miércoles, 19 de diciembre de 2012

Libro sobre Isidro Núñez, fotógrafo documental

Esto lo hicimos hace miles de años... Que yo sepa, no se ha impreso. Lo voy a publicar por aquí sin pedir permiso. Espero que el perro y la rana sepan entender mi decisión, basada en los principios del acceso libre. Agradezco a Abel Naim, Jesujiano Núñez y Rafael Salvatore por su apoyo, y al Centro Nacional de la Fotografía por su impulso.

Ver también: Mandala urbano marte



Hacia una estética provisional VIII

Lo que el Grupo hizo fue desmontar (¿deconstruir?) las reglas, las jerarquías y las legitimidades del campo del arte. Por lo menos jugó a desmontarlas. Claro que ese juego tuvo algunas consecuencias en el mundo real, sobre todo en las acciones realizadas en contextos comunitarios, como La fiesta del agua o La cama. En cambio, las acciones museísticas, como El Salón o Born in America, tuvieron muy pocos interlocutores. El caso de La tarja es excepcional, pues tocó algunas zonas sensibles del público especializado.

Pero las acciones del Grupo no trascendieron la decodificación del canon. Sus discursos no fueron tan radicales como parecían; mostraron todas las contradicciones del campo del arte, pero no quisieron transformarlo. Ello quizás porque, a diferencia del Techo de la Ballena, el Grupo sólo se enfrentó al circuito cerrado del arte, y no buscó denunciar u oponerse al poder gubernamental. No encontraremos en el Grupo obras como ¿Duerme usted señor presidente?, de Caupolicán Ovalles, ni imágenes como las del documentalismo fotográfico de los años ochenta, ni una pieza como Lamezuela de Deborah Castillo, que se plantean una crítica a la macropolítica, una crítica hacia fuera del arte. En cambio, la crítica del grupo se quedó en el espacio de la micropolítica. Es más, podría decirse que su crítica tuvo raíces posestructuralistas y etnográficas, porque intentó hacer visible los fundamentos, las posibilidades y los límites del arte contemporáneo como institución, pero desde el ejercicio del propio arte contemporáneo.

Las prácticas del Grupo se mantuvieron en un punto medio discursivo: ahí radica su provisionalidad. Sus discursos no se resolvieron en un manifiesto, ni en un tipo de acción particular y única, ni en una postura definitiva y homogénea frente a las cosas. No fueron radicales ni subversivos, a la manera de El Techo de la Ballena o la Escena Avanzada chilena, por ejemplo. En cambio, el Grupo jugó a entrar y salir de las instituciones del arte, interesadamente y con mucho sentido del humor, para develar sus límites y sus alcances, pero no para modificarlas.

El juego, la puesta en escena y la caricatura de algunos aparatos culturales de dominación fueron los recursos de aquella provisionalidad. No puedo dejar de compararla con la ética provisional de Descartes, ese resguardo de la moral para construir, en soledad, y una vez desplomada la vieja casa de la "opinión pública", la nueva morada racional de la razón. A veces creo que al Grupo le pasó algo similar: erigieron una estética provisional al resguardo del derrumbe de todas las disciplinas, incluyendo la estética, y a la espera de una nueva institucionalidad y de otra episteme para el arte.

La suya fue una estética del “mientras tanto y por si acaso”, como diría Cabrujas. También una estética como “zona de distensión”, que fue como se llamó una exposición de David Palacios del año 2002, para “poner en evidencia la permeabilidad de los límites simbólicos de los dispositivos en diálogo, y para eliminar la posible neutralización en la intermediación del saber”, al decir de Carmen Hernández.

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Ver también: ///// 
Hacia una estética provisional VII / Hacia una estética provisional VI / Hacia una estética provisional V / Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional / Hacia una estética provisional IV / Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

domingo, 16 de diciembre de 2012

Hacia una estética provisional VII

La investigación sobre el Grupo Provisional, que apenas comienza, terminará en mi trabajo de ascenso, es decir, que eventualmente será una unidad discursiva. Eso sucederá, quizás, a finales de 2013. Para entonces, espero terminar de darle cohesión a mis notas.

Me he propuesto hacer público (es decir, político) el trabajo desde sus inicios, y para eso he utilizado el blog como herramienta de publicación. Periódicamente iré “montando” lo que en algún momento será el texto final, que estará conformado por los fragmentos del blog. Así que la estructura del trabajo será fragmentaria, no monográfica ni analítica; por el contrario, estará llena de vacíos: mostrará sus vacíos.

Esto es importante porque habla de la naturaleza conceptual del trabajo. Como no voy a escribir desde la estética, ni desde ninguna disciplina ya realizada, sino desde un ámbito discursivo ubicuo e inacabado, la mejor forma de expresarme será una que también sea inacabada y descentrada. Y esa forma la encuentro en la escritura fragmentaria.

La decisión de hacer público el proceso de investigación tiene raíces similares. La desubicación disciplinaria me impone el desocultamiento de la reflexión. En primer lugar, porque me hace menesteroso de mucha ayuda y de mucha interlocución. Y en segundo lugar, porque me visibiliza y así me sitúa en un locus posible (el mío), pero sin fijación final, sin “situación”, más que la propia materia de mi discurso.

Esto me ha permitido definir algunos fundamentos teóricos y metodológicos importantes. Por ejemplo, gracias a varias respuestas de algunos lectores a un texto del blog, puedo enunciar una de las bases del trabajo: la certeza de que mi objetivo es estudiar las maneras en que el Grupo Provisional se planteó la revisión de las estructuras políticas del campo cultural, a través de algunos recursos del arte contemporáneo. Eso quiere decir que mis destinos no sólo serán las poéticas del Grupo --sus estrategias para hacer artificios que funcionan como realidades simbólicas--, sino sus políticas: es decir, la manera en que esas estrategias develaron tramas de poder, con el fin de hacerlas públicas, cargadas de herramientas de crítica, de modo que tanto el Grupo como quienes participaron de sus estrategias debieron asumir las consecuencias de sus prácticas.


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Ver también: ////// Hacia una estética provisional VI / Hacia una estética provisional V / Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional / Hacia una estética provisional IV / Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

jueves, 13 de diciembre de 2012

Hacia una estética provisional VI



Hay que seguir estudiando la tradición revulsiva del arte venezolano. Y no sólo del arte sino de la cultura de la imagen, tanto en Venezuela como en América Latina y caribeña. En nuestro caso, esa traición ha sido sistemáticamente borrada del mapa. La reaparición de Dámaso Ogaz en nuestra memoria colectiva, gracias a los esfuerzos de Félix Hernández y Juan Calzadilla, devela sendos vacíos, tanto historiográficos como políticos.

Entre nosotros, hubo y hay un olvido programado de la tradición revulsiva de la imagen. La misma ceguera de Miguel Arrollo frente al Techo de la Ballena se repite (o se reedita) luego, en los noventa, en La invención de la continuidad, de Luis Pérez Oramas; y se vuelve a repetir, una vez más, en la Bienal de Sao Paulo curada por el mismo Pérez Oramas, que insiste en olvidar y desvalorar, ya no sólo el Techo de la Ballena sino a toda la tradición del arte político, desde los balleneros hasta los colectivos de guerrilla simbólica, pasando por el Grupo Provisional y sus actores.

