domingo, 3 de noviembre de 2013

Ahora los escuálidos sí van al museo --gracias a un experimento de Carmen Hernández--

Antes de seguir, lea la nota sobre la palabra "escuálidos"[1]
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Escribí estas notas para continuar la discusión sobre el proyecto “Historiografía marginal del arte venezolano”, que se inauguró el 17 de octubre de 2013 en la Galería de Arte Nacional. No las hago como crítico de arte ni como curador. Esas dos etiquetas no me importan (la escritura y la curaduría no son fines en sí mismos). Escribo estas notas como un sujeto politizado que vive intensamente este país. Se las dedico a los actores y actrices de esa burbuja metafísica-casi-nunca-patafísica (producto del rentismo petrolero) que se llama “campo institucional del arte venezolano”.

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Me gustaría comenzar diciendo cuál es mi lugar de enunciación. Ustedes saben que yo trabajo en la Escuela de Artes de la UCV, que allí dicto la materia Estética, que tengo formación en filosofía del arte. Saben que he hecho investigación en esa área. Saben que he trabajado en los museos nacionales, que fui investigador del Museo de Arte Contemporáneo durante tres años, y que tuve a mi cargo algunas curadurías. Quizás también sepan que trabajo editando publicaciones. Creo que la mayoría sabe esas cosas de mí. Lo que no saben es que desde hace más de diez años vengo trabajando en experiencias que están fuera del campo del arte, o al menos en sus fronteras o en su des-borde, y que más bien pertenecen al mundo de la militancia política.[2] Llegué a ese mundo gracias a una serie de acciones que vinculaban arte, política, sicología social comunitaria y antropología. Me refiero a esas acciones (que se extendieron durante casi dos años de intensa presencia en un barrio caraqueño) que se conocen como el proyecto “Con la salud sí se juega”.

Luego de ese trabajo, y como a partir de los años 2008 y 2009, empecé a vincularme con otra forma de militancia: con el movimiento de gráfica popular y urbana caraqueño, a través del naciente Ejército Comunicacional de Liberación (ECL). Desde entonces he estado trabajando con ese colectivo, que no se considera un colectivo del campo del arte sino del mundo de la significación política y militante: la significación para la transformación de las realidades materiales y simbólicas.[3]

Creo que estas cosas son las que menos se saben de mí, al menos en el contexto del arte, pero paradójicamente son las que más me preocupan.

Entonces yo, aunque vengo del campo del arte, me siento cada vez más trabajando en las zonas desbordadas de ese campo. El mío es un lugar de acción y reflexión que está entre varios territorios de acción y de conocimiento, entre varios campos (o allí donde los campos se desbordan) sin llegar a ser ninguno del todo. Vivo dando clases de Estética en la Escuela de Artes de la UCV, pero también hago militancia política, y últimamente no sólo con el ECL sino también con un colectivo que trabaja por la defensa del amamantamiento y la crianza en Venezuela.

¿Y qué tiene que ver eso con el arte?

Además, y como para terminar de dibujar mi panorama, los últimos dos años me he dedicado a generar un instrumento público para la reflexión crítica sobre el problema del conocimiento. No sólo del conocimiento humanístico sino del problema general del conocimiento. Ese instrumento parte de la idea de que el conocimiento es un lugar (territorio) de cruce de comunidades que producen sentidos críticos. Esto lo he hecho a través de una revista que se llama Nuestramérica, que ya va por su cuarto y quinto número, y que es un proyecto de investigación editorial. También es una oportunidad para poner a circular unos contenidos y una lógica de producción de conocimientos distinta a la lógica nor-occidental (esa que está al servicio del gran capital y de las corporaciones transnacionales más poderosas). Con la revista proponemos hacer visibles las estrategias de producción del conocimiento al servicio de la soberanía de los pueblos.[4]

Entonces fíjense que yo hablo desde un lugar en el que se encuentran todos estos problemas: el mundo editorial, la universidad, el campo del arte, los colectivos populares de comunicación y producción visual, la crianza, el amamantamiento y la construcción de masculinidades (lo cual me sitúa también en el feminismo), etc. Desde ese lugar espero que se lea este texto, que no es sobre mí sino sobre el proyecto “Historiografía marginal del arte venezolano”.

2
En el contexto de esta “Historiografía marginal” que se quiere construir, me gustaría plantearles la posibilidad de insertar, no sólo otros códigos de lectura de ese pasado “marginal”, o supuestamente marginal, sino también insertar la posibilidad de abrirnos hacia el recuerdo de otras lógicas y otras prácticas --que aunque no pertenecen del todo al campo del arte, sí le interesan mucho a ese campo, en la medida en que esas prácticas lo tocaron o lo utilizaron--.

Entre esas prácticas, las que más me interesa reestructurar son las que utilizaron el campo del arte como herramienta de construcción. Me refiero a eventos que encontraron en el arte y en el campo del arte una serie de herramientas para constituirse como tales eventos. Y de esas acciones y de esos eventos me interesan, sobre todo, aquellos que fueron específicamente políticos; que fueron diseñados y ejecutados para la transformación de unas condiciones específicas de realidad o de relaciones de poder: la transformación de unas condiciones específicas de dominación. Pienso, por ejemplo, en la acción de las FALN en el Museo de Bellas Artes, en el contexto de la exposición 100 años de pintura francesa en 1963. Esa acción se explica por la necesidad de la guerrilla de crear propaganda internacional. También pienso en el trabajo de Claudio Cedeño, en los sesenta y los setenta, que no tuvo en la gráfica su fin sino una herramienta para la organización de cuadros de base.

Lo que estoy diciendo, y esto determina el destino de este texto, es que a mí me interesa el arte como herramienta política. Me interesa la condición utilitaria de las herramientas del arte y del campo del arte para incidir en la politización y el empoderamiento de los pueblos. Como ocurrió en ese evento de Rosario, Argentina, del año 1968, que se llamó Tucumán arde, que fue una acción para apoyar a los grupos sindicalistas de Tucumán en su lucha contra el gran capital. Eso me interesa mucho más que, por ejemplo, El Techo de la Ballena.

