lunes, 27 de febrero de 2012

Hacia una estética provisional I



Caracas es y ha sido una ciudad provisional. Desde su fundación, hasta la siempre latente propuesta de mudar la capital a otra región del país, Caracas y los caraqueños constituimos una cultura provisional. De poco han valido los intentos de convertir la ciudad en un paradigma civilizatorio. Nuestras instituciones son siempre nuevas; nuestro rostro urbano nunca envejece. Si a eso le sumamos las inmigraciones (nacionales e internacionales), las fugas constantes de pobladores, la situación histórica y la dependencia económica de un producto contingente, finito, no renovable, empezaremos a entender la naturaleza iconoclasta de una ciudad portátil, sin fijación: una ciudad de demoliciones, reconstrucciones y nuevas demoliciones. Ese ciclo es, al menos a mí, interminable, trágico y fértil.

Cabrujas dice que el emblema de Caracas debería ser la demolición. Pienso en la foto de Medina Angarita con un pico en la mano tumbando los ranchos de El Silencio. Pero también podría pensar en casi cualquier edificio de la ciudad, o en esos puentes “de campaña”, como el de la Avenida Río de Janeiro, que se hicieron “por si acaso y mientras tanto”, como diría Cabrujas. Esos puentes son el emblema de una estética urbana importante. Recuerdan que la improvisación siempre ha sido nuestro horizonte: desde la sentencia mirandina (“bochinche, bochinche, esta gente no hace sino bochinche”) hasta la manera en que sobrellevamos nuestra vida doméstica, hemos demostrado un gusto obsesivo por el parche y el enmiendo.

En la novena década del siglo XX, un grupo de artistas reconstruyó el perfil imaginario de nuestras improvisaciones culturales. Ese grupo tuvo el tino de llamarse a sí mismo “provisional”. Eran, y son, artistas, teóricos, curadores y actores culturales provisionales. ¿Quiénes fueron esos actores? ¿Cómo impactaron la vida cultural de su tiempo? ¿Por qué se unieron, y con qué fines? ¿Cuál fue la verdadera naturaleza de sus acciones? En las siguientes entregas (de aquí a dos años) voy a intentar construir plausibles respuestas a esas preguntas. También voy a sostener dos tesis: la primera es que el Grupo Provisional sintetizó las poéticas políticas más importantes de las artes visuales venezolanas, al menos desde El Techo de la Ballena. La segunda, más osada, es que el Grupo previó —o determinó— los problemas del arte contemporáneo y los imaginarios urbanos de la primera década del siglo XXI.

sábado, 4 de febrero de 2012

Estética de la indiferencia

Los gestos o los objetos que consideramos “arte” están destinados a la indiferencia. Fueron y seguirán siendo absorbidos por eso que llaman “cultura visual”. Sólo hay, aparentemente, dos opciones: la anacrónica o la marginal. La primera es la que practican casi todos los sujetos que llamamos (o se llaman a sí mismos) artistas. La segunda opción es ejercida por actores culturales que no se identifican con la figura del artista. En ambos casos prevalece un mismo principio: la certeza de que sus obras participan sólo intermitentemente de la cultura, cada vez que logran adensar o matizar su propia indiferencia.[1]

Ante este panorama sólo quedan dos opciones: seguir haciendo arte, dedicándose al oficio del color, las formas y los cuerpos, a la acción heroica o sutil, con algún grado de esteticismo (bellista o grotesco); o utilizar algunas herramientas del oficio para hacer otra cosa: comunicación, publicidad, propaganda, militancia política, mercadotecnia, ciencias sociales, etc.

La primera opción sigue intentando superar el estado de indiferencia. De ella surge la idea de la transgresión o la asimilación pasiva del campo del arte. También surgen todas las quejas por la ausencia de crítica y de circuitos artísticos, o por el atraso y el quietismo cultura, etc.

La segunda opción es la que asume completamente el estado de indiferencia, y no le preocupa la integridad del campo del arte (del que a veces puede participar). Sus actores se asumen como productores culturales, o transformadores de la cultura, pero no como artistas.

De las dos opciones, indiferentemente, yo me quedo con esos objetos o esos eventos (pertenecientes o no al campo del arte) que me permiten (no sé por qué) entrar en una dimensión que muy kantianamente debo llamar “estética”, o metafórica.[2] En esa dimensión mi imaginación y mis ganas de pensar se activan al mismo tiempo, y tengo la imperiosa necesidad de compartir lo que me pasa elaborando discursos.

La era de la indiferencia es también la del relato estético personal. Pero que no se confunda ese relato con el “vale todo” posmoderno. Se trata más bien de un discurrir que construye y reconstruye el ámbito de la subjetividad (no el de la individualidad sino el del simpathos y la relación). Sólo de allí puede erigirse una ciencia subjetiva (en la que no predomine la razón instrumental-patriarcal, por ejemplo), y una historia, una ética y una política que reafirmen el poder del ser-en-relación.