Pérez Oramas es un agente de las trasnacionales del campo del arte. Su estrategia, como la de tantos “curadores de servicio” (sic. Justo Pastor Mellado), es invisibilizar y acumular capital simbólico. Acumular discursos y relaciones sociales. Invisibilizar prácticas y lecturas revulsivas. Su trabajo es fortalecer los relatos canónicos, y omitir aquellos que son difícilmente apropiables, al menos mientras desarrolla estrategias de apropiación. Esas omisiones son, a la vez, literales y literarias. Las primeras las expresa diciendo, por ejemplo, que Lovera y Nascimento son los artistas que “más seriamente y más consistentemente han hecho crítica institucional y crítica política en Venezuela”, olvidando a tantos creadores mucho más comprometidos y eficientes. O cuando escribe cosas como estas:
Por eso, someramente, fracasaron quienes enfrentaron “justicieramente” al cinetismo; por eso la experiencia de la nueva figuración se tiñó de la misma grandielocuencia que pretendí­a combatir, con el detrimento de sus insulsas narrativas o de sus falsas seducciones esteticistas; y por eso el Techo de la Ballena, que hizo guerrilla estética, la perdió también en el campo de lo visible, tanto como la perderí­a en los escarpados campos de la batalla montaraz.[1]
Que diga que el Techo de la Ballena fue un fracaso (como si predicado significara algo), lo sitúa dentro de la matriz de opinión neoliberal.[2] En verdad no dice nada nuevo: repite lo que, desde finales de los sesenta, se convirtió en el lugar común de los intelectuales de izquierda que pactaron con el gran capital. ¿Cuántas veces no escuchamos a Emeterio Gómez o a Teodoro Petkoff hablar del fracaso político del marxismo, o del socialismo? ¿Cuántas veces al día se repite ese mismo mensaje en los medios de masa, con el argumento --desarrollista y cientificista-- de que cualquier discurso de izquierda o derivado del marxismo es anacrónico, y que por eso no sirve?

Las otras omisiones, las que he llamado literarias, son más sutiles, pero no tanto como para ser invisibles. Se repiten en las estrategias formativas, editoriales y curatoriales canónicas del mundo occidental. Su meta es “poetizar” o estetizar los discursos subversivos, que son anulados con la pluma del preciosismo. El resultado es la descontextualización de los discursos, su aislamiento “como excentricidades despojadas de su carnadura histórica y su potencia crítica” (Ana Longoni).

Todas estas omisiones generan un relato por vía negativa. Nos dicen, por ejemplo, que entre el Techo de la Ballena y el Grupo Provisional hay más de una relación. ¿No hay en El salón y Born in America vínculos pragmáticos e ideológicos con el Homenaje a la cursilería? O ¿cuántas semejanzas no habrá entre Homenaje a la necrofilia y La tarja, por ejemplo?

Las omisiones canónicas deben ser, para nosotros --antropófagos culturales--, herramientas para seguir tejiendo el relato subversivo de nuestras trasgresiones simbólicas. El Grupo Provisional las utilizó para deconstruir los discursos del campo del arte, incluyendo el de los curadores de servicio.


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[1] “Carta a Juan Carlos Rodríguez”, en el marco de la exposición Zona de distensión, de David Palacios, CELARG, 2003. http://av.celarg.org.ve/DavidPalacios/LuisPerezOramas.htm

[2] Algo similar dice sobre Claudio Perna, cuando, a propósito de la acción del autocurrículo en el MoMa, lo reduce a un artista periférico ansioso por figurar en los centros de poder. (Ver: "El autocurrículo de Claudio Perna", en Arte social. Claudio Perna. GAN, agosto 2004).

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Ver también: /// Hacia una estética provisional V / Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional / Hacia una estética provisional IV / Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Hacia una estética provisional V

En la era de la desilusión estética, al final de la historia y de los grandes relatos, el Grupo Provisional, signado por una doble tradición conceptualista (europea y norteamericana, por un lado, y latinoamericana y caribeña, por otro), utilizó la ficción irónica, burlona e hiperbólica para hacer una crítica del arte venezolano. Es decir, utilizó esos elementos “acaso barrocos” para develar las contradicciones y vacilaciones contemporáneas del campo cultural. ¿Cómo el Grupo se apropió de esas dos tradiciones, en el contexto venezolano de la segunda década del siglo XX, y cómo fueron utilizadas esas herramientas “acaso barrocas” para develar y quizás para transformar las estructuras de poder?, son dos preguntas que intentaré ir respondiendo. Las líneas que siguen son el comienzo de la respuesta:

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Las estrategias de autorrepresentación con que describimos el arte conceptual tienen mucho del espíritu o del eón barroco, como dría Eugenio D`ors. El Quijote, Hamlet, los tromp l`oeil de Cornelius Giesbrecht y Las meninas de Velázquez, por mencionar algunos ejemplos, exponen los sistemas estéticos y culturales que las atraviesan. Son obras que muestran sus estructuras de representación. El momento en que el Quijote presencia el tiraje del falso libro sobre sus aventuras, en Barcelona, o cuando le firma un poder a Sancho usando su nombre “real”, Alonso Quijano, justo cuando acababa de firmar la carta a Dulcinea como El Caballero de la Triste Figura, son imágenes que exponen el problema del autor como productor, como diría Walter Benjamin, participando en la trama moderna del poder. Es más, son la puesta en escena y la caricatura de esa misma trama.

Desde los ready mades de Marcel Duchamp hasta la recreación de la cultura masas de Andy Warhol, el conceptualismo europeo y norteamericano se planteó, como el Barroco, la revisión de las autorepresentaciones del arte y del poder. Es como si, desde Duchamp, el campo del arte hubiese girado en la dirección de una teoría crítica transestética, hacia el examen de los mecanismos de poder, no sólo del arte sino de la cultura visual, la cultura de la simulación de tercer orden, como diría Jean Baudrillard.

Pero a diferencia del Barroco, el conceptualismo europeo y norteamericano del siglo XX cultivó un arte sin belleza, sin ilusión. Podría decirse que seguía objetivos ideológicos, pero sin disidencia y sin contrahegemonía ni resistencia política. Al contrario, el conceptualismo se convirtió en una herramienta de hegemonía mundial norteamericana, en un arma de guerra para capitalizar el capital simbólico internacional. El espíritu del conceptualismo europeo en América del norte estuvo signado, en la práctica, por una estrategia de acumulación y de expansionismo simbólico.[1] En todo caso, funcionó como un arte sin máscara y sin el juego barroco de los espejos, sin la puesta en escena de la futilidad del poder frente a la muerte, como en Los embajadores de Holbein, por ejemplo.

Ello no le impidió desarrollar mecanismos de crítica al funcionamiento del campo del arte. En Europa y Estados Unidos, esos mecanismos --al no ser contrahegemónicos-- fueron rápidamente absorbidos por las instituciones culturales y por los circuitos de interpretación y valoración de imaginarios. Artistas como Duchamp o Warlhol fueron elevados a la categoría de semidioses, y así fueron rápidamente neutralizados. Eso sucedió gracias a estrategias políticas muy finas, a instituciones concretas y actores especializados, como Alfred Barr Jr.

En cambio, en América Latina y caribeña lo barroco fue y sigue siendo una estrategia de autoepresentación política. José Lezama Lima lo llamó “arte de la contraconquista”. Cuando el indio Kondori inserta los signos del inca en la fachada de la iglesia de Potosí, crea una transvaloración del imaginario hegemónico con técnicas de guerrilla cultural: utiliza la cultura del enemigo, su técnica y su lenguaje como herramientas de emancipación. El indio Kondori hace lo que Cervantes, pero con objetivos políticos: hace la puesta en escena de las estructuras de dominación, pero con el fin de trastocarlas.

La proliferación del culto mariano en América es otro ejemplo de autorrepresentaciones imaginarias y políticas. Según Serge Gruzinsky, ese culto preparó el terreno de una guerra de imágenes. Yo diría que se trató de una guerra de guerrilla. El imaginario mariano, que en un principio se usó como instrumento de evangelización, se transformó en herramienta de contrahegemonía criolla. Fue importantísimo para que fray Servando Teresa de Mier expusiera, frente a la representación del rey y del papa, una de las teorías barrocas más subversivas. Sigue siendo importante en el imaginario popular nuestro americano, y en algunas representaciones icónicas de la lucha armada y popular del siglo XX.