El Techo fue el primer grupo de artistas venezolanos ubicados en la clase media emergente --ya en pleno proceso de masificación-- producto de las políticas de la revolución adeca de los años cuarenta, y del agitado y violento proceso de modernización del país que ocurrió entre los años treinta y finales de los cincuenta. Esa clase se asumía como clase intelectual, como república libresca, autodenominada progresista y de vanguardia. De ella surge la clase media venezolana de los setenta y los ochenta, con su intenso proceso de despolitización y posmodernización de sus elementos.

El Techo de la Ballena sintetizó la tradición formalista de la visualidad dominante venezolana (históricamente afiliada al poder) con el discurso político contra-cultural de los sesenta. No podemos olvidar que en Venezuela el arte oficial siempre estuvo ligado a la forma, a la factura de la forma. Desde Guzmán Blanco y la estética pompier, hasta el paisajismo pequeño burgués y la estética abstracta y cinética, el arte oficial venezolano siempre fue formalista. El techo de la ballena es un movimiento que viene de esa tradición (Perán Erminy cuenta que hasta cierto punto el Techo proviene de Sardio), la recoge, la sopesa, y la lleva hasta sus últimas consecuencias.

Eso explicaría la fuerte presencia de los lenguajes informalistas en el Techo, es decir, la introducción del absurdo, del quiebre de toda forma, su estallido desde adentro, que para mí es la última posibilidad de variación o mutación de la forma. Entonces, en ese sentido, el Techo fue un movimiento muy formalista, pero que introduce, en el seno de esa tradición, elementos que están fuera de esa tradición, y que provienen más bien de una tradición política de la imagen, por un lado, pero también del ejercicio de la revulsividad política venezolana. El ejemplo de esto podría ser Notario de muerte, una exposición de Antonio Moya de 1966 que fue clausurada por la DIGEPOL antes de su inauguración. En esa exposición Moya ponía en evidencia los crímenes y el régimen de impunidades de la llamada democracia puntofijista, la democracia adeco-copeyana. Otro ejemplo es el trabajo de Dámaso Ogaz en los años setenta y ochenta, que se mueve en direcciones muy distintas a las maneras de construcción del primer Techo.

Después de los sesenta, los actores del Techo tomaron dos vías políticas opuestas: la de la institucionalización de la subversión --la desaparición o mengua de los contenidos y las acciones políticas, como ocurrió con las segundas vanguardias europeas y estadounidenses--, y la vía de Dámaso Ogaz, que siguió elaborando un trabajo abiertamente político en publicaciones como las revistas Cisoria arte o La pata de palo, que él mismo producía y repartía en escuelas, en fábricas y en espacios públicos. Su objetivo era politizar la sociedad.

Algo parecido hizo Claudio Cedeño en los setenta, apoyando la organización de colectivos socialistas y comunistas, y generando pequeñas publicaciones autogestionadas para la politización de la clase obrera. El trabajo de Cedeño implicó una lucha política en el terreno simbólico. Creó una gráfica anti imperialista al servicio de la lucha de clases, en el contexto de unas políticas culturales (supuestamente nacionales) al servicio de las corporaciones transnacionales.

A finales de los sesenta el puntofijismo había generado su clase social (ciegamente consumista) y unos valores estéticos-identitarios para esa clase. Esa estética ya no era simplemente abstracta, ni se identificaba ya con los grandes relatos cinéticos, sino que buscaba el apogeo de una sensibilidad irracional pero controlada, formalmente imprecisa y ambigua, pero sintética y precisa en su función publicitaria. Esto sucedía en espacios visuales también controlados, que ya en los setenta eran conocidos como publicidad corporativa, comunicación visual: diseño gráfico. Sus productos parecían abrirse en una polisemia infinita, pero en verdad sólo se autosignificaban; sólo se referían a sus propias características formales, lo cual permitía que los significados se asimilaran al nombre de cualquier empresa o institución. El paradigma de esta sensibilidad, que ahora funcionaba en los espacios de la cotidianidad urbana, lo podemos encontrar en la obra de Gerd Leufert, y en su legado escolar.

Leufert es el paradigma de diseñador al servicio de la oligocracia puntofijista. Creó una visualidad que invisibiliza su estructura generatriz, y que produce efectos de identificación social y afectiva con la ideología del desarrollo, la economía de mercado y la privatización de la cosa pública. Esto se lograba a través de la estetización de todos los contenidos, que permitía (y permite) invisibilizar las dimensiones políticas de esos contenidos.

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Para valorar una memoria anti o para o meta hegemónica hace falta crear políticas culturales para el campo institucional del arte. En estos catorce años la revolución no ha pasado por (ni ha surgido en) esas instituciones.[5] En lugar de ello, se han generado unas estructuras institucionales sin dirección política, y por ello profundamente antirevolucionarias --porque reproducen la cultura social-demócrata y neoliberal--. ¿Y por qué es importante hacer la revolución en el campo institucionalizado del arte? Para, por ejemplo, detener el saqueo de la memoria histórica de nuestro arte político, que está sucediendo en nuestras narices y en este momento: el saqueo de la producción histórica del arte insurgente venezolano, o de los objetos más importantes para construir esa memoria. Los saqueadores son empresarios ultrapoderosos reunidos en instituciones como el Centro Internacional para el Arte de Las Américas, del Museo de Bellas Artes de Houston, dirigido por Mari Carmen Ramírez.[6] ¿Cómo lo están haciendo? Comprándole objetos a algunos actores históricos (como Daniel González, por ejemplo). Una de las últimas obras saqueadas fue el original del poema ¿Duerme usted señor presidente? de Caupolicán Ovalles, de la época más política de El Techo de la Ballena.

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Pero la memoria que me interesa no sólo se crea rescatando archivos olvidados (¿olvidados por quiénes?), sino también revisando la historia canónica-hegemónica desde perspectivas que no son útiles para ese canon (hasta que sí lo sean y entonces empiezan a ser parte de ese canon). Por ejemplo, uno puede hacer una “historiografía” sobre Armando Reverón más allá de los lugares comunes creados por Boulton & C.A, como diría Carlos Contramaestre (o por Pérez Oramas y el MoMA, como diríamos hoy). Uno puede comprender a Reverón en su contexto popular, más allá del fetiche al que ese contexto ha sido reducido. Reverón como un sujeto político, vinculado con algunos procesos de transformación de su contexto social. Pero también podríamos verlo como un antropólogo visual de la burguesía caraqueña neo-petrolera. De esto no se sabe nada o se sabe muy poco, justamente porque el canon ha ocultado esta perspectiva de organización de la historia.

