sábado, 9 de febrero de 2013

Hacia una estética provisional XI

El mirador, de Gregorio Pino


El salón que hoy tenemos la oportunidad de comentar permite la confrontación de un grupo de obras representativas del arte contemporáneo nacional, el cual se caracteriza por una multiplicidad de estéticas que se parecen, por el culto a la pulcritud técnica y la introducción de temáticas novedosas que no sorprenden a nadie. (Archivo Olavarría)
Así comienza el texto de Flavio Suárez Fombona sobre El salón tiburón. Y luego dice: “los artistas que participan contribuyen a enriquecer y consolidar la nueva concepción plástica que comenzó a concebirse desde el siglo pasado en nuestro país”.

El texto expone, indirectamente y con maña, las ineficiencias del arte contemporáneo para representar el concepto de cultura nacional, a través de una crítica a los metarrelatos modernos y a sus estrategias de poder.

Lo curioso es que todavía hoy, en nuestros contextos, esa crítica sigue vigente. Nuestras instituciones públicas y privadas del arte tienen la esperanza de articular discursos curatoriales que nos representen como país. A finales del siglo XIX, y acaso en la primera mitad del siglo XX, esas esperanzas tenían sentido: había que inventar, como se hizo en París y en Sao Paulo, el relato del arte en la era pos industrial, el relato de nuestra entrada “cultural” en la modernidad. Había que hacer lo que intentaron Bouguereau y Oswald de Andrade: generar una infraestructura simbólica y hegemónica que sostuviera el concepto de lo nacional. Para eso fue necesario la apropiación de estilos y obras del pasado, de los denominados grandes maestros, actualizados o renovados (incluso con la crítica, o con las disidencias vanguardistas) en eventos como los salones universales, el Armory Show, la Semana de Arte Moderno o las clasificaciones de Alfred Barr, etc.

En la época de El salón las hegemonías simbólicas nacionales habían perdido vigor. En su lugar habían surgido las hegemonías trasnacionales, que crearon otras formas de representación. Verbigracia: el modelo de las bienales y luego el de los workshops o residencias para artistas. Pero la crítica de El salón fue tan eficaz que también pudiera aplicársele a esos dos modelos ¿posmodernos? de mediación institucional. ¿Por qué? Porque el arte contemporáneo, tal como circula por los canales hegemónicos, se ha convertido en un estilo, en una maniera. Hay un reciclaje discursivo y objetual de arte contemporáneo circulando por los espacios de significación. La estandarización de técnicas y formatos, además de la recurrencia de temas comunes, lograron un nuevo estilo internacional que varía ligeramente según las modas y las contingencias políticas.

Podríamos hablar de un nuevo clasicismo, que incluso se ha apropiado de los topos revolucionarios y anti hegemónicos. El salón creó la evidencia de ese clasicismo. Invirtió o tergiversó las lógicas del apropiacionismo institucional. Hizo lo mismo que cualquier bienal: se apropió de lo que eventualmente puede ir en su contra. Se apropió de aquello que se comporta expropiando. Convirtió en mercancía los mecanismos discursivos que producen el concepto del arte como mercancía. Le agregó “vacío al vacío de la significación institucional”, como hizo Warhol con la cultura de masas, según Baudrillard.

En El salón se celebraron todos los vacíos semánticos, todos los sinsentidos de la modernidad institucional del campo del arte: comenzando por la promesa de ser una esperanza para “la plástica” del siglo XXI, y siguiendo por los artistas participantes -- los inconformes, los que se adaptan a las modas, los inspirados por las musas, los ecológicos, los tautológicos, los escandalosos, los formalistas y tecnófilos, los informalistas, los performáticos escatológicos--, hasta los jurados, sus gustos y sus caprichos, los grupos de vanguardia, las “moda-lidades” de participación, etc.

Algunas de las fichas técnicas más divertidas hablan de obras hechas con “bizcocho y carbón sobre pared”, o con “arcilla y plástico intervenido por la fuerza del cuerpo”. El premio de montaje se lo dieron a una obra que se llamó Las cuatro estaciones, y el premio originalidad a la obra Tautología I, II y III, que consistió en hacer “intervenciones en el espacio”. Esto último alude a los temas de moda en los circuitos internacionales, al conceptualismo de paquete y a sus resonancias o traducciones nacionales.

El Grupo también hizo la caricatura del arte ecológico y del arte tecnológico o virtual, es decir, la caricatura de nuestros esnobismos, con la obra de Víctor Bello Kuaipora, que fue una instalación y un performance hechos con tierra, piedra y musgo; y con la “videoescultura” El mirador de Gregorio Pino, hecha con anilina, madera y bandas de colores.