Cuando el Grupo Provisional creó sus estrategias de autorrepresentación del campo del arte, usando la caricatura y la ironía a través de ficciones museográficas, actuaban sobre él estas dos tradiciones conceptualistas: la revulsiva y política de América Latina y caribeña, y la del conceptualismo anglosajón. En la mayoría de los casos (no siempre), la segunda opacó la primera. Prueba de ello está en los escasos interlocutores y en la escasa resonancia que el Grupo tuvo y tiene en el campo cultural. A pesar de que sus miembros siguen actuando en la vida pública, las experiencias del Grupo no funcionan hoy en día como referentes culturales importantes. Los actores del campo del arte más visibles de los años noventa no entendieron o decidieron ignorar las trampas ficcionales de Grupo. Los artistas más jóvenes no lo conocen, o lo conocen poco. En general, el campo institucionalizado del arte nacional sigue su camino de aislamiento preprogramado, de desencanto sistemático fundado por algunos intelectuales de la generación del Techo de la Ballena, y por otros de las generaciones inmediatamente posteriores, como José Ignacio Cabrujas e Ibsen Martínez.[2]

La otra tradición, la revulsiva y barroca, que el Grupo utilizó para generar tecnologías simbólicas de contrahegemonía, resuena hoy día en algunas prácticas de creación, como en las de Argelia Bravo, y acaso en algunos colectivos populares de comunicación, pero no por influencia directa del Grupo sino porque esas tecnologías son parte de nuestra historia de la imagen. El Grupo creó sus versión particular de esta tradición, como antes lo hicieran El Techo de la Ballena y los colectivos políticos y comunitarios de los setenta (como Guaicaipuro 1), y luego, en los ochenta y los noventa, Claudio Perna, el grupo Peligro, Isidro Núñez, Clemente de la Cerda, Javier Téllez, Sandra Vivas y la propia Argelia Bravo.

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[1] La exposición de 1913 en el 69 Regimiento Armory, en Nueva York, el Armory Show, consolidó el proyecto norteamericano de apropiarse del arte europeo para generar la hegemonía cultural más poderosa de la historia de la humanidad.

[2] Sobre esto habla extensamente Héctor Seijas, en un artículo que se llama “Hipercamaleonismo/Quintacolumna/Hiperintelectuales”, publicado en Caracas revisited, Editorial El Perro y la Rana, 2010. Allí dice cosas como estas: “Durante el primer reinado de Rafael Caldera (1969-1974), a intelectuales que venían de combatir el sistema capitalista se les concede un puesto, un lugar en la sociedad a la cual pretendían destruir y cambiar por otra más justa. Creativos publicistas o guionistas de novela. Comienzan a ganar dinero como nunca antes en sus respectivas vidas. Verbigracia: Ibsen Martínez y José Ignacio Cabrujas. Poseídos de un humor escéptico y burlista, basado en la ironía y el desencanto, rasgos característicos de intelectuales venezolanos que asumieron el repliegue de los años sesenta como una derrota política y moral, mas no económicas, dentro de lo que cabe concebir como particulares economías domésticas”. (p.181)

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Ver también: //// Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional / Hacia una estética provisional IV / Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

martes, 11 de diciembre de 2012

Un epígrafe para el trabajo sobre el Grupo Provisional

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Todo proyecto social, artí­stico o investigativo puede ser analizado y evaluado tomando en consideración una cantidad de variantes que van más allá de sus objetivos enunciados, de sus propósitos explí­citamente expuestos. Creo que sería interesante elaborar una evaluación distinta del Techo de la Ballena. Una evaluación que permita crear grandes categorí­as de consensos y disensos, buscando el lugar más ajustado en esa pluralidad de voces, ubicándolo en su contexto histórico y social, e indagando sus sentidos como posible remanente en el ámbito de lo simbólico, que aunque no se sepa por donde anden –esos sentidos–, pueden ser retomados aunque sea parcialmente, y servir de detonante de nuevas experiencias.

Carta de Juan Carlos Rodríguez a Luis Enrique Pérez Oramas, en marzo de 2003
http://av.celarg.org.ve/DavidPalacios/JuanCarlosRodriguez2.htm

martes, 27 de noviembre de 2012

Hacia una estética provisional IV



Fernando Venturini estrenó Zoológico en 1992. En el minuto 39 aparece José Tomás Angola, todo señorito ochentoso, haciendo visible lo que para mí es el centro de la película: la decadencia de la República del Este en sus hijos posmo-nihilistas. Ese mismo año el MVR 200 dio el golpe de Estado que puso a Chávez en los televisores de todo el país.

Entre las imágenes de Venturini y la de Chávez hay una tensión retórica de larga data, y que en ellos se manifiesta en dos medios de masas. La película relata la puesta en escena de la clase media como ficción cultural. El “por ahora” de Chávez fue otra puesta en escena, otro signo que nos permitió entender el carácter artificioso y editable de la cultura: el poder de la ficción para crear y destruir modelos de realidad. Desde entonces sabemos que estamos listos para empastelar, con maña, las diferencias y afinidades entre la imagen y la realidad.

En 1996 se publicó el beso más cursi y verosímil de otra cultura letrada: el que le estampó Fabricio a Elisa en pleno caracazo, al final de Salsa y control de José Roberto Duque. En ese beso conviven la República del Este, los escritores olvidados o negados por esa misma república, y el imaginario del barrio malandro. Si País portátil terminó en el “digno fracaso” de la guerrilla urbana, y marcó el fin de las retóricas emancipadas de los 60, José Roberto Duque, veintiocho años después, reanima el imaginario “majamámico”, ingobernable e irreverente de la década que termina en la novela de Adriano González León. El beso de Fabricio y Elisa extiende la desobediencia recogida, sistematizada y reescrita por Dámaso Ogaz en Jonás, la ballena y lo majamámico, de 1964. Fabricio, Elisa y Jonás son la trinidad laberíntica de nuestros discursos. Pero también son los tres cachos del minotauro caribe, cariba, caníbal, can cublai, Kublai Kan. Son imágenes del discurso salvaje: son lo bastardizado, lo resentido en nuestra cultura, que saca los dientes frente todo el país y dice que se rinde, “por ahora”, pero ya le puso el ojo al cuerpo que se va a comer.

Dos de las estrategias recurrentes del Grupo Provisional, a saber, su insurgencia planificada y sus ficciones de la cultura, fueron ensayadas, en Venezuela, de mil maneras. La conciencia del poder que tiene la ficción para representarse a sí misma, para construir y destruir modelos de realidad, y la revisión crítica de posibles imaginarios desobedientes, marcan las acciones del Grupo. Entre el 91 y el 96 esas estrategias se practicaron en el arte (en el documental, en la fotografía, en el performance, en la instalación) en los medios de información y en la política. Faltaba aplicarlas sobre las estructuras del campo cultural.


Ver también: //// Hacia una estética provisional: algunos presupuestos teóricos y metodológicos  / Hacia una estética provisional III / Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

domingo, 11 de noviembre de 2012

Metáfora y propaganda



Que nadie se escandalice porque ya no exista arte (en el sentido europeo de la palabra), y porque haya poco arte no bello. Al contrario, debemos sentirnos estimulados. El territorio simbólico, metafórico y comunicacional que estas ausencias hacen visible nos pone ante una veta de saberes. No una veta nueva, ojo, pero sí pertinente. Ese territorio no es estético, pero tampoco sólo comunicacional o sicológico, lingüístico y antropológico. Todas las teorías modernas le sirven, pero desde sus limitaciones, caducidades y trascendencias.

De allí surge una episteme cruzada y crítica, como la de la cultura visual, o trans-indisciplinada, como diría Argelia Bravo, pues se aprovecha parcialmente de todos los saberes. Su objeto de estudio está a medio camino entre cierto arte no bello, pero eficiente, y algunas prácticas comunicacionales.

Carmen Alicia Di Pascuale me hizo ver que esa episteme no puede ser disciplinante, aunque provenga de la fenomenología. Carmen Hernández me hizo ver que la episteme sirve para, desde el campo del arte, valorar el peso de lo que no puede ser instrumentalizado: la metáfora, en prácticas tan instrumentales como la educación, la propaganda, el panfleto, etc.

También sirve para que la metáfora no se aisle en su propio juego. “El cubrefuego de la imagen” no sólo conduce a una “teleología insular” (sic. José Lezama Lima). ¿No puede la metáfora conducir a un conocimiento del mundo y de las relaciones de poder? ¿No puede la función significante de la propaganda valerse del poder de la metáfora?