Un panorama histórico como este, o una perspectiva historiográfica como esta, permitiría comprender porqué en los años noventa surgió en Venezuela el Grupo Provisional, por ejemplo. Un grupo que viene de la experiencia cubana de los años ochenta, pero también de esa tradición muy nuestra (relegadamente nuestra) de creación de significados en, con, desde, para el mundo de vida popular venezolano.

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Para mí la historiografía es un ejercicio interpretativo que utiliza herramientas de la ficción y la edición. Esas herramientas permiten crear significados valorados como reales y verdaderos, que a su vez generan procesos identitarios en comunidades específicas. No creo que sea una narración objetiva y científica de hechos concretos y verificables del pasado. En ese sentido, estoy en contra de la idea de la verdad última de la historia. Creo que la relación entre verdad e historia está determinada por prácticas de edición, por un lado, pero también por los mecanismos de mediación cultural que hacen visible u ocultan el carácter editorial de toda historiografía. Si existe una verdad de la historia sería una verdad condicionada por las estrategias comunitarias de creación de identidades, así como de organización (edición) de los eventos del pasado.[7]

El chavismo hizo una resignificación de la memoria nacional a través de un relato construido por diversos actores culturales. Esa resignificación modificó los códigos historiográficos construidos por la revolución adeca y socialdemócrata de los años cuarenta, liberal, primero, y luego neoliberal en los años ochenta. El objetivo del chavismo fue y sigue siendo generar procesos distintos de identificación de lo nacional: conceptos de pueblo, de nación, de lo popular, de idiosincrasia, etc. El chavismo (entendido como movimiento político megadiverso, fundamentalmente popular y accidentalmente institucional) está reconstruyendo su pasado. Hoy tenemos una retórica y una semántica histórica que hay que llamar “chavista-popular”, que a ratos el chavismo institucional apoya y aprovecha. La oposición siempre ha sabido el peligro que ello representa para sus intereses, por eso se ha dedicado a burlarse de esta resignificación de la historia, sobre todo en boca de los defensores clásicos de la historiografía adeca (que además fueron sus constructores). El fin de esa burla es llevar a menos el relato chavista, quitarle valor y lograr que el canon socialdemócrata del siglo XX se expanda hacia el XXI como canon hegemónico. Que los espíritus de la sabana nos protejan.

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¿Una “Historiografía marginal del arte venezolano”? ¿Al margen de qué? ¿Al margen del canon hegemónico? Pero como los cánones también construyen sus márgenes, esta historiografía marginal podría ser parte del canon dominante (el único que se ha construido hasta ahora es el modernista). O peor, podría ser una estrategia del canon dominante para apropiarse de una historia que hasta hace poco no le convenía, pero que los ingleses y los gringos pusieron de moda (porque encontraron cómo mercantilizarla). Lo más curioso es que estos “historiógrafos marginales” no saben para quién trabajan. Dicen que no trabajan para nadie. Así de domesticados están.

Yo quisiera más bien otro canon, un canon de la memoria de las prácticas políticas que utilizan las lógicas de las imágenes. Claro, eso implica que mi posible canon queda afuera del arte, o por lo menos no se circunscribe a él. En este hipotético canon entrarían procesos y casos pertenecientes al campo del arte (los más útiles para los fines de la lucha política), pero también todos esos productos y prácticas que hoy se agrupan en eso que se llama “cultura visual”, y que son procesos efectivos de producción de simbolicidad que no podrían ser llamados artísticos.[8]

Durante todo el siglo XX los márgenes del canon fueron ocupando el lugar del centro, como estrategia para apaciguar la insurgencia de los márgenes. Eso mismo podría ocurrir en esta “Historiografía marginal del arte venezolano”, porque los artistas escogidos pueden ser leídos como actores concientes del fracaso de la modernidad. Pero ya vimos cómo este fracaso se convirtió en un discurso de moda --en Alemania, en Barcelona, en Londres y, claro, en Caracas, a través de los curadores al servicio de la oligocracia--, y se recicla en las ferias internacionales y las bienales legitimadoras del campo del arte. Una moda que, además, se encuentra muy bien situada en la racionalidad neoliberal, interesada en deslegitimar conceptos como el de soberanía de los pueblos, basado en la lógica de las identidades locales (que a simple vista puede ser planteada en clave moderna con el objeto de llevarla a menos, o de convertirla en fetiche).

Esa racionalidad neoliberal es la que valoran y reproducen los y las artistas del grupo de “Historiografía marginal del arte venezolano”. Esos artistas han venido trabajando desde instancias de poder del campo del arte al servicio del neoliberalismo, y que son abiertamente antichavistas (Periférico Caracas, La Caja, Tráfico Visual, galerías privadas). Unas políticas que pudiéramos llamar críticas, si no fuera porque han sido hechas en el contexto de la oposición masmediática venezolana. Algunos trabajos de esas y esos artistas (como por ejemplo el de Débora Castillo sobre el secuestro de la ministra de la cultura) generan unos contenidos reciclados que provienen de las matrices de opinión de los medios de masas (radio, tv, cine, centros comerciales, automercados), pertenecientes a la burguesía --“parasitaria” (¿puede no serlo?)-- venezolana. Entonces, en lugar de elaborar una crítica al poder, estos artistas han venido repitiendo un discurso estandarizado, no por el campo del arte sino por la industria masmediática neoliberal.

Pero lo más duro es que, como buenos hijos de la clase media (espiritual-material) rentista-petrolera, ni siquiera lo saben.

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Además, hay que tener en cuenta que esta “Historiografía marginal del arte venezolano” ha empezado con la memoria de artistas que no han sido verdaderamente marginados, en el sentido radical de esa palabra (aunque, en verdad, casi todos los artistas de este país podrían ser llamados marginales, salvo tres o cuatro que han sido históricamente los más visibles) ¿Y por qué serían marginales? ¿Porque todavía no han sido leídos en su extensión, desde un corpus critico con poder de canonizar?

