martes, 15 de noviembre de 2016

Biotecno belleza


comparto una ideas que vienen surgiendo en cayapa, entre Inés Pérez Wilke, Nelson Hurtado, Andrés García (todxs de UNEARTE), por un lado, y por el otro el texto de Esquisa para CLACSO: "LA CONSERVACIÓN Y USO DE LA AGROBIODIVERSIDAD COMO ALTERNATIVA AL MODELO AGRO-EXTRACTIVISTA". Entre esos dos lados, Joussette-Cami-Mau.
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La estética de Hegel parte de esta premisa: el arte, que es objetivación del espíritu-absoluto, es superior a la naturaleza, ya que le permite al espíritu, en su relación histórica con la naturaleza, conocer (cobrar conciencia) de su condición de absoluto. “Absoluto” quiere decir “totalidad”: lo universal, la condición omniabarcadora de la totalidad, y por ende fuente de exsitencia, lo que se manifiesta en fenómeno, fundamento de lo que existe y puede existir. Y “espíritu” significa “hombre” transhistórico y esencial: el yo masculino universal, la masculinidad ontológica conciente de su supuesta (y para nsotros arbitraria) condición de universalidad, “condición de absoluto”.

Que el arte sea superior a la naturaleza supone que la actividad creadora (específicamente artística, en el sentido burgués) de este “yo-universal” (o universalizado por la Universidad de Berlín de 1830) le permite autorreconocerse como tal: como universal-omnipresente, y por ende con derecho a ejercer su totalidad, su supuesta universalidad, sobre el resto de los pueblos y culturas.

La naturaleza queda definida como una instancia inferior al espíritu; inferior a este macho-universalizado por la política universitaria berlinesa de inicios de siglo XIX. Para Hegel, el arte sirve para que el macho-universalizado transforme la naturaleza a través de un trabajo que poco a poco se va espiritualizando, relegando y despreciando el trabajo manual, y con el único fin de comprenderse superior a la naturaleza y así construir la macho-civilización moderna.

Hegel inventó que la historia del espíritu absoluto (la del macho europeo-universalizado) es la historia del autorreconocimiento del espíritu como absulto. Autorreconocimiento que se logró, finalmente --según este filósofo alemán--, en la Universidad de Berlín de su tiempo y en su propio “burgos”. Desde ese lugar (chiquito pero con un impresionante poder expansivo de su pequeñez) los pueblos de América y los de “oriente” estamos estancados en nuestra propia barbarie, que además es definida como “barbarie automerecida”. Para Hegel, los americanos no tenemos capacidad cultural para autorreconocernos ni como espíritu ni mucho menos como absoluto, porque se nos teoriza como esencialmente inferiores, es decir, sub-humanos. Con lo cual Hegel se muestra un autor muy poco original, dependiente de las fórmulas culturales de la conquista española de deshumanización de “indios y negros”.

La superioridad del macho-universalizado, que se autodefine superior a la naturaleza, está en la base de la producción de la biotecno belleza, que desde el siglo XVIII tiene su centro de autorreferencialidad-autolegitimación oligocrática en las bellas artes, y luego, desde inicios del siglo XX en los "media-marketing-artes".

Ese centro de autorrefencialidad que es el arte y la industria cultural legitima la función de la biotecno belleza en otros campos, que generalmente se definen sin observar las consecuencias de dicha función. Tal es el caso del discurso ecológico y de producción y consumo de alimentos, que generalmente no repara en que la biotecno belleza se aplica a las biotecnologías agrícolas, a la producción y circulación de alimentos, y que la manipulación (poiesis) bioquímica y luego celular y genética de las tierras y las semillas tienen una forma y una función biotecno-bella.

El paquete biotecnológico del agronegocio neoliberal (hibridación-agroquímicos-transgénesis) tiene importantes componentes estéticos-plutocráticos, en el doble sentido de operaciones biotecnológicas (biopolíticas) del placer y de operaciones biopolíticas (controladas por mecanismos de dominación patriarcales-racistas) del placer sobre las biotecnologías agrícolas. El paquete incluye componentes de plastificación estilística de la naturaleza (a la manera de las cirugías estéticas y otras modificaciones quirúrgicas de la identidad), de síntesis objetual, de control cromático y táctil, como signos sensiblizantes (signo-somas) al amparo de la sobresignificación neoliberal de la realidad.

Estos componentes estéticos pueden explicar, en parte, la dependencia sensible de las poblaciones urbanas a los rubros provenienes del agronegocio, y hasta la propia dependencia sensible de muchos campesinos a las formas, texturas y visualidades de la producción agrícola y de las tierras.

Las grandes dosis de agrotóxicos o las manipulaciones biocelulares y genéticas no sólo buscan producir más cantidad de rubros, sino también que estos rubros-mercancía sean más biotecno-bellos, en función de las exigencias estéticas del mercado.

Por eso, tanto la amenaza a nuestra soberanía alimentaria como las estrategias de liberación del consumo-prosumo-producción tienen un importante componente estético.

