viernes, 15 de junio de 2012

Crítica radical

El objeto final de la crítica, el objeto de su deseo, es el discurso crítico mismo. No me refiero a su autorreferencialidad, o a una crítica que valga por su eficacia expresiva y efectista, o por su capacidad para hacer malabares fonéticos o reflexivos, sino que hablo de una pulsión erótica y destructiva (o deconstructiva) que apunta hacia las bases de toda lectura posible. Esa pulsión es la ética de la crítica: el deseo de sorprender las estructuras que sustentan el discurso crítico. El deseo que tiene el crítico de sorprenderse en el acto de criticar, de hacer evidente los límites y la naturaleza de su discurrir. El deseo de sorprenderse criticando, que es también el deseo de quebrarse, de cogerse (no de masturbarse) in fraganti.

Por eso toda crítica debe ser, primero, un aporte a la teoría de la crítica. No un aporte a la historia, porque el tiempo del discurso crítico --como el de la pulsión erótica-- es el presente (e incluso un presente sin temporalidad). Toda interpretación es materia para articular una crítica de la crítica. Cada lectura puede ser una teoría o una poética de la lectura. “Toda crítica es una forma de autobiografía”, decía Wilde, pero una autobiografía como relato de los límites y las posibilidades, las desventuras y los aciertos, las trampas y las semi-verdades del discurso crítico.

Más interesante que lo que dice Foucault sobre Blanchot es la arquitectura oficiosa que construye Foucault en su Discurso del afuera. Lo que nos interesa del Contra Sainte Beuve de Proust es su teoría de la crítica, colada entre relatos y apreciaciones estéticas y morales sobre esa pesada autoridad que fue Sainte Beuve. Lo importante del trabajo crítico de Argelia Bravo (que desmonta las estructuras de poder de ciertos discursos hegemónicos) es su aporte a una pragmática de la crítica.

Claro que después de pasar por Foucault, si todavía decidimos regresar a Blanchot, lo hacemos contaminados por Foucault. También es cierto que Proust nos hace distinguir con más sutilizas, y a caso con más justicia, la obra de Sainte Beuve. O que Argelia Bravo nos deja la tarea de fijar un paquete de dinamita simbólica en las columnas de alguna institución cultural. Es verdad que Foucault, Proust y Argelia nos permiten ganar horizontes de sentido, pero eso es porque sus aportes a una teoría crítica de la crítica son insistentes, como un virus mutante. Y esa fuerza radica en la voluntad de hacer visibles las costuras, las limitaciones y los accidentes de sus discursos.

De modo que el crítico, en lugar de ser un comunicador cuyo fin es legitimar artistas, o poner a circular información valorativa entre los sistemas que componen el campo del arte, busca generar dispositivos contaminantes que ayuden a desentrañar todas las estructuras no dichas, todas las ideologías, todos los enunciados indecibles: sean estéticos, políticos, éticos, teoréticos y, desde luego, críticos.

Eso es lo que podríamos llamar “crítica radical”. Una crítica que busque ser de nuevo quiebre, crisis, frontera y límite de todos los discursos, comenzando por el propio discurso crítico. Que haga visible la trama no visible de todas las estructuras de poder. Que sea difícilmente aprovechable por las instancias que administran las hegemonías simbólicas. Que sea difícilmente institucionalizable.

Nada más ajeno al oficio del crítico que su instalación eficaz dentro de alguna estructura de poder. Nada más ajeno a la crítica que su servilismo, su canonización, su afán de decir lo bueno y lo malo, lo legítimo y lo ilegítimo.

La autorreferencialidad de la crítica se agota en su circularidad masturbatoria. Es lo que sucede cuando el crítico invierte toda su energía en autopromocionarse como autoridad. O cuando se concentra en los meros juegos de las formas de expresión. La crítica que sólo se refiere a sí misma engendra el divismo. La crítica radical, en cambio, deshace toda posibilidad de convertirse en voz autorizada. Se desarticula constantemente y engendra un discurso que no le conviene a casi nadie, salvo a otros críticos (o a otros dispositivos críticos) radicales.

Con todo, la crítica radical es una forma de conocimiento, acaso surgida de la filosofía trascendental kantiana, que se continúa en Foucault y en Teun A. van Dijk, en los años setenta y ochenta. ¿Pero qué conoce la crítica radical de arte, por ejemplo? Mi hipótesis es que, en lugar de ofrecer un conocimiento acerca de las obras de creación, esa crítica genera un saber sobre la arquitectura simbólica que sostiene todo discurso posible en torno a las obras de creación.