Casi todos los artistas de esta historiografía marginal han tenido exposiciones individuales en los museos nacionales, incluso exposiciones antológicas, como la de El Techo de la Ballena o la de Claudio Perna, en la GAN. En esta ultima década El Techo de la Ballena ha dejado de ser un movimiento marginal. Algunos colectivos populares que producen significados desde el mundo de vida popular venezolano lo tienen como uno de sus referentes históricos y heroicos más importantes.

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El problema entonces está en pensar cómo construir una historiografía, con qué criterios y políticas, pero también con qué tecnologías, con qué discursos y con qué actores. Pero el problema mayor es cómo construir la creencia --social y estructural-- en el valor de esa historiografía. Ese es el reto más difícil. ¿Tal creencia puede ser construida por el Estado, a la manera moderna? ¿O es necesario que sea construida por otros actores, los que en Venezuela intentan parir el Estado pluricultural y de multidiversidad biológica, epistémica, poblacional, simbólica, identitaria, alimenticia, laboral, económica?[9] ¿Y cómo se hace eso? Con un aparato político fuerte y de base. Quizás si tuviésemos ese aparato, fundado en verdaderas políticas culturales, con una verdadera dirección en sus estrategias de producción de memoria, con una práctica de creación de archivos y desarchivos que sea meta-museística, si tuviésemos eso, podríamos construir una memoria política de nuestra historia del arte. Pero mientras tanto estamos expuestos a la piratería imperialista, y somos vulnerables al saqueo poscolonial de las corporaciones trasnacionales.

También hace falta dejar de hacer historiografía al estilo Warburg, o al estilo del Centro Internacional de Artes de las Américas, que es la manera hegemónica. En cambio, podríamos empezar a construir la historia desde el valor del trabajo, por ejemplo, desde la investigación sobre cuánto cuesta hacer arte en Venezuela, quiénes capitalizan o explotan el trabajo de los y las artistas, cuánto cuesta mantener una galería, cuánto cuesta el mercado del arte, cuánto cuestan los viajes a las ferias y las bienales, cuánto cuestan las colecciones del Estado, cuánto cuestan las exposiciones, etc, y quién paga todo eso. ¿Cuánta plusvalía intelectual genera el campo del arte?

Preguntas así nos podrían llevar hacia la “reflexión [estructural y no accesoria] de las operaciones valorativas y la dinámica institucional del sistema artístico venezolano”, que es lo que el grupo de “Historiografía marginal” dice que quiere hacer.

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Toda historiografía emergente debe preguntarse por los sentidos políticos de su construcción: ¿para qué se organiza la historia, para quién, para quiénes, a cuáles actores sociales está destinada esa organización, y a cuáles está destinada sólo negativamente? ¿Para quiénes será útil esa historia, para quiénes funcionará y de qué maneras? ¿Cuáles son los efectos de simbolización y de identificación que esa historiografía quiere generar? ¿Cuál es el alcance de esos efectos? Y lo más importante: ¿quién la va a escribir? ¿Las y los profesionales del arte? ¿Los y las artistas? ¿Los y las productoras de sentidos del poder popular?

¿Qué busca el grupo de “Historiografía marginal del arte venezolano”? ¿Quiere regenerar el relato histórico de la clase media norte costera venezolana? Esa clase hoy más que nunca tiene necesidad de reformular sus identidades, extraviadas como están por su autoaislamiento en los procesos de construcción del socialismo bolivariano. También necesita hacer un relato creíble para erigir el posible regreso del neoliberalismo (o en los mejores casos, de la social democracia) al gobierno nacional. Nuevos gobernantes necesitan nuevos relatos simbólicos, pero ajustados a las exigencias de la oligocracia histórica ¿Eso no fue lo que se planteó en las mesas de cultura de la MUD?

”Historiografía marginal del arte Venezolano”: ¿historiografía en clave de canon socialdemócrata para la construcción de la nueva hegemonía neoliberal?

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Carmen Hernández, la curadora o intermediaria entre el grupo de “Historiografía marginal” y la GAN, tiene muy presente todo esto que he dicho. Dentro del campo del arte institucional ella es la única que podría haber generado en estos años unas políticas para las artes visuales coherentes con el proceso revolucionario. Esta exposición lo demuestra en un sentido negativo. Carmen está haciendo un experimento político y antropológico. Inserta en la GAN unos contenidos y unos actores escuálidos para hacer visible lo que desde hace rato las autoridades institucionales no ven: que el museo puede servir como herramienta para neutralizar políticamente a la oposición, y que es posible crear una genealogía de la subversión con algunos elementos históricos del campo del arte “culto”. Elementos que, desde luego, podrían servir para transformar las perspectivas de valoración y legitimación del campo institucionalizado del arte en Venezuela.

Lo que Carmen demuestra es que los museos (como la universidad) son máquinas de producción de clase media, y que sirven para dirigirla. Eso se hace no sólo generando contenidos y haciendo investigación, sino promoviendo la creencia en el valor de esa investigación, que es exactamente lo que Carmen está haciendo con la clase media “culta” caraqueña.

Que un escuálido vaya al museo y salga diciendo que quiere estudiar arte venezolano, es una ganancia para todos y todas, más cuando ese estudio tiene en cuenta la obra feminista de Antonieta Sosa, o la idea de arte político de El Techo de la Ballena. Que un escuálido salga del museo con la idea de que el arte es político implica para el gobierno (y ahora sí sólo al gobierno y no al poder popular) un avance en la necesaria formación política de la clase media.

Carmen nos ha abierto un camino, pero no hacia el progreso, por cierto, sino hacia la “media” incorporación de la clase media al relato de las subversiones de la izquierda histórica y “culta” (es decir, también clase media). Esa “media” incorporación podría ser un paso hacia la politización de más de uno o de una: hacia la posibilidad de hacer surgir algunos cuadros, algunas sensibilidades y afectividades identificadas con los procesos de la lucha revolucionaria.

Desde luego, corremos el riesgo de derechizar la obra feminista de Antonieta Sosa, o de vaciar de contenido la idea del arte político. Eso es lo que vienen haciendo los europeos y los gringos desde hace rato. Así es la dialéctica.