La poiética (fabricación, construcción y tecnología) del conuco también está asociada a una producción estética: una producción en la que opera el placer y la voluntad de vida. Pero la biodiversidad del conuco se traduce en una diversidad de voluntades de vida y placeres, que pasan por una biodiversidad sensible, gustativa, táctil, visual, y una heterodoxia religadora y religiosa, alteritaria, tecnodiversa (heteropoiéica). Es decir, voluntades y experiencias del placer que tienen otros puntos de partida, distintos a los de la universidad de Berlín de 1830.

Comenazando porque las y los conuqueros tratan la naturaleza como a una madre, y a la siembra como a un hijo.

Las artes, entendidas en un sentido no moderno, es decir, los oficios del canto, el golpe y el baile (que además son una variante de los oficios de la siembra, el parto, la cría y crianza, la guerra y las filiaciones eróticas, pedagógicas y políticas) no objetivan ningú espíritu absoluto, entre otras cosas porque tal espíritu no existe o existe muy poco y como otra instancia metafísica más. Lo que existe son espíritus locales, como los espíritus de la sabana de Chávez, que aunque no tienen pretensiones universalizantes no son menos trascendentales.

El Museo de Arte Moderno de Nueva York se traga la ballena






Comprendámoslo de una: el campo del arte está basado en transacciones económicas y filiaciones políticas. Eso, y no otra cosa, es la “donación” de Ignacio y Valentina Oberto al MoMa: una transacción mercantil y cultural. Más de doscientos objetos de El Techo de la Ballena fueron exhibidos como trofeos de caza, como recompensa por el despojo, por el saqueo cultural al que nos tienen sometidos por todos los flancos, y ante el cual tenemos muy pocas herramientas de defensa, y mucho menos de soberanía.

¿Cómo es posible que la producción de quienes hicieron Pozo muerto (película sobre los estragos de las transnacionales del petróleo en Venezuela) sea exhibida por el brazo cultural de la antigua Standard Oil Company (hoy Exxon Mobil), responsable del desahucio humano y natural de Venezuela? O que la obra de quienes hicieron ¿Duerme usted señor presidente? (poema contra Rómulo Betancourt, amigo de David Rockefeller), ahora sea parte de, entre otros agentes del mercado, la Rockefeller Foundation?

¿Simples contradicciones del arte? ¿Muestra de la condición inexplicable y misteriosa del arte? ¿Simple polisemia? ¿Voluntad de mostrarle al mundo y a la humanidad los alcances estéticos de las y los venezolanos?

La respuesta es mucho más sencilla, y desde luego explicable y menos filantrópica: por un lado, está el carácter resignificador de la modernidad (operando a través del capitalismo, que, como sabemos, es una cosmogonía, una totalidad, toda una empresa civilizatoria). Por otro lado, en el seno mismo de El Techo de la Ballena sucedió lo que en todas partes: hubo quienes se afiliaron a la socialdemocracia y quienes cerraron filas para apoyar la revolución socialista. Incluso hubo movilidad entre unos y otros (Adriano González León jugó para los dos bandos, y terminó “evolucionando” en el primero: de la socialdemocracia terminó sumándose a las filas wiskeras de la República del Este). Pero todos --con mayor o menor medida, y con la altísima excepción de Dámaso Ogaz-- fueron subsumidos por la religión del arte, que es la forma superior de la ideología del Capital. De ahí, y del origen de clase y de género de los balleneros, surge una tensión histórica; dialéctica, para la revolución, y simplemente artística, para la reacción pro colonial.

La exposición del MoMa permite que el precio de la obra ballenera suba “algodón” (una migajita), que circule un poquito más y que el mercado del arte se oxigene un tilín (puras limosnas). Lo cual nos obliga, de nuevo, al alerta: terminemos de resguardar los objetos y las obras de la ballena que tenemos regadas entre diversas colecciones nacionales, públicas y privadas. Pongamos esa memoria al alcance de todo el mundo, comenzando por las y los estudiantes de todos los niveles. Recuerdo e informo, para quienes no lo sepan, que el Estado venezolano tiene la colección (dispersa) más importante de obras, objetos y fuentes documentales de El Techo de la Ballena. Pero las tiene en una situación de altísima vulnerabilidad (tanto desde un punto de vista de conservación y seguridad como de su estudio). Y esto no sólo ocurre con El Techo, sino con el resto de los movimientos políticos culturales venezolanos, tanto históricos como actuales.

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Nota: para una mejor comprensión de las relaciones entre el MoMa y la CIA, ver: http://joanfliz.blogspot.com/2013/03/el-arte-abstracto-y-el-moma-son.html / Para acercarse a la comprensión de la función del curador y director del MoMa, Glenn Lowry, en el mercado del arte, ver: http://www.lanacion.com.ar/1188697-los-duenos-del-arte / Y para tener alguna idea de las relaciones económicas entre la Fundación Rockefeller y el MoMa, ver: http://joanfliz.blogspot.com/2013/03/el-arte-abstracto-y-el-moma-son.html

Insurgencia y hegemonía poética y política: El Techo de la Ballena



1- ¿Qué fue el Techo de la Ballena (I)?