También implica una forma de autoconocimiento, de autoconciencia de los límites del discurso crítico. La crítica radical hace visible las tramas del poder actuante, presente, las tramas de las praxis y de los relatos dominantes, que no podemos ver porque los vivimos y porque son dominantes. El historiador los desentraña tarde o a destiempo. El crítico radical busca desentrañarlos mientras actúan, mientras son poder.

Por eso la crítica implica una cercanía (incluso fruitiva), no sólo a las artes o a los eventos del campo del arte, sino las raíces del gesto crítico. También implica una forma de contaminación de la propia voluntad de leer, de criticar, de interpretar. Y como toda interpretación es parcial y prejuciosa, el objeto segundo de la crítica (la obra de arte, por ejemplo) es restituido interesadamente en el discurso crítico, que, insisto, interesa por sí mismo en su radicalidad, en su afán por desentrañar sus propias raíces, incluso más allá de sus objetos de interpretación (sean obras de arte u otros productos culturales).

La crítica radical lleva consigo una radicalidad del decir: su escritura es siempre inconclusa y errante, pues regresa a los relatos y metarrelatos que la constituyen. El ensayo es la herramienta de esta crítica, que siempre es intento y prueba, ubicuidad y enrancia. Pero también es uno de sus fines, pues describe su naturaleza. Como el ensayo, la crítica radical siempre regresa a los orígenes. Como el ensayista, el crítico crea y recrea su experiencia social y escritural de todos los discursos.

*

Texto leído en el I Coloquio de Crítica y Creación del Diplomado en Crítica del Arte-FHE-UCV. En el Auditorio de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. Junio 2012

domingo, 3 de junio de 2012

Aula 7: Escuela de cuadros y pepas



Argelia Bravo nos exige salir de la estética. Frente al trabajo del Comando María Moñitos hay que intentar otros discursos. Quizás todavía podamos hablar de arte, pero en un sentido pre-moderno: como habilidad para manipular, pero también como “cosa hecha con esmero y maña”. La estética, en cambio, se queda corta ante el arte de Argelia, pues las categorías básicas de esa disciplina se diluyen en otras formas del conocimiento --como ocurría en la Edad Media, por ejemplo--.

Es posible hallar ideas estéticas en el trabajo de Argelia, pero no sirven para abarcarlo completamente. Toda estrategia de interpretación se vuelve parcial, o provisional. La estética es sólo una herramienta más.

Con la noción de arte ocurre lo mismo. Ante las acciones del Comando María Moñitos esa palabra no describe la escena de lo bello, ni tampoco la de ciertos objetos o situaciones “museotélicas”, diseñadas sólo para funcionar en la cultura del museo (la cultura moderna). El trabajo de Argelia no puede ser del todo musealizable, porque los objetos y las situaciones que crea tienen un fin político, y no estético. También podría decir que tienen un fin artístico, en el sentido medieval de la palabra (pensemos que los vitrales de una iglesia gótica buscaban la confirmación sensible y metafísica de la idea de comunidad).

No estoy hablando de estética relacional. Argelia no hace dispositivos museográficos de relación con el mundo. Su objetivo no es crear objetos relacionales que vinculen al espectador con una experiencia particular del mundo. Si esto ocurre, es sólo por añadidura. Le importa, en cambio, la creación de un espacio real y simbólico de formación política. El museo, como todos los dispositivos del campo del arte (obra, autoría, museografía, curaduría-curadora, crítica-crítico) son reducidos a simples herramientas (artísticas) para la construcción de ese espacio, de esa “escena política escolar”.

La “Escuela de formación de cuadros y pepas” utiliza el museo como vehículo de difusión: como propaganda. Puede o no dejar de existir cuando se acabe la exposición. Pero por ahora, y gracias a Argelia, el museo está al servicio de una de las prácticas políticas más poderosas: el intercambio simbólico y real (con “cuadros de base”) de experiencias de conocimiento en torno a dos temas filosos: el discurso de género y el problema de la soberanía alimentaria, que forma parte de las políticas ambientales y de conservación.

¿Y dónde queda entonces el arte? En la voluntad organizativa de Argelia Bravo, en su habilidad para “hacer bien” una escena, un simulacro de escuela para la construcción colectiva de saberes y experiencias. Vuelve a ser entonces útil el arte, como en el siglo XII.

*

Para saber más sobre esta entrada...