sábado, 4 de febrero de 2012

Estética de la indiferencia

Los gestos o los objetos que consideramos “arte” están destinados a la indiferencia. Fueron y seguirán siendo absorbidos por eso que llaman “cultura visual”. Sólo hay, aparentemente, dos opciones: la anacrónica o la marginal. La primera es la que practican casi todos los sujetos que llamamos (o se llaman a sí mismos) artistas. La segunda opción es ejercida por actores culturales que no se identifican con la figura del artista. En ambos casos prevalece un mismo principio: la certeza de que sus obras participan sólo intermitentemente de la cultura, cada vez que logran adensar o matizar su propia indiferencia.[1]

Ante este panorama sólo quedan dos opciones: seguir haciendo arte, dedicándose al oficio del color, las formas y los cuerpos, a la acción heroica o sutil, con algún grado de esteticismo (bellista o grotesco); o utilizar algunas herramientas del oficio para hacer otra cosa: comunicación, publicidad, propaganda, militancia política, mercadotecnia, ciencias sociales, etc.

La primera opción sigue intentando superar el estado de indiferencia. De ella surge la idea de la transgresión o la asimilación pasiva del campo del arte. También surgen todas las quejas por la ausencia de crítica y de circuitos artísticos, o por el atraso y el quietismo cultura, etc.

La segunda opción es la que asume completamente el estado de indiferencia, y no le preocupa la integridad del campo del arte (del que a veces puede participar). Sus actores se asumen como productores culturales, o transformadores de la cultura, pero no como artistas.

De las dos opciones, indiferentemente, yo me quedo con esos objetos o esos eventos (pertenecientes o no al campo del arte) que me permiten (no sé por qué) entrar en una dimensión que muy kantianamente debo llamar “estética”, o metafórica.[2] En esa dimensión mi imaginación y mis ganas de pensar se activan al mismo tiempo, y tengo la imperiosa necesidad de compartir lo que me pasa elaborando discursos.

La era de la indiferencia es también la del relato estético personal. Pero que no se confunda ese relato con el “vale todo” posmoderno. Se trata más bien de un discurrir que construye y reconstruye el ámbito de la subjetividad (no el de la individualidad sino el del simpathos y la relación). Sólo de allí puede erigirse una ciencia subjetiva (en la que no predomine la razón instrumental-patriarcal, por ejemplo), y una historia, una ética y una política que reafirmen el poder del ser-en-relación.

Ahora entiendo mejor a Boaventura de Sousa Santos, cuando dice que el paradigma emergente del conocimiento es, o debe ser, estético, es decir, que se enuncia desde el placer y el juego, y que conduce a la confirmación del poder creador de las subjetividades.

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[1] Pero no es que, marcados como estamos por el sino de los tiempos, seamos indiferentes ante esas obras, sino que ellas mismas no se diferencian de los productos de la cultura de masas.

[2] Porque, en principio, no es política, ni ética, ni histórica ni científica, aunque después tome el camino que conduce a esas formas del conocimiento.

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