domingo, 20 de marzo de 2011

Patafísica del museo

My Proposal, de Pablo Helguera

Recientemente tuve una discusión con algunas amigas sobre el ya relamido y sabrosísimo problema de los museos venezolanos. Yo les decía, sin querer ser irónico, que a mí no me parecía grave el hecho de que nuestros museos se hayan quedado sin curadores y sin curaduría. Que no haya curaduría en los museos supone, en última instancia, que las dinámicas sociales y políticas del campo del arte (entendido como el más anacrónico de los simulacros hiperrealistas) no son incorporadas a las políticas públicas del Estado (porque, entre otras cosas, y como ya sabemos, este Estado nuestro no tiene políticas públicas destinadas a la administración de la cultura).

¿Los museos momificados y sin curadores son un problema? Sí, ¿pero un problema para quién? ¿Para el desarrollo de la nación?, ¿para la educación de las masas? Pensar así implicaría olvidar que, mucho antes de la quinta república, e incluso antes de la aparición del curador, ya los museos eran considerados espacios muertos, mausoleos legitimadores de las políticas colonialistas de Occidente. Desde Valéry hasta Adorno y Douglas Crimp los museos fueron eso: espacios embalsamados.

Lo que Valéry y Adorno dijeron sobre el museo enuncia la profunda indiferencia del campo del arte en el siglo XX: la indiferencia de sus discursos, de sus objetos, de sus prácticas. Pero si acaso hoy el museo no es un mausoleo (o no debería serlo) sí es un ámbito indiferente a sí mismo. No cree en su poder para hacer cámaras de maravillas, no cree en la ficción, no cree en el espectador, en el lector, no cree en la seducción de la imagen (¿alguna vez lo hizo, alguna vez el museo, como institución moderna, fue el ámbito de la imagen, de la ilusión?).

Nuestros museos y nuestras prácticas culturales son acaso la mejor representación de esa indiferencia transnacional. Por eso, insisto, la actual situación de los museos venezolanos no es un problema sino sólo la confirmación del estado del campo del arte en Occidente. Tan indiferente a sí mismo es el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas como el Palacio de Tokio de París, aunque de maneras muy distintas: el primero practica la indiferencia a través de la ausencia, y el segundo a través del reciclaje de discursos codificados.

Estoy convencido de la fuerza mediática que tiene el problema de la muerte de los museos en Venezuela, pero me temo que se trate de una fuerza regresiva, de poco impulso, demasiado parcial, como la fuerza de la propaganda política. Denunciar el estado de parálisis de nuestros museos significa, para mí, insistir en una crisis que pareciera no acabarse nunca, porque tampoco sabemos bien cuándo comenzó. Una crítica de la crisis tendría que comenzar siendo una crítica de nuestra voluntad para hacer crítica, una reflexión trascendental (a la manera kantiana). ¿Pero no somos los venezolanos expertos en denunciar crisis? Debido quizás a nuestros orígenes culturales, enunciar la crisis es lo mejor que sabemos hacer. Luego el discurso salvaje que todos llevamos por dentro no nos deja avanzar más, no nos deja hacer crítica.

El apocalíptico y patafísico Jean Baudrillard dijo en Caracas que en Occidente el campo del arte ya no denuncia nada, no enuncia ninguna verdad, justamente porque es una institución y una mercancía (una lata de Coca Cola o un esténcil del che Guevara). Claro que en nuestro mundo casi todo es una mercancía, pero es que la mercantilización de la realidad se experimentó, primero, en el arte, y sobre todo en los museos, y luego en la musealización de la ciudad a finales del siglo XIX. Sugerir que el arte contemporáneo (como institución) pueda transformar algo me parece de un mesianismo vanguardista enternecedor, y por eso también neutralizador e invisibilizador de problemas más concretos. ¿Y qué es lo concreto aquí? No que los museos sean unas momias ni que la crítica en nuestro país no tenga fuerza, sino que justamente los productores del arte contemporáneo (curadores, museos, galerías, ministros, artistas, etc.) son grandes creadores de discursos sensacionalistas, alarmistas e incendiarios, discursos reducidos a una relación causa-efecto, estímulo-respuesta (su paradigma son los reallity shows y La Hojilla). Con esos discursos todos especulamos —como en la bolsa de NYC, usureros al fin— con una misma mercancía reciclada y con unos cuantos productos.