Cuando comienzo un curso suelo hacer varias preguntas para medir la formación en artes de nuestras universidades. Entre ellas, una: ¿alguien sabe qué fue El Techo de la Ballena? Las respuestas son siempre borrosas, por ausencia o por exceso. Oscilan entre el “no tengo idea” más rotundo hasta el comentario elogioso de algún iniciado en una secta poética. Es decir, que las respuestas van de la nada hasta los niveles hiperbólicos del mito; pero siempre coinciden en lo mismo: en lo específico, en lo concreto, no sabemos qué fue el Techo.

¿Por qué? Porque no lo estudiamos, al menos no con la rigurosidad con la que se estudia a Kant, a Kandinsky, a Thomas Mann o a cualquier otro artista canónico. Y eso tiene una razón simple: nuestros programas de formación en artes siguen estancados en la trampa del arte como fin, de la estética como único horizonte de sentido, como sustancia y centro de todas las significaciones creadoras. Casos como el del Techo se revisan, pero el peso colonial del currículo los aplasta.


2- ¿Qué fue el Techo de la Ballena (II)?

Fue el primer colectivo de productores de imágenes (pintores, accionistas, escritores, guionistas, cineastas) que se enfrentó al pacto de Punto Fijo utilizando las herramientas del arte. Estuvo activo con fuerza entre 1961 y 1967, luego devino, en parte, en el Congreso de Cabimas (1970), donde por primera vez se nacionalizó el petróleo (simbólicamente) y se planteó el concepto político de cultura. La ballena se enfrentó directamente contra Rómulo Bethencourt (con un poema llamado “¿Duerme usted señor presidente” de Caupolicán Ovalles) y contra la iglesia y, sobre todo, contra el mantuanismo caraqueño, sumido en la ilusión de la modernidad y la opulencia oligocrática, amparado en el abstraccionismo geométrico y en el drama moral, racista e ilustrado de Rómulo Gallegos.

En el campo social, el Techo utilizó el escándalo vanguardista; en el político, la ironía intelectual; en el ético, la destrucción sistemática del cuerpo; y en el artístico, el atentado contra la materia dominada por la razón instrumental (la razón segunda de la que hablaba Briceño Guerrero) y por la subjetividad colonial.

La voz “techo de la ballena” fue sacada de las “menciones enigmáticas” (kenningar) de la antigua Islandia, recogidas por Jorge Luis Borges, donde se dice que “techo de la ballena” era el nombre que usaban los antiguos escandinavos para decir “mar”.


3) ¿Dónde está la obra del Techo, sus fuentes documentales, así como los estudios y las interpretaciones de esa obra?

Durante 30 años el Techo permaneció a salvo en la memoria de los mismos balleneros, y en la conciencia de algunos pocos eruditos y unas dos o tres estudiosas. Entre ellas, Carmen Díaz Orozco y Carmen Virginia Carrillo. Con el tiempo su obra empezó a ser adquirida por coleccionistas menores, a través de la compra o el regalo amigotero.

Pero desde hace unos diez años, desde que operadores políticos del capital como el Museo de Bellas Artes de Huston (en la voz de curadoras como Mary Carmen Ramírez) empezaron a decir que el Techo fue uno de los primeros movimientos de arte político en América Latina y el planeta, su obra empezó a ser comprada por voraces coleccionistas privados. Esto produjo que el MoMa (es decir, el poder económico transnacional del campo del arte) tenga una colección del Techo al parecer más organizada que la nuestra. Dentro de poco, la interpretación que esta institucionalidad corporativa genera llegará a nuestras universidades y a la opinión pública como canon.

Hemos sido y somos víctimas de un saqueo cultural, destinado a convertir al Techo en parte del canon artístico y ético de las corporaciones: la clásica estrategia de neutralización y despolitización de la insurgencia simbólica.


4) Insurgencia

El techo es el primer colectivo artístico que empieza a salirse de la hegemonía de la estética en el arte, y del arte mismo como destino de la humanidad, para empezar a desbordarse en el campo de la política y del activismo cultural. Así que la categoría “arte político”, tan de moda en los últimos diez o quince años, no le queda tan bien.

El Techo hizo política, incluso política cultural, a través de los recursos del arte. Por ejemplo, logró que casi todos los artistas que representaron la hegemonía cultural adeca y perejimenista, la hegemonía abstracto-racionalista, cinética o constructivista, se pasaran al bando del informalismo. Hasta Soto quiso ser informalista, recuerda riéndose el ballenero Juan Calzadilla.

Utilizando el arte, El Techo buscó “tomar la cultura por asalto”. Y esto hay que entenderlo bien: al menos por un tiempo (acaso breve) el Techo asaltó a los asaltadores, a los expropiadores de la cultura reducida a coctel, tasca, fiesta de quince años y primeras comuniones: la cultura como industria cultural, es decir, como instrumento de dominación colonial. El Techo expropió a los expropiadores, y devolvió, también por momentos, la cultura a su lugar: a la calle, a la gente, a la vitalidad de una juventud urbanizada y negada a los controles biopolíticos y al terrorismo de Estado. Pero también negada con fervor al dominio de las transnacionales del petróleo en Nuestramérica.