Este posible cambalache entre la estética y la teoría de la comunicación, que implica una deriva de los sentidos canónicos, lo practican, en Venezuela, Argelia Bravo y el Ejército Comunicacional de Liberación (ECL). Pero como ya los lectores están cansados de esos referentes, citemos el colectivo Dexpierte, de Colombia, y el trabajo de Tania Bruguera.

Carlos Zerpa me dijo que Dexpierte es algo así como el alma gemela del ECL, pero más ¿académica? Se dedican a crear referentes visuales para la memoria política colectiva. Utilizan el mural y el esténcil como armas de resistencia contra el olvido programado, la mentira y las omisiones historiográficas de los poderosos. Reviven, en las calles, una cultura de lucha borrada con alevosía. Hacen guerrilla comunicacional. Producen artefactos que no se agotan en su función significante. Crean referentes imaginarios que no se instalan en la memoria como mensajes, sin polisemia y sin ambigüedad, sino como dispositivos que quiebran el imperio de la significación.

Tania Bruguera, en medio del campo del arte, hace lo contrario. Parte de la pura metáfora y de la escena para revisar problemas socioculturales. Crea códigos abiertos pero contextualizados con los que hace visible las tramas del poder. Su trabajo tiene direcciones fijas; su polisemia está dirigida hacia un fin, no estético sino político, ético o teórico.

Aparentemente, y si es cierto lo que vengo exponiendo, la eficiencia de la propaganda radica en el uso que hace de la metáfora; y la eficiencia del arte no bello está determinada por sus fines políticos.

sábado, 10 de noviembre de 2012

Para un nuevo sentido común en el campo del arte

¿Podemos seguir diciendo que el campo del arte existe, al menos como un campo autónomo? Casi no hay arte, incluso arte no bello, en ese campo. Lo que tenemos es un inmenso territorio simbólico --estético y comunicacional-- signado por la mayor de las prácticas simbólicas: la reproducción y revaloración financiera del capital. En ese territorio se realizan todas las contiendas políticas y se confirma el triunfo del proyecto europeo: hacer del símbolo realidad automanifestada, autoenunciada, autosignificada, autorrepresentada, etc.

Ese proyecto tuvo en el arte su primer laboratorio. Después de Leonardo y de los artistas barrocos, el proyecto se expandió hacia la ciencia disciplinante, la teoría política y la económica. Los presupuestos estéticos de Leonardo fueron utilizados por Descartes para crear el método científico; la conciencia barroca fue utilizada por Maquiavelo para escribir El príncipe; el modelo especulativo de Vasari es el mismo de los usureros renacentistas.

Desde entonces, el arte quedó subordinado a los poderes del discurso económico, político y científico. Los románticos y Kant intentaron sacarlo de ese atolladero ancilar, pero sólo lograron encerrarlo en los nuevos “mitos modernos”: el del alma, el sueño, el inconsciente y el genio (leer a Albert Béguin).

El encierro --o auto encierro-- del arte permitió que las corporaciones y los Estados poderosos controlaran la producción de imaginarios. La Bauhaus es un ejemplo de esto, pero también el muralismo mexicano, o el expresionismo abstracto norteamericano, etc.

Los artistas, como cualquier otro trabajador en Occidente, quedaron a merced del capital, explotados, utilizados, arruinados, reducidos, marginados, o neutralizados en la categoría de semidioses. Pero también quedaron a merced de sí mismos. Las estrategias de autocontrol del capitalismo avanzado fueron practicadas, primero, en los artistas. La noción de genio, y el divismo que implica, sumada al concepto del arte como espacio de la suprema libertad, han hecho de los artistas subjetividades políticas autocontroladas, auto explotadas. La idea del arte por el arte, e incluso el concepto expandido del arte, son poderosas armas de dominación de las subjetividades contemporáneas.

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Tenemos la posibilidad histórica de modificar este escenario explotador. Contamos con un contexto que puede permitirnos una deriva necesaria. Podemos ayudar a crear un “sentido común” disidente, crítico, en el que los creadores de visualidad y de imágenes no sean concebidos como genios sino como investigadores, tan importantes como un tecnólogo, o un científico académico, o un político, o un economista. Así los artistas no tendrían que ir mendigando con sus obras por cuanto espacio explotador existe: galerías, ferias, bienales, salones. En cambio, serían reconocidos como subjetividades poderosas, como creadores de productos útiles, pues en ellos caería la inmensa responsabilidad de generar imaginarios complejos, de crear referentes y de fortalecer ideologías. Sus prácticas serían modelos políticos, y sus discursos nos permitirían fortalecer la crítica de todos los poderes, la deconstrucción del Estado moderno y el fortalecimiento de redes de autogobiernos comunitarios.

En lugar de vender sus obras, estos creadores trabajarían en proyectos generados por ellos mismos, en función de necesidades colectivas y comunitarias, y financiados por un Estado moderno que debe ser (y que con Chávez afortunadamente es) suicida.

Pero insisto: las trabas de un escenario así radican en el concepto del artista como divo, como genio, despegado del suelo, loco y por eso dominable; concepto naturalizado en el discurso de los poderosos, expandido en todas las esferas de la vida pública y confirmado por los medios de producción de información.

jueves, 25 de octubre de 2012

Acercamientos a la noción de crítica

En el principio era el logos, la idea sin carne, el supremo bien que imantaba los buenos discursos. El logos fue el primer instrumento para pensar el pensamiento, para hacer crítica, en un sentido kantiano.

La crítica es el fundamento de la filosofía. Antes de Sócrates, ninguna cultura se había dedicado a pensar lo más común entre las culturas: la razón. Así nació la “razón segunda” (sic. Briceño Guerrero) que razona la razón.

Pero crítica era también crisis, krinein, quiebre del discurso. En la filosofía platónica los dialogantes debían procurar la crisis de sus discursos. Sólo así se haría visible, en la palabra, la luz del logos. Ante los posibles caminos que el discurso dejaba a la vista, los conversadores debían escoger el más justo. Voluntad y revelación están en la raíz de esa crítica.

Si de los griegos saltamos a la posmodernidad, nos encontraremos con la muerte de todos los relatos, incluyendo el crítico. Baudrillard en Caracas, después de hallar en nuestros barrios una filosofía sin lugar (utopía), habló de la muerte de la crítica. Entonces dijo que el arte contemporáneo, el arte no-bello, por exceso de auto significación no dejaba lugar a ningún discurso. Nada se puede decir sobre ese arte, que agota en sí mismo todo lo decible. A nadie le habla el arte-no bello. Sin escena, sin imagen, sin ilusión, sólo puede referirse a sí mismo. Reducido a las fórmulas de la comunicación masiva, se parece a los impulsos electromagnéticos binarios. Su proyecto es el mismo aquí y en Pekín: exponernos a estímulos 0 que produzcan respuestas 1.

Entre los griegos y Baudrillard están la crítica autorizada (o profesional), la crítica como creación y la crítica radical. Hay una más, que le sirve de fundamento a todas las anteriores: la crítica trascendental kantiana. Ésta buscó indagar en los límites del conocimiento, de la moral y del placer. Kant quiso estudiar la estructura racional, volitiva y sensible con la que juzgamos, es decir, con la que comparamos lo general y lo particular. Habló de un juicio subjetivo que “place en el mero enjuiciamiento”. Un juicio de finalidad sin fin. Le interesó describir una posible sicología de nuestra facultad de juzgar, más que sentenciar las obras de creación.

En cambio, a la crítica autorizada le interesa sentenciar la verdad del arte. Esa crítica se encarna en la figura del crítico profesional, experto, conocedor que emite juicios determinantes (y no reflexionantes) cuando está ante el arte. Su discurso es moral y cientificista. Dice lo bueno y lo malo de las obras, pero basado en las leyes del conocimiento teórico, historiográfico y técnico. El paradigma de esta clase de crítica sería Sainte Beuve (según Foucault), es decir, el crítico como figura de poder, como burócrata de la cultura, a la vez legitimador y enterrador.