Ahora entiendo mejor a Boaventura de Sousa Santos, cuando dice que el paradigma emergente del conocimiento es, o debe ser, estético, es decir, que se enuncia desde el placer y el juego, y que conduce a la confirmación del poder creador de las subjetividades.

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[1] Pero no es que, marcados como estamos por el sino de los tiempos, seamos indiferentes ante esas obras, sino que ellas mismas no se diferencian de los productos de la cultura de masas.

[2] Porque, en principio, no es política, ni ética, ni histórica ni científica, aunque después tome el camino que conduce a esas formas del conocimiento.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Gerd Leufert: una gramática del diseño



Leufert trabajó toda su vida para crear una gramática del diseño. Forjó un lenguaje visual que hoy podemos reconocer en toda su obra, y no sólo en la gráfica. Sus lienzos, sus acuarelas, su fotografía y su tipografía giran en torno a un mismo temperamento expresivo, como si fueran diferentes acentos de un mismo idioma. En la organización de esos acentos o de esas inflexiones está el sentido de su arte: el arte de construir un lenguaje para pensar con los ojos, para comunicar visual y espacialmente, y para interpretar el mundo con la mirada.

Hay, por ejemplo, una relación concreta entre sus acuarelas y sus fotografías. Ambas se citan mutuamente, aunque entre las dos haya una distancia temporal y técnica. Una Nenia de 1985 recuerda el emblema del Instituto Nacional de Aeropuertos; y otra Nenia de 1962 pareciera repetirse en una fotografía de 1991, en la que vemos un par de pies que se encuentran. Los ritmos de una portada de la revista El farol, de 1964, recuerdan el homenaje gráfico a F.H. Ehmcke, hecho en Munich una década antes. Una pieza del libro Sin arco evoca algunos de los Listonados. La portada de la revista Cal número 58 se puede leer como una continuación de la pieza Betijoque, acrílico sobre tela hecho en 1964.

Todas esas piezas se pueden relacionar porque están fundadas en las leyes de un idioma hecho de accidentes visuales concretos: un vacío se abre entre dos cuerpos que casi se rozan en uno de sus extremos; una tensión cromática se acumula en el centro de un cuadrado (allí se atraen y se repelen fragmentos de otros espacios); un ritmo se fija entre los vacíos. Esos accidentes son los semas del lenguaje de Leufert. Ciertas relaciones entre algunas de sus piezas los dejan a la vista, como ocurre con dos palabras distintas que tienen un mismo origen etimológico.

El lenguaje modula según la materia que Leufert utilice. Las Nenias sirven para pronunciar el nombre de algún dios olvidado. Los monotipos reducen las instituciones (públicas y privadas) a una imagen que las marca, y que muchas veces las supera. Con las acuarelas se dice el pasado remoto, el de la memoria, y los óleos y los acrílicos enuncian el presente: Union Square, Betijoque. Los Listonados sirven para subrayar el vacío, como esas oraciones elípticas en la que las palabras rodean un elemento lingüístico ausente. Letromaquia es una colección de letras mágicas, letras imposibles que juegan a anular su función comunicativa y significante. Visibilia y Sin arco son como esas mínimas estructuras lingüísticas que hablan del origen de un idioma. Y por último, la fotografía, que sirve para reunir todos los fragmentos del lenguaje de Leufert, síntesis de su poética.

Pero cada una de estas modulaciones nos regresa al diseño gráfico y a la tradición occidental de la gráfica: la tradición del signo y de la marca, la del libro y las técnicas de grabado e impresión. Visibilia, Nenias, fotografías, acrílicos son maneras distintas de volver a enunciar algunos problemas fundamentales de esa tradición, como el destino social o público del diseño, la tensión entre su función utilitaria, comunicativa, y su función estética, o su concisión y su ambición de síntesis, su lenguaje emblemático y llano.

No olvido, desde luego, que Leufert se inserta complejamente en una corriente ideológica específica: la de la ciudad y la cultura “universales”, la ciudad globalizada, signada por una estrategia discursiva única, sofisticada y simple, fundada en las teorías de la percepción, y cuyo objetivo fue y es la estetización radical del mundo. He allí el sentido político de su trabajo (y no sólo el de sus obras públicas): la configuración de un espacio imaginario sin discurso salvaje, limpio, pero estéticamente complejo. Esto quizás explique el fracaso parcial de ese proyecto, que no era o es sólo suyo sino de una cultura universalista poderosa, perviviente, y que insiste en construir una ciudad decadente (ver las esculturas del nuevo boulevard de Sabana Grande o la humilde producción internacional de Periférico Caracas).

En la otra orilla de esa cultura “universalista” están las obras de Daniel González, Dámaso Ogaz y cierta estética del muralismo urbano, hitos de una gráfica distinta que hoy empezamos a valorar.