domingo, 11 de diciembre de 2011

Profesora Carmen Ruiz Barrionuevo, coordinadora de la Cátedra de Literatura Venezolana "José Antonio Ramos Sucre", entrevistada por Daniela Saidman, el 3 de diciembre de 2011 en la Universidad de Salamanca.
 

viernes, 9 de diciembre de 2011

Mnemosine particular


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Este texto es un resumen del curso "Imaginarios y políticas urbanas de la imagen: Caracas y la revolución caribe", dictado en la cátedra de literatura venezolana José Antonio Ramos Sucre, en la Universidad de Salamanca. El texto lo leí en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la USAL, el último día del encuentro de escritoras venezolanas y el último día del curso.

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La historia imaginaria de Caracas podría empezar en cualquier momento, en 1928, por ejemplo, con la proclama brasileña de la revolución caribe. Esa fecha nos lleva, por imantación poética, a esta otra: 1849, año en que Simón Rodríguez publicó su Extracto de la obra “Educación Republicana”. Rodríguez afina la dimensión escópica de la lengua (mucho antes de las Galaxias de Haroldo de Campos), como Andrés Bello afina la dimensión legal del español de América, más allá de las exigencias castellanas y latinistas. Esos dos gestos resonarán casi un siglo después en el manifiesto Pau Brasil, de 1922, que repite y actualiza el proyecto bellista: “La lengua sin arcaísmos —dice Oswald de Andrade—. Natural y neológica. La contribución millonaria de todos los errores. Como hablamos. Como somos”.

¿Y cómo somos? Los caraqueños, por decir el caso que mejor conozco, somos como Caracas, a medio camino entre el mar de los galeones y de los indios caribe, y los casi tres mil metros sobre el nivel del mar de Pico Naiguatá. Es decir, a medio camino entre la Europa segunda, el pensamiento mantuano y el discurso salvaje, sin que lleguemos plenamente a ninguna de esas tres Ítacas (o tres minotauros). De ahí que la ciudad se apague y se prenda, mute y se recoja, se desanime y se anime en un registro armónico desigual; a ratos se hace más occidental y a ratos convoca las fuerzas de un poder terrible, agrafable, anterior a la cultura.

Lo que sí nos queda, con seguridad, es la fragmentación de los tres minotauros, sus presencias en cada uno de nosotros como vestigios. En el plano ideológico y práctico, esa fragmentación nos impide ser del todo occidentales, o del todo anti o preoccidentales. En el plano estético nos lleva al encuentro de lenguajes que construyen, reconstruyen, borran y tachan la ciudad. El “horno transmutativo de la asimilación barroca” reorganiza nuestros fragmentos y les da posibilidad. La ciudad se vuelve metáfora, imagen, ensayo, urdimbre textual. “Nos vemos en la esquina de El Chorro —decimos—, o en la esquina de El Muerto, o entre Pelota y Morrón, entre El Conde y Carmelitas”. No tenemos edificios antiguos que recuerden algún pasado glorioso o terrible, pero tenemos los nombres de esas esquinas, que Enrique Bernardo Núñez repasó con su escritura.

En el laberinto de los tres minotauros confluyen la ciudad portátil y la majamámica, la ciudad escondida y la sitiada; la ciudad del barrio —imaginario y real— de José Roberto Duque, la que canta el grupo Madera y el Guajebo, la de Juan Carlos Rodríguez, Zurisaday Cordero y Alejandro Moreno. También está la ciudad de las trochas, por la que caminan todas las Yahairas y María Moñitos, y la del discurso del Oeste, con el 23 de Enero a la cabeza. Al principio o al final está la ciudad de Daniel González, Luiggi Scotto, Isidro Núñez y la del Ejército Comunicacional de Liberación. Así empiezo a configurar mi Mnemosine particular, de la que estos nombres son sólo una pequeña parte. Con ellos acompaño las arepas de Mariano Picón Salas, antes de “atacar” el asado negro de nuestras abuelas.