No es cierto que hayan sido unos terroristas. El único terrorista era el Estado, y las compañías petroleras coloniales. El Techo de la Ballena sólo devolvió el gesto violento con violencia simbólica, pero visible, transparente, sin máscara alguna (pienso en la película Pozo muerto). Todo lo contrario a las políticas de Estado, dirigidas por el capital transnacional, cuya violencia era invisibilizada por la maquinaria moderna de producción de plusvalía ideológica: por la iglesia, los museos, el Estado, el mantuanismo y la prensa burguesa.

El Techo es el primer colectivo que utilizó la metáfora para develar el poder del mantuanismo pro yanqui. Metaforizando la violencia, la dejó a la vista.


5) Hegemonía.

Y esta función política de la metáfora, como artillería de contrataque frente al poder de las corporaciones, fue la que el Techo inauguró entre nosotros. Hoy día es una práctica habitual, instalada en el sentido común de los colectivos chavistas que producen imágenes. Con todo, el proceso de construcción de ese sentido común no es visible para casi nadie, por las mismas razones por las que el Techo es poco conocido: por la sistemática invisibilización de nuestra historia.

Una posible genealogía de ese sentido común arrancaría en el Techo, con algunos retazos de inicios del siglo XX, desde El Duque de Roca Negra, Pio Tamayo y Reverón, hasta Leoncio Martínez y, quizás, algunos elementos del Grupo Sardio. De ahí saltaría a Tabla Redonda y a la revista Rocinante y, sobre todo, al Congreso Cultural de Cabimas (1970). Luego vendrían los riquísimos e invisibilizados años setenta, cuando los barrios y los pueblos se llenaron de colectivos populares de producción de artefactos culturales, e incluso de políticas culturales, como la Liga Socialista, Guicaipuro Uno, entre muchos otros. En los ochenta surge la fotografía de Isidro Núñez y los poderes creadores del pueblo en el caracazo, con la misma operación: la de devolverle al poder económico transnacional su violencia ocultada, velada por la industria cultural, con la violencia visible (ahora sin metáfora) del pueblo tomando los despojos del capital por asalto. En los noventa, en el campo del arte, aparece El Grupo Provisional, que hará la parodia del campo de la cultura, utilizando las herramientas del propio campo. También aparece aquel que logró utilizar la mayor arma de producción de plusvalía ideológica para dejar a vista los mecanismos de esa producción: la presencia y la voz de Hugo Chávez.

En todos estos hitos sucede lo mismo: la metáfora y el cuerpo se utilizan para dejar a la vista el excedente simbólico que las corporaciones buscan capitalizar. También se utilizan para generar la posibilidad de convertirnos en dueñas y dueños de ese excedente, de ese plusvalor que nos pertenece; dueñas y dueños de la cultura nuestra.

El potencial epistémico del arte vivido y pensado desde la exterioridad (epígrafe)


Apígrafe:



El arte no puede seguir siendo una dimensión constituida por seres individualistas y alejados del resto de la trama cultural que, sin proponérselo, continúan complaciendo los intereses de una élite poco preocupada por las condiciones de posibilidad de cambio. Las prácticas artísticas deben tomar en cuenta las políticas hegemónicas que las absorben --o neutralizan--.

Carmen Hernández
¿Nacidos en América? Deseo y ficción

miércoles, 2 de noviembre de 2016

El potencial epistémico del arte vivido y pensado desde la exterioridad (I)

1- Comienzo razonando las palabras del título. En primer lugar, por “episteme” me refiero a saberes, a conocimientos: a la posibilidad de conocer. A lo largo del texto voy a suponer que las artes pueden servir para conocer y para elaborar conocimiento, no sólo de la subjetividad y de la propia experiencia estética, sino de la trama social, económica, política y ética.

Pero me refiero a "saberes" y no a un saber: a saberes no universalizantes y sin sustancialidad homogeneizante, sin esencialismo teorético. Saberes que operan, que funcionan en contextos específicos, y que sin embargo tienen la posibilidad de producir categorías determinantes de otras categorías y de otros campos.

2- La noción de exterioridad es la de Enrique Dussel, entendida como el territorio del ser, hacer y conocer que fue expulsado del proyecto moderno: negado, invisibilizado, opacado, pisado, aplastado, exterminado, ridiculizado. La modernidad la entiendo en el sentido del pensamiento crítico descolonial, es decir, no como una categoría temporal-estilística (como suele entenderse en la historia de las artes), sino como un proyecto civilizatorio que comienza en 1492, y que se funda en la explotación de la naturaleza y de las energías vitales de los seres humanos, transformadas ambas en mercancía comprable, expropiable, derrochable, y por último destinada a aumentar la tasa de ganancia. Ello implica la deshumanización (por racialización y "sexo-generización") de los seres humanos, y la reducción de la naturaleza a mero recurso.