Con Sainte Beuve se consolidan los lugares comunes de la crítica que todavía actúan en la opinión pública. Yo diría que son, por lo menos, tres lugares, tres ideas: la noción de crítica como metarrelato, como discurso de la autoridad legitimante y como discurso objetivo. La primera se funda en la necesidad de diferenciar los artistas de los críticos. Aquellos, ya lo decía Platón, no saben lo que hacen, por eso se necesita un crítico-hombre, pater familias de la cultura que los encamine por el sendero del bien. Su instrumento de escarmiento y control es el discurso segundo, especulativo y explicativo, tendido como un velo moral sobre las obras. Este pater familias, conocedor y experto, es (o era) también pieza central del juego económico del arte. Su voz autoritaria legitima (o legitimaba) las funciones mercantiles del campo cultural, dirigidas por el poder económico y nunca por el crítico, que juega (o jugaba) un rol servicial.

La tercera idea, la de la objetividad de la crítica, sustenta las anteriores. El pater familias tiene que ser justo y objetivo. El juego de las legitimaciones, el juego de la compra y venta, de las canonizaciones y demás alcurnias, debe también ser objetivo para ser creíble. La objetividad es la base de la verosimilitud del mercado y de los sistemas de interpretación. Sus fuentes son la historiografía y la lingüística, esos campos del saber que son profundamente iconoclastas.

En la otra orilla del pater familias de la cultura, o a su diestra y siniestra, están la crítica como creación y la crítica radical. A la primera la reconocemos en los artistas. Busca la “contemplación activa”, “la repetición en sentido inverso de los gestos del artista”, “la creación de una nueva experiencia” (Octavio Paz). O la “penetración en el centro del contrapunto de un artista, allí donde concurren todas las correspondencias, todas las analogías” (José Lezama Lima). O una forma de autobiografía (Oscar Wilde), que es también el relato de una escritura, de una interpretación (Roland Barthes).

Mirar en Caracas, de Marta Traba, nos habla de ese modelo o de esa opción de crítica. El libro arranca así: “Miro en Caracas desde la perspectiva del indocumentado...” Eso significa que la crítica construye un yo y una escena. Traba comienza ofreciéndonos el lugar de su mirada: huellas, marcas en el camino de su lectura. Con ella pienso en la crítica como testimonio ilegal de la mirada: testimonio del afuera, de las zonas impenetrables del decir. Esas dos cosas, escena e ilegalidad (que implica crimen), me hacen recordar al viejo Montaigne y a Ricardo Piglia. Al primero por aquella idea que está al inicio de toda su obra: “Lo que opino de las cosas revela la medida de mi vista y no la medida de las cosas”. Y a Piglia por su concepto de la crítica como un subgénero del relato policial, como la reconstrucción de las pistas de un crimen.

Quiero terminar este relato con la idea de la crítica radical. Sus orígenes son, por un lado, la tradición humanista latinoamericana (las páginas sinópticas de Simón Rodríguez), y por otro, la escuela de Franckfort y luego los estudios posfoucaultianos: estudios descentrados, sin virilidad, queers, indisciplinados, removibles, sin epistemes fijas, etc.

“Estudios desplegados no tanto en vistas al sostenimiento implícito de una fe asentada en los valores específicos de un conjunto de prácticas y sus resultados materializados (las artísticas), sino más bien alrededor de la vocación de un análisis “no cómplice” del conjunto de procesos mediante el que se efectúa socialmente la cristalización efectiva de tales “valores”, como hegemónicos y dominantes, en las sociedades burguesas avanzadas.” (José Luis Brea)

De ahí parte la crítica radical, entendida como el deseo de sorprender los diseños del discurso crítico: el juego inconcluso de hacer visible las estructuras no dichas. La crítica, en lugar de ofrecer un conocimiento acerca de las obras de creación, genera un saber sobre la trama que sostiene todo discurso posible en torno a las obras de creación. Su objeto es ella misma, su raíz.

lunes, 6 de agosto de 2012

Una propuesta política para un museo impertinente



A Pedro Calzadilla 
Ministro del Poder Popular para la Cultura 

La VII Bienal de Berlín ha logrado lo que a nosotros nos cuesta: utilizar las instituciones del campo del arte para mostrar experiencias políticas-simbólicas. Aunque los movimientos sociales latinoamericanos son de los más fuertes y estables del mundo (según Boaventura de Sousa Santos), en Venezuela no siempre hemos sabido crear la versión institucional de esos movimientos —porque quizás no nos ha hecho falta o porque nos ha parecido una inmensa contradicción—.

Pero hoy esa contradicción no se sostiene. Necesitamos que las instituciones sirvan: que tengan sentido y cumplan su función social. Lo que hoy ocurre en Berlín, que para nosotros no es novedad, confirma la posibilidad de utilizar las instituciones para fortalecer procesos indisciplinados, anti-institucionales, emancipatorios y populares. Argelia Bravo y el Comando María Moñitos lo están haciendo. El Grupo Provisional lo hizo. Carmen Hernández lleva una vida profesional diciendo que se puede hacer.

Pensando en esas experiencias, y con un ánimo panfletario, quiero sumar a la lista de museos imaginarios un ítem más. Para ello me fundo en algunas exposiciones que recuerdo, y que propusieron una revisión política del campo del arte: Zona de distensión (CELARG), Cartas del barrio (MUJABO), Reacción y polémica en el arte venezolano (GAN), Entre Juyá y Pulowi (MAC), Arte y política (MBA), Desde el cuerpo (MBA), Born in America (MUJABO), Aula7: escuela de cuadros y pepeas (MAC).

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Imaginemos un escenario hipotético: la transformación de uno de nuestros museos nacionales en un espacio de activación política.[1] La función de este museo sería hacer visibles los procesos emancipatorios nacionales e internacionales. Utilizando recursos tradicionales del campo del arte, que por naturaleza son conservadores (exposición, coleccionismo, curaduría, obras), se puede, transformando el uso de esos recursos, hacer de ese museo un espacio para la creación y el fortalecimiento de redes políticas efectivas, y para la divulgación masiva de experiencias políticas concretas.

Otra función de este museo sería insertar en el cuerpo institucional (y en los sistemas simbólicos hegemónicos) el poder activo y revolucionario de los movimientos sociales. La fuerza humana laboral del museo trabajaría para mostrar procesos políticos-simbólicos, y no sólo estéticos; procesos cuyos objetivos finales sean la politización de la sociedad.

En un museo así no habría visitantes sino activistas en potencia o activistas con experiencia. No habría espectadores sino sujetos en vías de formarse una conciencia política. Las exposiciones tendrían en trabajos como Aula7: escuela de cuadros y pepas, Desde el cuerpo o Zona de distensión sus paradigmas. No se exhibirían cosas sino acciones. Se pondrían en escena ejercicios de formación y de toma de posición ante problemas políticos concretos (como hoy ocurre en Aula 7).

Las obras de la colección servirían para hacer visible el carácter político del arte, o la relación entre arte y política. Se estudiaría cómo el arte ha respondido y responde a situaciones políticas (privadas, estatales), o cómo ha formulado modelos políticos. En lugar de hacer apologías del arte moderno, se harían visibles las perspectivas políticas de la historia del arte (como la visión de Marta Traba sobre el estructuralismo, por ejemplo). Y en lugar de coleccionar sólo objetos, se crearía un archivo público de registros activos, de documentos que hicieran visible la raíz política de los procesos (comenzando, por ejemplo, por el “carteo” institucional).

La programación de este museo se dividiría en situaciones expositivas. En ellas sucederían acciones políticas tradicionales: formación de cuadros, reuniones para la planificación de estrategias populares que conduzcan a la toma del poder, etc. En cada situación expositiva coincidirían sujetos provenientes del campo del arte (curadores, promotores culturales, artistas, investigadores, etc.) y uno o varios colectivos de activismo político. Estos dos actores trabajarían diseñando y ejecutando una o varias acciones políticas efectivas, que persigan objetivos específicos. La tarea del museo sería: 1) hacer un registro activo que permita la sistematización de las acciones, y la generación y divulgación de conocimientos intercambiables (como las experiencias y las estrategias de activismo político, por ejemplo); 2) visibilizar los procesos de creación de esas acciones (a través de dispositivos museográficos y editoriales); 3) servir de espacio para el encuentro y fortalecimiento de colectivos y de personas.