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[1] Para mí la palabra “escuálido” (que sólo se puede usar en masculino) es una categoría antropológica. Describe a la perfección, y con suficiente profundidad, a un sector de la población venezolana identificada con el poder del capital transnacional. Antes de Chávez, no teníamos un término tan preciso. Ludovico Silva habló de oligocracia, pero esa palabra excluye a quienes no son oligarcas, es decir, a la clase media. En cambio, “escuálido” no refiere a ningún sector socioeconómico, ni a condiciones materiales específicas. Escuálido es, más bien, una identidad estructural y afectivamente afiliada a la cultura de masas, promovida y protegida por las corporaciones transnacionales más poderosas.

[2] Todo el texto está hecho sobre la suposición de que existe un campo del arte diferenciado de otros campos, y que por eso existen las fronteras de ese campo. Esa suposición es lo que Marx llamaría ideología, en el sentido literal de la palabra, porque es una falsa creencia que justifica el enriquecimiento de unos pocos.

[3] Por favor, no hagan la maldad de confundir al ECL con un crew de grafiteros.

[4] www.revistanuestramerica.net

[5] Por muchas razones: porque tuvimos a un “sobreviviente del Decreto de guerra a muerte” destripando los pocos gestos revolucionarios que surgieron en los museos; porque hay quienes todavía creen que vivimos en una democracia representativa; porque el campo institucional del arte es más conservador que la quechup…

[6] En la sección “patrocinantes” de la página web del Centro (http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/es-mx/patrocinadores.aspx), se lee lo siguiente:

“El Archivo Digital del International Center for the Arts of the Americas ha sido posible gracias a la generosa subvención de la The Bruce T. Halle Family Foundation.
La serie de 13 volúmenes Critical Documents of 20th-century Latin American and Latino Art es posible gracias al financiamiento de The National Endowment for the Humanities.
El ICAA ha recibido otras importantes ayudas de las siguientes entidades y personas:
· The Wallace Foundation
· The Getty Foundation
· The Ford Foundation
· The National Endowment for the Humanities
· The Wortham Foundation, Inc.
· The Henry Luce Foundation, Inc.
· The National Endowment for the Arts
· The Rockefeller Foundation
· The Andy Warhol Foundation
· Colección Patricia Phelps de Cisneros
· The TransArt Foundation
· Deutsche Bank Americas Foundation
· Olive McCollum Jenney
· Fulbright & Jaworski L.L.P.
· AEI Energy”
[7] Me refiero a una historia escrita por la gente que la necesita y la vive, y no por los letrados-profesionales. Esos letrados deberíamos ser facilitadores de la creación de las memorias comunitarias, gente al servicio de la discursividad popular (como está haciendo Ernesto Cazal, por ejemplo; ver: http://bitacorotos.blogspot.com/).

[8] En palabras de José Luis Brea: los estudios visuales reparan en la “generación eficiente de efectos de socialidad y subjetivación, mediante la producción y distribución de imaginarios de identificación”.

[9] Hay quienes ven en el concepto de diversidad el “valetodo” posmoderno. Dicen que hay que ser tan diversos que hasta el capitalismo debe tener cabida en nuestro mundo. Pero están atrapados en la tela de araña de la apolitización, entendida como programa político de las transnacionales.

sábado, 6 de abril de 2013

Hacia una estética provisional XIII

El Grupo se distanció de la fe en el arte. Se distanció de los mitos románticos descritos por Albert Beguin. No quiso dotar de extrañeza lo cotidiano, de trascendencia lo fútil, de “dignidad de desconocido a lo conocido”, como dijo Novalis. No quiso alcanzar el alma del mundo, ni el poder poiético de la naturaleza. Se propuso, en cambio, revisar y exponer el origen, funcionamiento y reciclaje de la estética romántica (en todas sus variables), y cómo llegó a constituirse en hegemonía. ¿Cómo se construyeron las tesis de la sensibilidad en torno al arte?, ¿quiénes las construyeron y quiénes las capitalizan?, ¿cuándo ciertas prácticas simbolizantes se valoran como arte; cuándo las llamamos prácticas artísticas y cuándo o por qué no?, ¿cómo funcionan las estructuras del sistema del arte?, ¿a quiénes benefician?

Partiendo de preguntas como éstas, el Grupo buscó deconstruir las premisas y las funciones económicas, políticas y éticas en que se fundan las tesis modernas del conocimiento sensible, de lo bello y del arte. Por eso no se puede hablar estrictamente de una estética del Grupo, ni de una poética. A lo sumo, y exagerando la perspectiva kantiana, se puede hablar de una poética trascendental. En todo caso, prefiero decir que el Grupo creó estrategias de lenguaje, retóricas, comunicacionales, reflexivas, críticas, pero siempre indirectas, simbólicas, o no organizadas ni enunciadas desde la razón instrumental. Estrategias que no aspiraban al conocimiento de lo humano a través del placer o del displacer, que no aspiraban a la experiencia estética.

Si la estética, como disciplina filosófica, permitió elaborar teorías del conocimiento sensible, si se planteó responder la pregunta ¿cómo es posible que la sensibilidad humana se organice ante los eventos del placer o el displacer?; y aún más, si la estética indaga en las posibilidades de conocer la experiencia humana a través del reconocimiento de la facultad (supuestamente universal) de sentir, entonces los eventos del Grupo no pueden entenderse estéticamente. O por lo menos no sólo estéticamente. Sus acciones no fueron hechas para obrar en nosotros sin finalidad, “o con finalidad sin fin”. No obran sensiblemente, no nos ponen en estado de contemplación. No nos invitan a comprender los órdenes del sentimiento que la naturaleza y el artista dejaron, como impronta, en la obra. En cambio, nos ponen en situación política: nos hacen comprender cómo se gestan y se ejecutan las acciones y las decisiones que, en o desde el campo del arte, buscan administrar y regir --hegemónicamente-- los órdenes del sentimiento.