Otros dos momentos de la historia imaginaria de Caracas son el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, por lo que ahí se dice acerca del instinto caribe, y la Curiosidad barroca lezamiana. El primero nos recuerda que en América la cultura, como la amistad y el amor, comienzan y terminan en la función palatal y fruitiva de la boca. Para nosotros hablar, besar y comer son tres formas de una misma experiencia. Y desde la boca, desde la lengua, la antropofagia deja a la vista el tejido caótico (presocrático) de nuestras entrañas.

El barroco lezamiano opera de manera similar. Hace pasar lo mejor de Occidente por el “horno transmutativo” de la creación. Eso permite que Góngora, Lope de Vega, el indio Kondori, el Aleijadinho, Cintio Vitier y Lugones se encuentren en un mismo banquete. El señor barroco, que camina hacia el cubrefuego de la imagen, el que recorre el territorio de su lenguaje, los reunirá a todos en sus entrañas, primero, y luego en las volutas, espirales y columnas salomónicas del humo de su tabaco.

Del barroco incorporador pasamos a la era imaginaria de nuestros románticos perseguidos, que en Caracas termina con Andrés Barazarte y con las Majamámicas edípicas de Dámaso Ogaz. Sólo falta la presencia de Cabrujas con su Ciudad escondida, publicada en 1988, para avizorar —en la cultura urbana de la demolición— “la aurora violenta de los humillados”, que el año siguiente quebró nuestros órdenes imaginarios. Todas las estructuras de la legalidad cedieron otra vez (como ya lo hicieran ante Colón, o ante el Tirano Aguirre o el taita Boves). La ciudad volvió a derrumbarse y volvió nacer. Se escuchó otra vez el grito de El Tiñoso, que antes del terremoto de 1812, desde la loma de El Calvario en Caracas, advertía —como Casandra en Ilión— el derrumbe de la ciudad.

En 1989 la ciudad bajó a la ciudad. La ciudad escondida (el barrio) tomó por asalto —masivamente, majamámicamente— la ciudad de la Europa segunda. El sueño de convertir Caracas en Oslo se vio frustrado por el poder generatriz del discurso salvaje. Esa fuerza popular determinó las formas del imaginario actual. Desde entonces todo el mundo (y no sólo el gobierno) habla de “comunidades”, “barrios”, “inclusión social y cultural”, “protagonismo y participación”, “poder popular”. Es como si una ciudad muy antigua, acaso la de Francisco Fajardo, hubiese aparecido de pronto, imponiéndonos (la palabra es exacta) sus maneras y sus imágenes.

Con el caracazo se inaugura la ciudad que yo conozco. Por eso, para mí, 1989 es un año fundacional. La nueva Caracas se dividió en tres cuerpos culturales que hasta hoy siguen más o menos intactos; me refiero a la ciudad del barrio imaginado, la de los apartamentos de la clase media, y la del recuerdo, la intuición y la conciencia de que en Caracas subyace un poder —a la vez demolicionista y creador— que en cualquier momento resurge. Esas tres ciudades, o estos tres espacios imaginados, se organizan literariamente y poéticamente en tres textos: Salsa y control de José Roberto Duque, Historias del edificio de Juan Carlos Méndez Guédez, y el poemario Ciudad sitiada de Gonzalo Ramírez.

Salsa y control instaura un modo musical, un sonido, una escritura sonora del barrio. Pero el lector no debe engañarse: los relatos no son una expresión del barrio. Eso sería olvidar la dimensión ficcional del libro. Lo que sucede en Salsa y control es que Duque inventa una sucesión de significantes, un registro auditivo con el que logra la ficción del discurso salvaje. Para eso utiliza el imaginario caribe de la salsa. Palabras como “songorocosongo”, “vamoarreinounpoco”, “cutuplá-cutuplá”, en las que resuena el negro, el indio y el pardo de América, marcan el ritmo de la escritura. Son palabras que están fuera del diccionario, palabras ilegales. En cambio, los relatos de Méndez Guédez están ceñidos a la escritura legal. No suenan. No pasan por la boca. Crean la ficción de la ciudad de apartamento, la ciudad apartada. El barrio queda más allá de la ventana, distante. La voz que narra es la del extranjero (quizás el mismo a quien se dirige el narrador de Salsa y control). Por eso habla desde el diccionario, desde la zona segura del idioma.