La crítica a la figura más poderosa de todo salón, al protagonista más mediático, fue hecha con gracia barroca, esto es, enunciando la farsa. En el artículo 7 de la convocatoria se lee:
El tema de las obras es libre, siempre y cuando se adecúe a los gustos y las inclinaciones estéticas del jurado.
Y luego en el artículo 12 se lee:
El jurado único de selección y clasificación (cuyo veredicto es “impelable”, como se dice en artículo siguiente) estará conformado por David Palacios, Juan Carlos Rodríguez, Juan José Olavarría, Félix Suazo y Domingo De Lucía.
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Ver también: ///// Hacia una estética provisional X / Hacia una estética provisional IX / Hacia una estética provisional VIIIHacia una estética provisional VII / Hacia una estética provisional VI / Hacia una estética provisional V / Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional / Hacia una estética provisional IV / Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

miércoles, 6 de febrero de 2013

Hacia una estética provisional X

Según el Grupo, el objetivo de El salón era “someter a debate el creciente protagonismo de los mecanismos de mediación cultural”. El simulacro sirvió para provocar ese debate. ¿Qué mejor manera de crear polémica? La ficción y la caricatura de los instrumentos de mediación permitía llegar a la base de la infraestructura cultural, a los modos de relación entre poéticas y políticas que componen el mundo del arte. En El salón todo fue simulado, corrompido: el catálogo y su texto curatorial, la nota de prensa, los afiches promocionales, las fichas técnicas, el museógrafo, el curador, las obras, los artistas, los premios, la premiación. El juego fue tan eficiente que hasta Brenda Berrocal, periodista de Quinto Día, publicó la noticia de la exposición sin decir la farsa. Quedaba a la vista el fraude, el de El salón y el de cualquier otro. Quedaba a la vista la estofa cultural de todo salón, su discursividad más evidente y menos visible.

Este recurso caricaturesco sirvió para situar en perspectiva las formas políticas del arte. Las expuso en términos de códigos culturales, las definió como signos determinados por voluntades de poder. Fue un recurso pos estructuralista y barroco. Como la caricatura ridiculiza y exagera, hace nombrable lo que no se dice; placentero lo que no se disfruta. Funciona como la anamorfosis: trueca inesperada y radicalmente los sentidos; desnaturaliza inoportunamente. Lo serio, el orden y el poder se vuelven graciosos, risibles, y así son desarticulados.

Toda la seriedad, credibilidad y legitimidad de los salones de arte fue ridiculizada en El salón. La risa, como herramienta de interpretación, permitió la reflexión de problemas concretos, ajenos a discusiones o preguntas abstractas del tipo: ¿para qué sirve un salón; cómo hacerlo más justo, incluyente, democrático?, ¿qué es un jurado y cómo debe funcionar?, ¿cómo hacen los artistas para participar, cómo acomodan sus discursos según las exigencias de los salones?, ¿cómo premiar con justicia estética, etc.? En cambio, los problemas concretos, referentes a las tramas de significación y de poder que sostienen las preguntas anteriores, nos sitúan fuera de la estructura y nos permiten leerla desde una perspectiva invertida, travestida.
Hazte la idea de que quieres decir algunas cosas que la mayoría de la gente no quiere oír. Entonces inventas algunas situaciones. Por ejemplo, un salón de artistas desconocidos; le das un nombre a cada uno, pintas como si tú fueras uno de ellos, los agrupas en unas tendencias, buscas un crítico que los promueva o inventas a alguien que haga esta función, haces una exposición y ya está. Así funciona el mundo del arte. Luego, para evitar represalias, pones en boca de todos esos personajes de ficción lo que tú habrías querido decir. Eso es todo. (Archivo Olavarría, circa 1998:7)
Esto lo dijo un falso David Palacios en una entrevista ficticia hecha por Flavio Suárez Fombona, el falso curador de El salón. Llama la atención la frase “para evitar represalias”. Puede entenderse como un signo de la función política de la ficción, una expresión que plantea la necesidad de “ponerse a salvo”. Pero como su contexto es el simulacro, se trata de una falsa función política (¿un oxímoron?). A lo sumo, El salón podría pensarse como un evento de guerrilla simbólica.

Lo que sí es seguro es que la expresión “para evitar represalias” fue parte del juego, de la mascarada: fue otro recurso retórico para construir la caricatura del salón, otro recurso crítico. Y esta visión de El salón como evento crítico es la que más me interesa. Porque la caricatura, como dice Panofsky en un artículo sobre el barroco, “es capaz de señalar las discrepancias entre la realidad y los postulados éticos y estéticos, y de superar estas discrepancias” (2000:105).

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