3-Yo hablo desde lo que quedó fuera de la modernidad porque yo vivo en ese afuera como sujeto pobre: que sólo tiene la posibilidad de vender su corporeidad para vivir, por más universitario-letrado-blanco y hombre o sujeto masculino o masculinizado que yo sea o parezca ser.

4- Lo que voy a plantear a continuación se puede resumir así: las artes, las que están determinadas por el concepto de belleza (que deviene biotecno-belleza) y de genio, pueden ser herramientas para el cuidado de la vida, y no para la racionalidad moderna, cuyo fin es aumentar la tasa de ganancia y la tasa de plusvalía, que luego son administradas oligárquicamente, es decir, sin justicia. Eso sí, siempre y cuando las artes sean resignificadas, reconstituidas en sus “adentros y afueras”.

5- De fondo planteo que lo bello (fundamento de lo biotecno-bello), dominado y administrado oligárquicamente, es una tecnología moderna de captación y capitallización de la sensibilidad, propia del proyecto de control mercantil de la naturaleza y de los seres humanos. Lo bello como herramienta tecnológica de captación de la afectividad y de la imaginación ha sido utilizado por todos los campos de poder en Occidente, desde las artes a la mediática, la política y la pedagogía, incluyendo muchas veces las propias perspectivas emancipatorias.

Hace casi un año Cristina Rossell, bailarina del Teresa Carreño, me habló de la posibilidad de resignificar lo bello, de resignificar esa tecnología de biocontrol de la subjetividad. Me parece que una resignificación de este tipo debe ser transmoderna, y requiere ubicar lo bello en un ámbito que no es de “fin en sí mismo” o de “finalidad sin fin”, sino en un espacio que despliegue herramientas y estrategias de mediación. Esto implica que lo bello queda disuelto en lo erótico, lo religioso y lo político. El fin de la experiencia de lo bello no sería lo bello en sí mismo, por sí mismo, sino ayudarnos a cuidar la vida, a racionalizar desde y con la alteridad, a pensar con arreglo a la reproducción de la vida (como diría Juan José Bautista), a superar el autoerotismo y recuperar y reconstruir nuestros bienes comunes afectivos y simbólicos. Sería una belleza, e incluso una poiética, no dependiente del arte, no pensada sólo desde ni para las artes.

Me parecía que el desafío no era darle a la belleza un sentido de comunidad, como hace la publicidad, o darle a todo el mundo acceso a lo biotecno-bello, como hacen las políticas de inclusión, sino de poner lo bello al servicio de la reproducción de la vida, y de garantizar su administración comunitaria y soberana.

Esto implicaría que las artes ya no se considerarían artes de lo bello, sino haceres, experiencias que utilizan lenguajes técnicos artísticos específicos para operar en realidades concretas, para actuar en realidades concretas (poiemata). Artes que no sirven para la contemplación desinteresada o para el mercado, sino que son útiles para cultivar, parir, nacer, criar, comer, amar, aprender-enseñar, encontrarse, sanar, comunalizarse: reproducir vida.

Me refiero a artes que, aunque desarrollen complejos procesos técnicos, pueden tener una función teórica o teorética (aportan metodologías para las ciencias sociales, por ejemplo); pueden activar procesos políticos en contextos específicos --no sólo artísticos--; pueden servir (mediar) para potenciar tramas sociales políticas: hacer que la gente se encuentre para construir realidades, para hacer político lo íntimo; pueden tener una función pedagógica: servir para aprender, para mejorar la relación de enseñanza-aprendizaje; e incluso pueden tener una función sanadora, como sucede con la gente que utiliza su formación técnica-artística como medio terapéutico.

sábado, 22 de octubre de 2016

La competencia por el reconocimiento artístico



Hace unos meses, Madaí Lugo publicó un texto que se llama “Danza en Unearte: prácticas de violencia y abuso de poder”. Plantea varios problemas que en el campo del arte son invisibles, o invisibilizados por sus propios agentes. El más importante, para mí, es el "deseo de reconocimiento". Dice Madaí:
Yo decidí detener el ensayo y hablar. Rechacé su maltrato que se origina en la presión para generar una obra cuyas fallas pondrían en tela de juicio la capacidad de la profesora como coreógrafa. Por tanto, el montaje había perdido su razón de ser ─que no es otro que el aprendizaje de los estudiantes─ para convertirse en parte de la competencia entre profesores deseosos de ser reconocidos.[1]
Si existe un trabajo consumido prácticamente sin retribución alguna, ese es el trabajo de las y los artistas (equiparable al trabajo de criar y de cuidar la vida). Su producto se consume como mercancía gratuita. Por eso quienes producen esta mercancía son, en su mayoría, jóvenes, porque el sistema los hace más explotables. Los artistas que pueden vivir del arte y que pasan de 30 años de edad son pocos, filtrados por el mercado y sus mecanismos de legitimación y reconocimiento. El culto al genio, la belleza y la búsqueda de libertad de expresión justifican dicho consumo y explotación.