El tercer espacio imaginado, la tercera ciudad, es la de Gonzalo Ramírez. Su poemario Ciudad sitiada no nos ubica en el barrio ficticio ni en el real; tampoco en el apartamento seguro. Estamos, junto a la voz poética, en el refugio del alma que es también una intemperie. La voz del poeta es la de quien “tenía que quedarse” para intentar nombrar lo innombrable: la ausencia, “la inexpresable diafanidad”, “la herida de febrero, la aurora violenta de los humillados”. Por eso busca la palabra, pero “en la punzante necesidad de hacer silencio”, en “la vida inexpresable”, “la única que tiene sentido”. Busca la palabra que nombre lo que no se puede nombrar, lo indecible que nos habita, el silencio más desconocido: el mundo en el cadáver de un niño. Pero también busca la esperanza (que es “súbito vuelo”) en “la anónima dignidad de un corazón”.

Así la voz entona una conducta, una dignidad poética, que en los versos se llama Lía y Rebeca: imagen de la fábula, del poder de la creación. La fábula —nos dice la voz— permite la “intuición de un alba por venir en lo inefable”, “una calidad inédita de la luz”: luz que aproxima lo desconocido, lo único que puede sostener el poema. Y, desde luego, lo desconocido es un poder que llamamos Caracas: el presentimiento de una luz no usada en la voz oracular de una negra. La fuerza de esa voz señala una ruta posible, mientras Jesús, como el mar humano de febrero, llega el domingo de ramos de 1996 para “enfrentarse otra vez al poder sin rostro de otro imperio”.

Ciudad sitiada contiene la palabra del sobreviviente, su “oscura devoción” y su esperanza. Pero allí no habla la voz del dolor, ni la del odio, sino la de la compasión: la voz del “corazón que atiende a todo como suyo”, la de una “filiación sin límites”. El corazón como morada, como amistad y como bondad creadora. Tampoco es una voz de denuncia, y menos una que proyecta levantar un registro funerario. Es más bien una “llama de amor viva”, memoria de todos los vencidos de todos los tiempos. Una llama en la ciudad sitiada, que sólo se puede vivir poéticamente, es decir, políticamente, en la infinitud de lo posible. 

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Las tres voces que escuchamos esta semana, las de María Alejandra Rojas, Daniela Saidman y Esmeralda Torres, reviven, al menos para mí, esta Mnemosine de la ciudad. María Alejandra sigue buscando en Caracas una música, un significante verosímil que suene a calle. Sus textos me hacen pensar en la gráfica urbana caraqueña, que construye sus discursos utilizando la fragmentación de los cuerpos y de los espacios, lo desencajado y lo residual.

Daniela, fuera de Caracas, sigue atada a los discursos de la urbe (a Puerto Ordaz y a Rosario). Cultiva la crónica periodística, la escritura en el tiempo del espacio que mejor nombra —y la que más se parece— a la ciudad. También intenta el poema. Su voz dibuja cuerpos que se parecen a la mesa del señor barroco lezamiano. El resultado es una cartografía antropofágica de América y del americano.

Esmeralda me lleva a Cumaná, “la primogénita”, la primera ciudad criolla del continente, la del sueño atroz —como ella dice— el tedio opresor, la desolación, la estirpe procera decadente, la superchería y el suicidio. Es la ciudad de José Antonio Ramos Sucre, el “paraje fuera del universo” que el poeta “animaba con su voz desesperada de confinado”. Esmeralda me trae también de regreso a Salamanca, pero desde Cumaná, cruzando los dos Manzanares: la Salamanca póstuma de Ramos Sucre y la que vio nacer, ante la figura inerte de una apócrifa iguana ebria, El Techo de la Ballena. Esto me permite regresar a Caracas y a 1962, año en que Carlos Contramaestre repitió, en un garaje de Sabana Grande —y con otros fines— el tanatorio barroco salamantino.


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Este texto es un resumen del curso "Imaginarios y políticas urbanas de la imagen: Caracas y la revolución caribe", dictado en la cátedra de literatura venezolana José Antonio Ramos Sucre, en la Universidad de Salamanca. El texto lo leí en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la USAL, el último día del encuentro de escritores venezolanos y el último día del curso.