en la silla central. Yo me quedé sentado. El discurso salvaje es muy fuerte.

Luego tomaron la palabra el rector (que aquí se le llama, gratuitamente, “magnífico”) y alguna autoridad regional. Ninguno dio pie con bola. Hablaron de la crisis, de que la reina es griega, de la importancia de Europa, de la lengua “hispanoamericana” (¿eso existe?). Una especie de corazón-corazón académico y aristocrático.

Aproveché el parloteo para refugiarme otra vez en la intemperie del poema. De pronto, como lo no esperado que llega, Fina García Marruz apareció en un video, cubanísima, bella, sentada frente a una biblioteca sencilla. Recordó a Juan Ramón Jiménez y al grupo Orígenes, a Cintio y a Lezama, a María Zambrano y a la generación del 27. Me sentí otra vez ante el banquete del señor barroco.

Fue muy cortés, muy humilde, Fina, que no pudo asistir a la ceremonia. Estaba su nieto y, desde luego, algún representante de la burocracia cubana. El nieto leyó un fragmento de un ensayo inédito dirigido a cerrar el círculo de nuestra cortesía criolla, siempre asistida por Hermes. En ese ambiente regido por la pompa y la aristocracia mediática, donde importaba más la reina que la premiada, en el centro de la Real y Pontificia Universidad de Salamanca (es decir, en la ficción del siglo XII), la voz citada de Fina dijo la diferencia entre la fama, siempre vocinglera y gratuitamente exagerada, y la gloria del poeta, que es más bien secreta: la presencia nunca infusa de lo divino, el trato secreto con lo sagrado.

Recordé a Lezama y a Zambrano, a Martí y a Hanni Ossott.

Al día siguiente el ABC publicó: “Fina García Marruz, una nueva perla del Caribe”.

Recordé a Cubagua y a Cruxent, al negro Chirinos y a Bolívar.