También nos ponen en situación teórica, en el sentido post estructuralista de la palabra “teoría”, o en el sentido en que Jonathan Culler definió “el género de la teoría”. Según John Beverley, esa definición, que llegó a entenderse como una práctica política, se fundaba en el “radicalismo nominalista” del estructuralismo saussuriano:[1]
Si los estructuralistas tenían razón, entonces no sólo nuestra manera de percibir las "cosas" del mundo, sino también su identidad como cosas o estados, dependían del sistema semiótico, o langue, en el cual estuvimos inmersos. Más aún: nuestra propia identidad como sujetos conscientes del mundo era un "efecto del significante". (John Beverley)
El resultado de esto fue que el Grupo se situó fuera de la visualidad y la objetualidad modernista, fuera de la estética, o al menos en sus fronteras. En muchos casos, redujo la estética a una dimensión utilitaria. La usó para crear situaciones críticas. En ellas el espectador podía convertirse en un actor político: en un sujeto que no podía quedar indiferente ante “los efectos del significante” del arte, o del mundo del arte, y debía fijar una posición. Después de enfrentarse con el Grupo Provisional, el espectador tenía la posibilidad de escoger entre seguir siendo un actor pasivo del campo cultural o convertirse en un sujeto conciente de las estructuras de poder del campo, y actuar a partir de esa conciencia.

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[1] “La teoría puede ser vista en cierto sentido como el efecto de la descolonización en los centros de saber de las antiguas metrópolis coloniales-imperialistas. Es decir, aunque producida inicialmente en o desde Europa, y sobre todo Francia, la teoría obedecía una voluntad histórica; posteuropea y postcolonial.”

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sábado, 2 de marzo de 2013

Hacia una estética provisional XII



El arte contemporáneo es un fraude tratado como un fetiche y consumido como mercancía. Esto se debe, en parte, a que los relatos de la estética moderna siguen vigentes entre nosotros, pero sin trascendencia ni futilidad.[1] Operan en objetos o en discursos indiferentes, reciclables, estandarizados. No se trata de un simple anacronismo, sino de un modelo económico, de una estrategia de expropiación y de especulación (profundizaré en este asunto más adelante).

Aunque la “transparencia del mal” exponga la naturaleza de esos relatos cada vez con mayor eficacia, el arte y sus formas de producción y recepción siguen circulando “como si” fueran signos del paradigma moderno, signos de “la doble revolución” (sic. Eric Howsban). Y ese “como si”, esa impostura fundamental, devela la raíz artificial o constructiva del campo cultural: dice que es posible o necesario hacerse las preguntas de cómo, dónde y cuándo fueron construidos los significados del arte, y también sus formas de significar.

Los simulacros del Grupo Provisional mostraron el fraude del arte contemporáneo, sus estructuras de seducción y la exagerada dispersión de sus signos. Propusieron (como Jean Baudrillard y Claudio Perna) que el arte no es el más afinado repositorio de la cultura, ni mucho menos el lugar privilegiado del sentido --en la doble acepción de esa palabra--.

En un fragmento del registro audiovisual de El salón, vemos a un hombre joven contemplando las supuestas obras. Se pasea entre ellas con pose de conocedor. Se interesa en las fichas técnicas y se detiene a estudiar una de las piezas. Luego una mujer decide imitarlo. Los dos se agachan para disfrutar los detalles de la falsa obra. ¿Qué estarán viendo?

Esa pregunta se la hice a Juan José Olavarría, y me respondió: “están viendo lo mismo que ve cualquiera en una exposición de arte contemporáneo: no las obras sino los códigos del campo cultural, que exigen reverencia aunque estén vacíos.” Algo similar ocurre con las figuras producidas por las corporaciones de la comunicación, y con los representantes de las instituciones modernas (burócratas, académicos, etc.), cuyas investiduras nos predisponen a la reverencia; como si en ellos se manifestara un poder opaco, y como si ese poder fuese dueño del sentido, sin dispersión ni transparencia.

Pero el problema es que ya no existen significaciones estables, y por eso sólo han quedado las investiduras, las estructuras contenedoras del arte, o de las instituciones políticas y académicas. Los sentidos viven en estado de diseminación, lo cual dificulta su control, y las investiduras se han vuelto cada vez más inverosímiles. Los artistas ya no controlan ni siquiera los significados de sus obras, incluso cuando actúan fuera del canon, como hicieron desde David hasta el surrealismo, pasando por los prerrafaelitas y los simbolistas. Todos ellos pudieron crear iconografías propias. Pero desde Duchamp y Torres García, desde Warlhol, Oswald de Andrade y Brecht los artistas sólo pueden producir instrumentos de crítica y de transformación cultural, política, social y económica.

Al mismo tiempo, todas esas formas del saber funcionan al servicio de otras disciplinas, incluyendo las artísticas.

 El destino del arte contemporáneo es hacer antropología, o política, o economía social, o teoría del conocimiento; y el de la antropología y el de la política, la sicología y las ciencias de la naturaleza, etc., es hacer arte, en el sentido transmoderno de la palabra.

Cada vez será más difícil ser artista "a secas", o matemático o sicólogo, porque los significados están fuera de las disciplinas, u operando entre ellas y más allá de ellas. Hace tiempo el conocimiento dejó de ser producto del "hacer" (observar, medir, calcular), para funcionar en el cruce de todas las formas del saber.

Esto implica una noción de crítica alejada de todo dogmatismo. José Luis Brea habla de un tipo de crítica así, descentrada y sin virilidad, cuando definió los estudios visuales como
estudios desplegados no tanto en vistas al sostenimiento implícito de una fe asentada en los valores específicos de un conjunto de prácticas y sus resultados materializados (las artísticas), sino más bien alrededor de la vocación de un análisis “no cómplice” del conjunto de procesos mediante el que se efectúa socialmente la cristalización efectiva de tales “valores”, como hegemónicos y dominantes, en las sociedades burguesas avanzadas.
¿Cuáles son los procesos que consolidan las hegemonías del arte, nuestra fe en las prácticas artísticas y nuestras maneras de valorarlas y de percibirlas? Esa es la pregunta típica del Grupo Provisional, que fue respondida por ellos sin complicidad con esos valores, o con una complicidad tramposa, interesada y paródica.

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[1] Me refiero al concepto de genio y de gusto, al aura de los objetos y a la idea de la obra como revelación de la verdad esencial del mundo.