Por eso las y los artistas, y quienes desean serlo, se preocupan tanto por el reconocimiento. También por eso en el campo del arte, y en general en el campo intelectual, la competencia por el reconocimiento es feroz, porque es la única vía para acceder a la renta (además de los mecanismos que ofrece el Estado, y que son limitadísimos). Después de los 30 años de edad la mayoría de la gente que hace arte vive de otra cosa. Sólo una minoría (sobre)vive del arte, y sólo una minoría de esa minoría logra acceder a medianos y grandes capitales.

Estos asuntos no son debatidos en las universidades. Seguimos reproduciendo la idea de que el arte es, por naturaleza, bueno, porque por sí mismo nos conduce a la libertad, al desarrollo espiritual y al progreso de los pueblos. Y esto es así porque Europa y Estados Unidos (incluyendo el marxismo-leninismo) nos enseñó a creer que lo espiritual y lo material son cosas distintas, y que, también por naturaleza, el arte tiende a lo primero.

Pero tal naturaleza es puro fetiche, ideología. Hasta Ludovico Silva creyó en ese fetiche, cuando dijo que en la revolución la belleza deberá seguir siendo la de siempre. Ludovico creía que la belleza es, por sí misma y en esencia, revolucionaria.

Me pregunto si Madaí Lugo piensa igual.


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[1] http://jotaceve.com.ve/danza-en-unearte-practicas-de-violencia-y-abuso-de-poder/

El potencial descolonizador de la experiencia de ser papá


En estos días descolonizadores, el diálogo con Karina Ochoa, especialmente --pero también con Enrique Dussel, Juan José Bautista, Ramón Grosfoguel, Héctor Alimonda y nuestro José Romero Losacco--, nos permitió ordenar algunas prácticas e ideas. El concepto de lo descolonial y de descolonización epistemológica nos interpeló con fuerza, y ahora que la 1era Escuela Ecosocialista de Pensamiento Crítico Descolonial Nuestroamericano terminó, nos queda el trabajo de llenar esos conceptos con nuestras experiencias y teorías --por lo menos mientras nos sean útiles--.

A Karina le conté un trabajo que vengo haciendo lentamente. Lento en lo teórico pero muy intenso en el día a día de lo familiar. Le decía que estoy prestando mucha atención a cómo la experiencia de ser papá genera en algunos hombres una necesidad, una disposición, una voluntad y una capacidad de cuidar la vida, de comprometerse con ese cuidado, y de actuar en función de una racionalidad con arreglo a la reproducción de la vida (como diría Juan José Bautista). Quizás porque en esos momentos la vida se nos muestra en su plenitud, en su posibilidad de ser: en su voluntad de vivir.

Por una invitación y provocación de Karina, me puse a pensar un marco epistémico para ese trabajo en el contexto del pensamiento crítico descolonial. Intenté recordar algunos momentos "descoloniales" de mi experiencia de ser papá y de otras experiencias de otros papás. Momentos en que muchos hombres dejan de actuar determinados por la voluntad de poder, de dominación, e incluso abandonan sus privilegios de género y, sin querer, hasta trascienden el género. Para muchos "hombres" esos momentos se ubican en los tempranos días del nacimiento de sus crías, o en los primeros meses o días de crianza --pero a veces sólo en la gestación--.

Pensaba que hay allí un potencial descolonizador, específicamente en tres aspectos:

1) El cara a cara con la voluntad de vivir de la vida, en la presencia de la persona recién nacida o ante el proceso de gestación, pone a muchos hombres en posición de postergar, suavizar y a veces negar los patrones masculinos modernos de deshumanización de las mujeres, de la alteridad y de la vida toda. El yo-conquisto queda a la deriva, o al menos queda con potencial de estar a la deriva. La dominación moderna por la vía del género y la sexualidad cede ante una voluntad de servicio que, a veces, puede extenderse a la crianza y al resto de nuestras vidas.

2) Por eso mismo, el yo-pienso (el cogito cartesiano) --como categoría existencial atribuida a la masculinidad-- también se tambalea. Las dicotomías (irracionales de la racionalidad moderna) naturaleza-cultura, trabajo-hogar, pero también hombre-mujer, trabajo-militancia y teoría-práctica son problematizadas en un amor más allá del género, un amor sin género, en el que la sexualidad se acerca a trascender el autoerotismo fálico. Sobre todo en los primeros días de vida de la persona recién nacida, muchos hombres experimentan que su libido se conduce hacia su cría. Entonces sucede una relación erótica no esperada: madre, cría y padre occidentalizados ("nuclearizados") se erotizan sin falo-centrismo.

3) La erotización transfálica nos coloca en una nueva situación: ahora nos damos cuenta cuán vulnerables somos en lo subjetivo, en lo íntimo, pero también en lo económico, lo político y lo social. Nuestra condición de pobres se nos muestra con rudeza, o con claridad, incluso con violencia, al ver que el disfrute pleno de la vida no puede durar, porque fuimos despojados de las tierras y los territorios que nos daban soberanía de vida, y porque tenemos que regresar al trabajo (a la venta de nuestra energía vital, que ahora no es sólo nuestra), arrojados al mundo irracional que nos impone el aumento de la tasa de ganancia como razón existencial.