Una comunidad que lucha por la tenencia de la tierra, organizada en torno al Movimiento de Pobladores y Pobladoras (por ejemplo), o un colectivo que luche por la valoración política de la lactancia materna, pueden ser acompañados por un grupo de artistas para desarrollar, en conjunto, herramientas simbólicas útiles que sirvan para resolver problemas reales. El museo sería un espacio de comunicación entre las comunidades, los colectivos y los artistas, y una herramienta de divulgación.

Ello requiere, desde luego, un equipo transdisciplinario que active políticamente el museo, reutilizando su infraestructura y su fuerza humana laboral. Al trabajar menos desde la lógica de la representación, propia de las estéticas y las políticas modernas, y más desde la participación y el protagonismo político de colectivos y subjetividades, este museo necesitaría un equipo de personas provenientes de las ciencias sociales (sicología social-comunitaria, antropología visual, cultura visual, ciencias políticas, economía, etc.) y especialistas del campo del arte.

Dos cosas más tendría este museo: 1) una relación estable con los programas de servicios comunitarios de las universidades, lo cual garantizaría la participación formativa y propositiva de estudiantes universitarios; 2) un intercambio internacional constante con invitados provenientes del campo del arte contemporáneo y del activismo latinoamericano y mundial.

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[1] Entre nosotros no tiene sentido el museo fundado en la exhibición de poéticas formalistas o esteticistas, sino en la comunicación de acciones y propuestas políticas-simbólicas, generadas por colectivos e instituciones de todo el país.

http://www.aporrea.org/actualidad/a148014.html

domingo, 15 de julio de 2012

Tutankamón, Cacri y el Comando María Moñitos

¿Quién dijo que en este país no hay variedad divergente y convergente de ideas y experiencias museísticas?

En el Museo de Bellas Artes, la Alcaldía de Caracas y Evenpro, en una fusión fraternal entre el socialismo utópico y el capitalismo salvaje, montaron una parafernalia museográfica como la de los parques temáticos gringos, cuyo modelo es el concepto de ciudad como cultura, como foto-postal que tienen los europeos (incluyéndonos, claro). Tutankamón es el paradigma expositivo-institucional de la quinta república.

Al mismo tiempo, en el Museo de Arte Contemporáneo sucede uno de los experimentos museísticos más poderosos de nuestra historia: el Aula 7: escuela de cuadros y pepas que dirigen Argelia Bravo y el Comando María Moñitos. La importancia de ese experimento es que nos pone a discutir y a practicar, fundamentalmente, tres asuntos: 1) la idea de que el museo puede servir para otra cosa que no sea representar la cultura moderna; 2) la desarticulación de las estructuras simbólicas del poder, y la apertura hacia una crítica radical (al estilo de la teoría queer, por ejemplo, o a la manera de Simón Rodríguez); 3) el ejercicio político de la cultura, que nos conduce a relacionar arte y utilidad, o arte y función social, menos como lo plantea Hauser y más a la manera de las culturas pre o para occidentales[1].

En una dimensión paralela, y en el otro extremo afectivo de la ciudad, ocurren: la Feria Iberoamericana de Arte (FIA), Cacri-Caracas Arte Contemporáneo y una exposición individual de Nayarí Castillo en la Caja. Los dos primeros eventos tienen un mismo fin: intentar darle forma o fuerza o capital al galerismo y al ferismo caraqueño. El tercero busca otros horizontes, más especulativos, más cercanos a la investigación y a la generación de conocimiento. Pero los tres eventos tienen un mismo origen: la figura moderna del artista y la arquitectura mercantil que hace y ha hecho de las artes visuales --desde Vasari-- un escenario para la reproducción del capital. La consecuencia de esto ha sido expuesta hasta el cansancio: el artista se vuelve un agente del sistema que lo reduce a la locura, a la incomprensión, a la explotación y, por último, a la bolsa de valores de NYC.

La propuesta del Comando María Moñitos nos conduce a pensar de otra manera. Problematiza el sentido común del campo del arte, que relaciona automáticamente a los artistas y sus obras con el mercado y sus circuitos. Incluso va más allá de la idea de la autoría diseminada, porque, en última instancia, en Aula 7 las “obras” son dispositivos políticos, es decir, que no valen por sí mismas.

En cambio Tutankamón es un modelo expositivo institucionalizado. No genera conocimiento: reproduce el modelo impositivo del museo moderno. Democratiza el sistema de opresión simbólica occidental. Excluye a la gente de los procesos de emancipación que ocurren todos los días en la calle. Sigue separando el museo de la vida política nacional. Neutraliza el poder político del campo del arte. Para decirlo en clave chavista: le hace el trabajo al Pentágono y a la Cía.

Pero lo más escandaloso no es que el MBA se transforme en un parque temático. En Venezuela los museos no han sido más que eso. Con algunas excepciones, nuestra historia museística es el relato de los personalismos, divismos y amiguismos de la “ciudad letrada”. Las políticas de investigación comenzaron en los noventa, pero fueron un laboratorio para crear figuras mercantilizables, voces autorizadas, expertos con los que se crearía el sistema comercial de las artes visuales en Venezuela, con proyección internacional y con políticas para incorporar nuevos talentos.

Por suerte, el laboratorio fracasó (y espero que siga fracasando). Hoy, por lo menos, podemos hablar en un museo venezolano sobre cómo seguir desmontando esas instituciones: cómo crear las trochas, cómo hacer más sutiles las indisciplinas que nos permitan desarticular el concepto moderno de institución. Por esa vía, podría llegar el tiempo en que los artistas sean vistos como investigadores, como hacedores de conocimientos políticamente útiles, y no como productores de mercancía, supuestamente libres de todo discurso político. ¿Será esa la función de los artistas en el Estado Comunal: deconstruir constantemente cualquier forma de institucionalidad?

Lo que sucede en el MBA no es sino la continuación de las políticas culturales de los años ochenta y noventa, pero caricaturizadas. La FIA y Cacri, como Oficina #1 o cualquier otra galería, también son continuadoras de esas políticas, diferidas o postergadas.


¿Quién dijo que en este país hay variedad divergente y convergente de ideas y experiencias museísticas? Para nada: las instituciones culturales del Estado, al menos las destinadas a las artes visuales, y las instituciones privadas del arte siguen una misma política. El IARTES, el MBA, el MAC, Oficina #1, la FIA comparten una misma práctica cultural. Aula 7 es una excepción y un riesgo, como en su momento ocurrió con la exposición de Javier Téllez, durante la gestión de María Elena Ramos, o con Born in America, del Grupo Provisional.

Lorena González dijo que a Cacri “le faltó expansión del conocimiento”. Sergio Monsalve dice que eso mismo ocurre en los Galpones, en la Sala Mendoza, en Cultura Chacao y en la FIA. Yo digo que esa es una vieja historia, un simulacro de cultura moderna que tiene más de cincuenta años.

¿Para qué insistir en un ferialismo-galerismo si podemos asumir otras formas de valoración de las artes? Entre nosotros hay gente caminando esos derroteros: el Ejército Comunicacional de Liberación, el colectivo ArteFacto, el 23.net. En Colombia, el colectivo Interferencia; en Argentina, el colectivo Iconoclasistas. Y la lista sigue…

Estos casos podrían responder las preguntas que cierran el artículo de Lorena sobre Cacri: “¿para quién inscribimos estos lugares? ¿Hacia dónde va nuestro esfuerzo? ¿Es un relato autobiográfico de nosotros para nosotros mismos? ¿Cuán contemporáneos somos y dónde está el mundo mientras seguimos mirándonos en nuestro propio reflejo?”