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sábado, 9 de febrero de 2013

Hacia una estética provisional XI

El mirador, de Gregorio Pino


El salón que hoy tenemos la oportunidad de comentar permite la confrontación de un grupo de obras representativas del arte contemporáneo nacional, el cual se caracteriza por una multiplicidad de estéticas que se parecen, por el culto a la pulcritud técnica y la introducción de temáticas novedosas que no sorprenden a nadie. (Archivo Olavarría)
Así comienza el texto de Flavio Suárez Fombona sobre El salón tiburón. Y luego dice: “los artistas que participan contribuyen a enriquecer y consolidar la nueva concepción plástica que comenzó a concebirse desde el siglo pasado en nuestro país”.

El texto expone, indirectamente y con maña, las ineficiencias del arte contemporáneo para representar el concepto de cultura nacional, a través de una crítica a los metarrelatos modernos y a sus estrategias de poder.

Lo curioso es que todavía hoy, en nuestros contextos, esa crítica sigue vigente. Nuestras instituciones públicas y privadas del arte tienen la esperanza de articular discursos curatoriales que nos representen como país. A finales del siglo XIX, y acaso en la primera mitad del siglo XX, esas esperanzas tenían sentido: había que inventar, como se hizo en París y en Sao Paulo, el relato del arte en la era pos industrial, el relato de nuestra entrada “cultural” en la modernidad. Había que hacer lo que intentaron Bouguereau y Oswald de Andrade: generar una infraestructura simbólica y hegemónica que sostuviera el concepto de lo nacional. Para eso fue necesario la apropiación de estilos y obras del pasado, de los denominados grandes maestros, actualizados o renovados (incluso con la crítica, o con las disidencias vanguardistas) en eventos como los salones universales, el Armory Show, la Semana de Arte Moderno o las clasificaciones de Alfred Barr, etc.

En la época de El salón las hegemonías simbólicas nacionales habían perdido vigor. En su lugar habían surgido las hegemonías trasnacionales, que crearon otras formas de representación. Verbigracia: el modelo de las bienales y luego el de los workshops o residencias para artistas. Pero la crítica de El salón fue tan eficaz que también pudiera aplicársele a esos dos modelos ¿posmodernos? de mediación institucional. ¿Por qué? Porque el arte contemporáneo, tal como circula por los canales hegemónicos, se ha convertido en un estilo, en una maniera. Hay un reciclaje discursivo y objetual de arte contemporáneo circulando por los espacios de significación. La estandarización de técnicas y formatos, además de la recurrencia de temas comunes, lograron un nuevo estilo internacional que varía ligeramente según las modas y las contingencias políticas.

Podríamos hablar de un nuevo clasicismo, que incluso se ha apropiado de los topos revolucionarios y anti hegemónicos. El salón creó la evidencia de ese clasicismo. Invirtió o tergiversó las lógicas del apropiacionismo institucional. Hizo lo mismo que cualquier bienal: se apropió de lo que eventualmente puede ir en su contra. Se apropió de aquello que se comporta expropiando. Convirtió en mercancía los mecanismos discursivos que producen el concepto del arte como mercancía. Le agregó “vacío al vacío de la significación institucional”, como hizo Warhol con la cultura de masas, según Baudrillard.

En El salón se celebraron todos los vacíos semánticos, todos los sinsentidos de la modernidad institucional del campo del arte: comenzando por la promesa de ser una esperanza para “la plástica” del siglo XXI, y siguiendo por los artistas participantes -- los inconformes, los que se adaptan a las modas, los inspirados por las musas, los ecológicos, los tautológicos, los escandalosos, los formalistas y tecnófilos, los informalistas, los performáticos escatológicos--, hasta los jurados, sus gustos y sus caprichos, los grupos de vanguardia, las “moda-lidades” de participación, etc.

Algunas de las fichas técnicas más divertidas hablan de obras hechas con “bizcocho y carbón sobre pared”, o con “arcilla y plástico intervenido por la fuerza del cuerpo”. El premio de montaje se lo dieron a una obra que se llamó Las cuatro estaciones, y el premio originalidad a la obra Tautología I, II y III, que consistió en hacer “intervenciones en el espacio”. Esto último alude a los temas de moda en los circuitos internacionales, al conceptualismo de paquete y a sus resonancias o traducciones nacionales.

El Grupo también hizo la caricatura del arte ecológico y del arte tecnológico o virtual, es decir, la caricatura de nuestros esnobismos, con la obra de Víctor Bello Kuaipora, que fue una instalación y un performance hechos con tierra, piedra y musgo; y con la “videoescultura” El mirador de Gregorio Pino, hecha con anilina, madera y bandas de colores.

La crítica a la figura más poderosa de todo salón, al protagonista más mediático, fue hecha con gracia barroca, esto es, enunciando la farsa. En el artículo 7 de la convocatoria se lee:
El tema de las obras es libre, siempre y cuando se adecúe a los gustos y las inclinaciones estéticas del jurado.
Y luego en el artículo 12 se lee:
El jurado único de selección y clasificación (cuyo veredicto es “impelable”, como se dice en artículo siguiente) estará conformado por David Palacios, Juan Carlos Rodríguez, Juan José Olavarría, Félix Suazo y Domingo De Lucía.
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miércoles, 6 de febrero de 2013

Hacia una estética provisional X

Según el Grupo, el objetivo de El salón era “someter a debate el creciente protagonismo de los mecanismos de mediación cultural”. El simulacro sirvió para provocar ese debate. ¿Qué mejor manera de crear polémica? La ficción y la caricatura de los instrumentos de mediación permitía llegar a la base de la infraestructura cultural, a los modos de relación entre poéticas y políticas que componen el mundo del arte. En El salón todo fue simulado, corrompido: el catálogo y su texto curatorial, la nota de prensa, los afiches promocionales, las fichas técnicas, el museógrafo, el curador, las obras, los artistas, los premios, la premiación. El juego fue tan eficiente que hasta Brenda Berrocal, periodista de Quinto Día, publicó la noticia de la exposición sin decir la farsa. Quedaba a la vista el fraude, el de El salón y el de cualquier otro. Quedaba a la vista la estofa cultural de todo salón, su discursividad más evidente y menos visible.