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Para saber más de Karina Ochoa en Caracas ver: http://ciudadccs.info/la-descolonizacion-atravesar-toda-la-apuesta-civilizatoria/ 
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Ver también: http://hoyvenezuela.mippci.gob.ve/sincronizar-nuestra-sexualidad/

viernes, 14 de octubre de 2016

Descolonizar las artes es “desfetichizarlas”

El pasado 26 de septiembre, en UNEARTE, Daniel Gil nos ofreció la explicación más clara del concepto de alienación en las artes que yo haya oído.[1] Ni Walter Mignolo, que se ha arrojado sobre sí la autoridad gringo-universitaria (latinoamericanista) en materia de estéticas descoloniales, es tan claro (no puede serlo). Gil dijo que, en algún momento, el arte se alienó y dejó de ser parte de la vida, para convertirse en una cosa en sí misma, con valor propio y con autonomía respecto de los demás trabajos. Desde entonces llamamos artista a alguien que no es obrero ni artesano. Y remataba Gil, manoteando el aire: “¡Pero si en su origen arte significaba oficio! ¿Por qué tenemos que diferenciarnos de la gente?”.

En el siglo XVI, junto a la aparición de la banca y la hegemonía de la ciudad moderna, el lazo entre las artes y la vida se quebró, quedando las artes escindidas de su origen, absolutizadas en su particularidad: fetichizadas. En tiempos de Leonardo Da Vinci, un pintor todavía era considerado un artista “mecánico”, es decir, un obrero, alguien dedicado al trabajo manual, y por ende inferior. La política cultural de los banqueros Medicci, y de la iglesia en su fase anti-protestante y promercantilista, permitió que los pintores cobraran relevancia, y así empezaron a acumular el prestigio social del que hoy todavía gozan. Pero no se trataba de cualquier pintor, sino del “maestro” (el genio, para Kant), legitimado en el libro de Giorgio Vasari: Vida de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1550). Ese documento indica el ascenso social del yo del artista en Europa, que de anónimo en la Edad Media pasó a ser el mayor representante de la nueva ética de la ciudad moderna: la ética mercantil, la del “yo-conquisto”, el yo-explotador de la “terra mater” y extirpador (mutilador) de los saberes originarios en los cuerpos de las mujeres.

Cuando Leonardo da Vinci firmaba sus lienzos estaba haciendo obra, en el sentido moderno, es decir: trabajo escindido de la producción de soberanía de vida, de bienes comunes. Estaba haciendo arte, en el sentido todavía actual (hegemónico), con autonomía técnica e ideológica. Su “yo” empezaba a tener el mismo estatus de un dios maldito, un yo sin lazos, sin comunidad. La biografía de Leonardo es la de su obra, la de su condición de sujeto creador de totalidades metafísicas, no la de un sujeto atado a relaciones psicosociales, políticas y económicas comunitarias, a una tierra y a un territorio, a una memoria y a una cultura del trabajo. El Leonardo de Vasari (y el de History Chanel) es un “hombre” (masculino) recién nacido, sin pasado, que construye mundo desde su voluntad de poder, que saca de su yo la realidad: el proyector, el ingeniero del futuro, el visionario de todos los futuros. El modelo del todos los emprendedores de la economía de mercado. El modelo del empresario.

En cambio Daniel Gil está anclado (umbilicado) a las memorias de su gente. Su yo es comunitario, y su obrar (su hacer obra, su trabajo) busca restituir el lazo roto entre la canción y la producción de vida. Escuchándolo comprendo que nuestra tarea es la de “afirmar, por un proceso de liberación, los valores propios del proceso del trabajo del pueblo y su historia”, como dice Enrique Dussel. ¿Y cómo se hace eso? Superando la visión de la obra como fetiche, comprendiendo (y a veces restituyendo) sus ataduras, sus ligaduras, sus dependencias de los procesos comunitarios de cuidado de la vida.

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[1] En el conversatorio “Músicas y tradiciones descolonizadas”, del ciclo de conversas descolonizadoras de la Cátedra Libre Culturas Populares, con Daniel Gil e Ismael Querales, organizada por el profesor Fidel Barbarito, el 26 de septiembre de 2016.

jueves, 1 de septiembre de 2016

La modernidad compró nuestra subjetividad y nos dejó una burbuja

Se tiende a pensar que hoy (y al menos desde 2012) nuestros vecinos del sur están en mejores condiciones de vida que nosotros. Incluso tenemos una diáspora venezolana en latinoamérica. Una diáspora de profesionales que ven en esos países la posibilidad de continuar el ascenso social truncado en Venezuela.

Pero nuestros vecinos no pasan menos hambre, ni tienen más acceso a bienes. Sólo una porción privilegiada de nuestros vecinos lo consigue “todo”, eso sí. Lo que pasa es que en esos países la burbuja de la modernidad se mantiene inflada, especialmente para los sectores que reproducen la sensación real de estabilidad económica y sociopolítica, y que ayudan a inflar la burbuja. Pero incluso esos sectores no son menos pobres, porque la mayoría vive de la venta de su subjetividad. Usted puede tener la nevera repleta y acceso a “casi todas” las comodidades de la modernidad, pero aún así usted mismo (obligado) ha vendido su subjetividad.