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[1] La praxis-poiesis medieval podría ser un ejemplo de esto, así como cualquier forma pre-moderna de relación entre la imagen y la polis; o la fiesta venezolana de San Juan Bautista o el muralismo político actual.

viernes, 15 de junio de 2012

Crítica radical

El objeto final de la crítica, el objeto de su deseo, es el discurso crítico mismo. No me refiero a su autorreferencialidad, o a una crítica que valga por su eficacia expresiva y efectista, o por su capacidad para hacer malabares fonéticos o reflexivos, sino que hablo de una pulsión erótica y destructiva (o deconstructiva) que apunta hacia las bases de toda lectura posible. Esa pulsión es la ética de la crítica: el deseo de sorprender las estructuras que sustentan el discurso crítico. El deseo que tiene el crítico de sorprenderse en el acto de criticar, de hacer evidente los límites y la naturaleza de su discurrir. El deseo de sorprenderse criticando, que es también el deseo de quebrarse, de cogerse (no de masturbarse) in fraganti.

Por eso toda crítica debe ser, primero, un aporte a la teoría de la crítica. No un aporte a la historia, porque el tiempo del discurso crítico --como el de la pulsión erótica-- es el presente (e incluso un presente sin temporalidad). Toda interpretación es materia para articular una crítica de la crítica. Cada lectura puede ser una teoría o una poética de la lectura. “Toda crítica es una forma de autobiografía”, decía Wilde, pero una autobiografía como relato de los límites y las posibilidades, las desventuras y los aciertos, las trampas y las semi-verdades del discurso crítico.

Más interesante que lo que dice Foucault sobre Blanchot es la arquitectura oficiosa que construye Foucault en su Discurso del afuera. Lo que nos interesa del Contra Sainte Beuve de Proust es su teoría de la crítica, colada entre relatos y apreciaciones estéticas y morales sobre esa pesada autoridad que fue Sainte Beuve. Lo importante del trabajo crítico de Argelia Bravo (que desmonta las estructuras de poder de ciertos discursos hegemónicos) es su aporte a una pragmática de la crítica.

Claro que después de pasar por Foucault, si todavía decidimos regresar a Blanchot, lo hacemos contaminados por Foucault. También es cierto que Proust nos hace distinguir con más sutilizas, y a caso con más justicia, la obra de Sainte Beuve. O que Argelia Bravo nos deja la tarea de fijar un paquete de dinamita simbólica en las columnas de alguna institución cultural. Es verdad que Foucault, Proust y Argelia nos permiten ganar horizontes de sentido, pero eso es porque sus aportes a una teoría crítica de la crítica son insistentes, como un virus mutante. Y esa fuerza radica en la voluntad de hacer visibles las costuras, las limitaciones y los accidentes de sus discursos.

De modo que el crítico, en lugar de ser un comunicador cuyo fin es legitimar artistas, o poner a circular información valorativa entre los sistemas que componen el campo del arte, busca generar dispositivos contaminantes que ayuden a desentrañar todas las estructuras no dichas, todas las ideologías, todos los enunciados indecibles: sean estéticos, políticos, éticos, teoréticos y, desde luego, críticos.

Eso es lo que podríamos llamar “crítica radical”. Una crítica que busque ser de nuevo quiebre, crisis, frontera y límite de todos los discursos, comenzando por el propio discurso crítico. Que haga visible la trama no visible de todas las estructuras de poder. Que sea difícilmente aprovechable por las instancias que administran las hegemonías simbólicas. Que sea difícilmente institucionalizable.

Nada más ajeno al oficio del crítico que su instalación eficaz dentro de alguna estructura de poder. Nada más ajeno a la crítica que su servilismo, su canonización, su afán de decir lo bueno y lo malo, lo legítimo y lo ilegítimo.

La autorreferencialidad de la crítica se agota en su circularidad masturbatoria. Es lo que sucede cuando el crítico invierte toda su energía en autopromocionarse como autoridad. O cuando se concentra en los meros juegos de las formas de expresión. La crítica que sólo se refiere a sí misma engendra el divismo. La crítica radical, en cambio, deshace toda posibilidad de convertirse en voz autorizada. Se desarticula constantemente y engendra un discurso que no le conviene a casi nadie, salvo a otros críticos (o a otros dispositivos críticos) radicales.

Con todo, la crítica radical es una forma de conocimiento, acaso surgida de la filosofía trascendental kantiana, que se continúa en Foucault y en Teun A. van Dijk, en los años setenta y ochenta. ¿Pero qué conoce la crítica radical de arte, por ejemplo? Mi hipótesis es que, en lugar de ofrecer un conocimiento acerca de las obras de creación, esa crítica genera un saber sobre la arquitectura simbólica que sostiene todo discurso posible en torno a las obras de creación.

También implica una forma de autoconocimiento, de autoconciencia de los límites del discurso crítico. La crítica radical hace visible las tramas del poder actuante, presente, las tramas de las praxis y de los relatos dominantes, que no podemos ver porque los vivimos y porque son dominantes. El historiador los desentraña tarde o a destiempo. El crítico radical busca desentrañarlos mientras actúan, mientras son poder.

Por eso la crítica implica una cercanía (incluso fruitiva), no sólo a las artes o a los eventos del campo del arte, sino las raíces del gesto crítico. También implica una forma de contaminación de la propia voluntad de leer, de criticar, de interpretar. Y como toda interpretación es parcial y prejuciosa, el objeto segundo de la crítica (la obra de arte, por ejemplo) es restituido interesadamente en el discurso crítico, que, insisto, interesa por sí mismo en su radicalidad, en su afán por desentrañar sus propias raíces, incluso más allá de sus objetos de interpretación (sean obras de arte u otros productos culturales).

La crítica radical lleva consigo una radicalidad del decir: su escritura es siempre inconclusa y errante, pues regresa a los relatos y metarrelatos que la constituyen. El ensayo es la herramienta de esta crítica, que siempre es intento y prueba, ubicuidad y enrancia. Pero también es uno de sus fines, pues describe su naturaleza. Como el ensayo, la crítica radical siempre regresa a los orígenes. Como el ensayista, el crítico crea y recrea su experiencia social y escritural de todos los discursos.

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Texto leído en el I Coloquio de Crítica y Creación del Diplomado en Crítica del Arte-FHE-UCV. En el Auditorio de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCV. Junio 2012

domingo, 3 de junio de 2012

Aula 7: Escuela de cuadros y pepas



Argelia Bravo nos exige salir de la estética. Frente al trabajo del Comando María Moñitos hay que intentar otros discursos. Quizás todavía podamos hablar de arte, pero en un sentido pre-moderno: como habilidad para manipular, pero también como “cosa hecha con esmero y maña”. La estética, en cambio, se queda corta ante el arte de Argelia, pues las categorías básicas de esa disciplina se diluyen en otras formas del conocimiento --como ocurría en la Edad Media, por ejemplo--.

Es posible hallar ideas estéticas en el trabajo de Argelia, pero no sirven para abarcarlo completamente. Toda estrategia de interpretación se vuelve parcial, o provisional. La estética es sólo una herramienta más.

Con la noción de arte ocurre lo mismo. Ante las acciones del Comando María Moñitos esa palabra no describe la escena de lo bello, ni tampoco la de ciertos objetos o situaciones “museotélicas”, diseñadas sólo para funcionar en la cultura del museo (la cultura moderna). El trabajo de Argelia no puede ser del todo musealizable, porque los objetos y las situaciones que crea tienen un fin político, y no estético. También podría decir que tienen un fin artístico, en el sentido medieval de la palabra (pensemos que los vitrales de una iglesia gótica buscaban la confirmación sensible y metafísica de la idea de comunidad).

No estoy hablando de estética relacional. Argelia no hace dispositivos museográficos de relación con el mundo. Su objetivo no es crear objetos relacionales que vinculen al espectador con una experiencia particular del mundo. Si esto ocurre, es sólo por añadidura. Le importa, en cambio, la creación de un espacio real y simbólico de formación política. El museo, como todos los dispositivos del campo del arte (obra, autoría, museografía, curaduría-curadora, crítica-crítico) son reducidos a simples herramientas (artísticas) para la construcción de ese espacio, de esa “escena política escolar”.