Este recurso caricaturesco sirvió para situar en perspectiva las formas políticas del arte. Las expuso en términos de códigos culturales, las definió como signos determinados por voluntades de poder. Fue un recurso pos estructuralista y barroco. Como la caricatura ridiculiza y exagera, hace nombrable lo que no se dice; placentero lo que no se disfruta. Funciona como la anamorfosis: trueca inesperada y radicalmente los sentidos; desnaturaliza inoportunamente. Lo serio, el orden y el poder se vuelven graciosos, risibles, y así son desarticulados.

Toda la seriedad, credibilidad y legitimidad de los salones de arte fue ridiculizada en El salón. La risa, como herramienta de interpretación, permitió la reflexión de problemas concretos, ajenos a discusiones o preguntas abstractas del tipo: ¿para qué sirve un salón; cómo hacerlo más justo, incluyente, democrático?, ¿qué es un jurado y cómo debe funcionar?, ¿cómo hacen los artistas para participar, cómo acomodan sus discursos según las exigencias de los salones?, ¿cómo premiar con justicia estética, etc.? En cambio, los problemas concretos, referentes a las tramas de significación y de poder que sostienen las preguntas anteriores, nos sitúan fuera de la estructura y nos permiten leerla desde una perspectiva invertida, travestida.
Hazte la idea de que quieres decir algunas cosas que la mayoría de la gente no quiere oír. Entonces inventas algunas situaciones. Por ejemplo, un salón de artistas desconocidos; le das un nombre a cada uno, pintas como si tú fueras uno de ellos, los agrupas en unas tendencias, buscas un crítico que los promueva o inventas a alguien que haga esta función, haces una exposición y ya está. Así funciona el mundo del arte. Luego, para evitar represalias, pones en boca de todos esos personajes de ficción lo que tú habrías querido decir. Eso es todo. (Archivo Olavarría, circa 1998:7)
Esto lo dijo un falso David Palacios en una entrevista ficticia hecha por Flavio Suárez Fombona, el falso curador de El salón. Llama la atención la frase “para evitar represalias”. Puede entenderse como un signo de la función política de la ficción, una expresión que plantea la necesidad de “ponerse a salvo”. Pero como su contexto es el simulacro, se trata de una falsa función política (¿un oxímoron?). A lo sumo, El salón podría pensarse como un evento de guerrilla simbólica.

Lo que sí es seguro es que la expresión “para evitar represalias” fue parte del juego, de la mascarada: fue otro recurso retórico para construir la caricatura del salón, otro recurso crítico. Y esta visión de El salón como evento crítico es la que más me interesa. Porque la caricatura, como dice Panofsky en un artículo sobre el barroco, “es capaz de señalar las discrepancias entre la realidad y los postulados éticos y estéticos, y de superar estas discrepancias” (2000:105).

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lunes, 28 de enero de 2013

Hacia una estética provisional IX

Es cierto que el Grupo dirigió sus experiencias casi exclusivamente hacia el campo del arte, y enmarcó en ese terreno sus discursos. Pero también es cierto que el centro de esos discursos se movía hacia  afuera del campo, hacia el problema general de la hiper reproductibilidad de la significación. Como el arte ha sido históricamente el campo de la representación, funcionó como caso, como modelo, para pensar el problema mayor de la producción de sentidos. Además, ya sabemos que lo distintivo del arte contemporáneo es su obsolescencia, su caducidad, su condición de laboratorio abandonado, frente al expansionismo de las herramientas del arte en todos los estadios de la cultura.

El lema de El salón tiburón, “la transparencia del simulacro”, refiere al dilema o la paradoja de eso que Jean Baudrillard llamó la “era del simulacro de tercer orden”, la era del capitalismo afectivo, verde, etc. La era de la profusión de los signos de la cultura, en la que se cumple el proyecto occidental de transferirlo o trascribirlo todo (naturaleza, humanos, cosmos, caos, dioses) al mundo de los signos, al lenguaje. Entender sin sobresaltos las maneras, las estrategias y las estructuras de esa transferencia, dejar de ser inocentes ante “la cultura del espectáculo”, me parece que fue el problema más importante que nos planteó el Grupo.

Hoy sabemos que el arte no es el único campo de la representación. Estamos obligados a tener conciencia de los procesos de construcción o de reciclaje de significaciones, hegemónicas o no. En los últimos treinta años hemos participado del develamiento de esos procesos. Existen comunidades enteras y subjetividades despiertas que saben distinguir la trama, la forma y la edición de la cultura. Es como si tuviésemos más Tom Wolfe entre nosotros, o por lo menos una mejor “cultura de la cultura como edición”, como puesta en escena, como manipulación, o algo así como una visión técnica de la cultura. Todos somos hoy, en alguna medida, críticos culturales.

O todos estamos obligados a serlo. Las herramientas digitales de autoedición nos obligan a ser concientes de nuestra participación en ellas. Sin nuestra voluntad de autoeditarnos, esas herramientas no tendrían sentido. Por eso Youtube nos dice: “broadcast your self”; y es como si nos dijera: “haz transparente el simulacro”: recicla tu imagen, reproduce, plagia, trascribe, corrompe las retóricas de la representación.

“La transparencia del simulacro” sería la forma más concreta de la hiper reproductibiliad de la trascripción. “Hiper”, porque ya no se trata sólo de la trasferencia del mundo al lenguaje, sino de la profusión de la transferencia misma. De tanto transcribir, de tanto fotocopiar, fotografiar, de tanto plagiar las formas del lenguaje, de tanto reproducir las formas de la representación, nos quedamos con la estructura desnuda del signo sin referente, sin realidad que trascribir. Queda entonces sólo la transferencia pura, su concreción, su materialidad: su proceso.

Eso es lo que encontramos en El salón tiburón: la concreción de los signos del mundo del arte. También encontramos la trascripción de esos signos en otros signos, no nuevos, ni mejores, pero sí hiper eficientes; tanto, que ya no importan los signos en sí mismos, las obras de arte propiamente dichas, sino las formas transparentes del plagio, del engaño: el simulacro del salón de arte.
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