En Venezuela reventaron (reventamos) la burbuja. Las causas y razones de ese reventón son complejísimas. Lo cierto es que aquí, en este instante, el capital muestra su verdadera cara. En Colombia y Chile el capital mantiene el estatus quo, o la ilusión de estatus quo, que los aparatos mediáticos y la industria cultural convierten en referentes de vida (referentes sicológicos, sensibles, afectivos, sexuales, relacionales, políticos y económicos).

Aquí la ilusión fue desmontada. Los sectores sociales que trabajan para acceder a ese estatus quo (que es el pueblo empobrecido, sobre todo ese que llamamos “clase media” o apirante a clase media), siente perdido esos referentes. Los siente fuera de su alcance. Y el desmonte de la ilusión de progreso y desarrollo es profundamente doloroso, porque, con o sin conciencia, esa ilusión había subsumido nuestras energías vitales. Nuestras ganas de vivir se identificaron de tal manera con la burbuja, que terminaron por convertirse en la misma ilusión que alimenta la burbuja, y en un factor fundamental de su reproducción (inflación). Reventada la burbuja, nuestras vidas quedan a la deriva.

Una pequeña porción de nuestros vecinos del sur puede hoy tener de todo, pero en cualquier momento se quedan sin nada. Porque la burbuja funciona con la misma lógica de un dealer de drogas ilegales y legales: nos intoxica de placeres fáciles hasta tal punto que nuestra vida depende de cómo el dealer, y el sistema farmacéutico que lo esclaviza, necesitan administrar esos placeres. De igual manera funcionan los demás aparatos neoliberales de control y gestión del placer.

A lo mejor “usted y sus hijos” lo tienen todo, “su seguridad y la de su familia” están garantizadas… a lo mejor, ¿pero y la de sus descendientes en cinco o diez generaciones? En cualquier momento se quedan en la nada, siendo lo que todxs en verdad somos: pobres. Porque al poner en venta nuestra subjetividad aceptamos que fuese convertida en propiedad privada; y los propietarios pueden disponer de ella como les convenga. Recuerden que, según el derecho burgués, la propiedad vale más que la vida.

viernes, 19 de agosto de 2016

Vendimos nuestra subjetividad

Para mí, el nudo de la crisis está en que, generacionalmente, se nos olvidó la experiencia de tener soberanía de vida. Papá cuenta que su abuelita del campo tenía su trapiche, su caña, su vaquita para su queso, y que no compraban casi nada sino ropa, quizás, muy poquita cosa. Sin embargo, un buen día mi abuela se fue de ese campo, jovencita como estaba, a buscar una mejor vida en las petroleras de Punta Cardón. En el campo lo tenía todo, pero no progreso y desarrollo. Y, pues, terminó en Caracas, en los Magallanes.

Yo creo que, en medio de esta revuelta económica, no hemos medido suficiente las consecuencias del despojo cultural al que fue sometido el campo. La cultura del conuco fue despojada de su condición de cultura. Había que buscar la cultura en los libros, y eso fue lo que hicimos. Ahora tenemos maestrías y escribimos artículos académicos, pero no tenemos comida. ¿Por qué? Porque en esa venida al desarrollo vendimos nuestra corporeidad, que era lo único que nos quedaba, a cambio de cupos en la universidad y trabajo asalariado. Vendimos nuestra subjetividad, que era lo único que nos quedaba, después que nos fuimos --“nos fueron”-- del conuco. Y nuestra subjetividad fue reducida a la dependencia. Reducida porque, en otros tiempos, antes del despojo, la subjetividad era fuente de vida: atada a mitos, a saberes en forma de historias, a ritmos de vida, a autoabastecimiento, a un reparto equivalencial de los excedentes.

Lo que hoy se hace evidente es que nuestra subjetividad dependiente (del progreso y el desarrollo, del bienestar social, del estatus quo mayamero-eurofílico, de la capacidad de consumo, de la seguridad pública y del Estado) es el fundamento del capital. Ya no la clase obrera de la fábrica, sino la gente empobrecida, que hoy día somos más del 90% de la población mundial.

A mi abuela “la fueron” del conuco. No hay progreso sin la destrucción histórica de nuestras experiencias de soberanía de vida. Teníamos que quedarnos desnudos. No tuvimos opción. El conuco fue empobrecido al sacarle lo que más le daba valor: nuestros placeres, que fueron y siguen siendo atrapados como moscas por la trampa de la libertad individual capitalista, la trampa del desarrollo personal, del “tu futuro está en tus manos” del dedo apuntador del tío Sam, y que hoy se traduce en la esperanza de que, algún día, cuando todo esto pase, volveremos a viajar a Europa y a no tener que moler maíz todas las noches.

¿Tú sigues creyéndote esa?