La “Escuela de formación de cuadros y pepas” utiliza el museo como vehículo de difusión: como propaganda. Puede o no dejar de existir cuando se acabe la exposición. Pero por ahora, y gracias a Argelia, el museo está al servicio de una de las prácticas políticas más poderosas: el intercambio simbólico y real (con “cuadros de base”) de experiencias de conocimiento en torno a dos temas filosos: el discurso de género y el problema de la soberanía alimentaria, que forma parte de las políticas ambientales y de conservación.

¿Y dónde queda entonces el arte? En la voluntad organizativa de Argelia Bravo, en su habilidad para “hacer bien” una escena, un simulacro de escuela para la construcción colectiva de saberes y experiencias. Vuelve a ser entonces útil el arte, como en el siglo XII.

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miércoles, 16 de mayo de 2012

¿Día del artista plástico? Día del mercado del arte

(Ver la programación del IARTES)

Insisto en que podemos aprovechar nuestra circunstancia: sin un sistema regular o poderoso de ferias, galerías, subastas o bienales, y sin una arquitectura teórica y crítica poderosa, es posible crear nuevos modelos de circulación y valoración del arte.

Sin bienalismos, sin “ferialismos”, sin circuitos comerciales fuertes, podemos todavía crear un sistema que no favorezca al mercado, sino a las comunidades productoras de sentidos simbólicos.

Con una feria no celebramos a los artistas sino al campo institucionalizado del arte: al sistema comercial, hegemónico, dominado por las corporaciones del arte.[1] No importa que, entre nosotros, ese sistema no funcione, o funcione mal, o a medias. Una feria (como un salón, o cualquiera de esas estructuras moderna) refuerza la idea de que el arte es mercancía, y que los artistas deben aprender a venderla. O la idea de que el trabajo del crítico y del curador es saber especular con esa mercancía, para hacerla más valiosa --más cara, más apreciable-- dentro del sistema comercial.

Yo celebro que no contemos con un campo del arte fuerte, gracias a nuestros provincianismos mantuanos de derecha: los del chavismo y los pre y anti-chavistas. Sobre ese vacío se puede construir un modelo de intercambio simbólico basado en la premisa de que los artistas generan conocimientos críticos: un modelo basado en los paradigmas del conocimiento visual y en los ejemplos políticos del Estado Comunal. Esto implicaría una administración tribal (contextualizada) de la producción simbólica, la promoción de espacios de interconocimiento y una economía simbólica libre, a la manera de la “ecología de saberes” de Boaventura de Sousa Santos, o a la manera de los “nodos libres” de Internet.

¿Se imaginan, en lugar de salones y ferias, un Foro Social Mundial de Producción Simbólica Contextualizada?

A que no.

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[1] Aunque los artistas repitan, distraídos por el discurso hegemónico, la idea de que el arte es libre.

viernes, 13 de abril de 2012

María Moñitos contra los salones

Intervención del comando María Moñitos en el falso conversatorio “Reflexión en torno a los salones de arte”, en el marco de la muestra “Salón de premiaciones”. Jueves 12 de abril-Galería de Arte Nacional.

El supuesto conversatorio, que se redujo a la exposición magistral de notorios ponentes, no llegó a nada, como suele ocurrir en esos eventos. Ni siquiera se construyó con los presentes un cronograma de trabajo, ni se acordó la fecha de la siguiente reunión.

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Comando María Moñitos. Sembrando el terror en la cultura:

Los tres problemas fundamentales que impiden que los salones de arte (en cualquiera de sus versiones) sirvan para construir sistemas justos de intercambio simbólico y artístico, son:

1) Que los salones son estructuras de poder que valoran a los artistas como productores de mercancía, y al arte como mercancía.

Los salones son herramientas del capitalismo cultural. Forman parte del circuito del mercado del arte. Son lo que Documenta a Sothebys; o Arca a Telefónica. Indican las tendencias del mercado. El resultado final es que muy pocos logran ubicarse dentro de ese circuito económico, y los que lo hacen son siempre los que mejor aprenden a participar de él, y no necesariamente los artistas más comprometidos con investigaciones genuinas. Todo esto termina restringiendo la historiografía y la crítica a unos pocos nombres, y construyendo una historia del éxito comercial del arte y de los artistas, en lugar de una historia de la construcción colectiva de cultura.

2) Los salones reducen el concepto del artista al concepto de genio, y limita el arte al concepto de bellas artes.

Esto implica la promoción de un circuito de individualidades: el individuo-artista, individuo-curador, individuo-crítico. Refuerza prácticas competitivas y meritocráticas, en lugar de colectivas y solidarias. Valora los tecnicismos, las perspectivas bellistas y esteticistas de producción simbólica.

3) Los salones nos hacen reproductores de una economía cultural nor-occidental, y dejan de lado otros procesos de producción simbólica: emancipatorios o por los menos diferentes.

Todo intento de valoración de otras formas de producción simbólica siempre será absorbido por los salones, y quedará restringido a categorías estéticas: arte urbano, arte popular, arte de los pueblos originarios, arte ingenuo. Esto siempre implica la descontextualización de los procesos de creación, y la promoción de objetos o de patrimonios intangibles descontextualizados y encapsulados al vacío.

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Frente a la incapacidad de los salones para integrar nuestros procesos de creación, nos parece urgente seguir los ejemplos de movimientos sociales y colectivos que están mucho más adelantados que nosotros. Es curioso que las propuestas de producción de cultura más osadas y emancipatorias no provengan del campo del arte, sino de colectivos sociales: núcleos endógenos, comunas en formación, activistas políticos de base (pero también de algunas —muy pocas— iniciativas institucionales).

Siguiendo esos ejemplos, proponemos que, en lugar de organizar salones (que nos mantendrían en la retaguardia de una posible revolución cultural), hagamos tres cosas:

1) Que cambiemos de paradigma y entendamos a los y las artistas como investigadoras y como trabajadoras (sujetos de la Ley del trabajo), y no como productoras de mercancía. Ello permitiría que los y las artistas no tengan que vivir de lo que hacen, sino vivir por lo que hacen.

2) Que valoremos más los procesos solidarios de investigación, y menos las competencias y las individualidades, estimulando la creación de colectivos, de talleres, de asociaciones, etc.

3) Que generemos estructuras valorativas de la trama cultural, donde los objetos sean sólo medios de producción de cultura, y no los fines de esa producción.

Esto nos permitiría entender a los y las artistas menos como productoras de objetos aislados, y más como hacedoras y reconstructoras de tramas culturales. También nos permitiría entenderlas como productoras de estructuras y realidades sociales y políticas: de imaginarios identitarios, de estrategias organizacionales comunitarias, etc. No podemos olvidar que la acción (los oficios) de los y las artistas incide en las relaciones afectivas, racionales y sociales de una comunidad.

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¿Cómo se puede lograr esto?

1) Convirtiendo los museos en grandes centros de investigación y creación de tramas culturales, que apunten más hacia la experimientación poética y política colectiva, hacia los procesos de formación, y menos hacia las políticas del exhibicionismo.

2) Creando un fondo para ejecutar un Programa de Estímulo a la Producción de Tramas Culturales. Un fondo como el del Ministerio del Poder Popular para Ciencia, Tecnología e Innovación, que implique un concepto ampliado del conocimiento, y que financie el trabajo de los y las artistas y cultoras.

3) Organizando anualmente un Foro Social de Producción Simbólica, al estilo del Foro Social Mundial, y que implique, no sólo la visiblización del trabajo de los y las artistas, sino el intercambio internacional y la búsqueda de objetivos políticos comunes de producción simbólica, a escala gran nacional.

4) Hacer un esfuerzo por que en la nueva Ley del Trabajo los y las artistas y cultoras sean concebidas como sujetos de ley, con la posibilidad de aspirar a la seguridad social y a los beneficios de cualquier trabajador.

sábado, 7 de abril de 2012

Hacia una estética provisional: presupuestos teóricos I

Quisiera admitir un problema sobre el que fundo mis textos, mis lecturas y mis interpretaciones. Digo admitir porque no quisiera ocultar que ese problema parte de una falta, de una o varias carencias importantes. Desde hace tiempo, desde que asumí el discurso sobre la imagen como locus, no tengo un lugar de enunciación fijo, estable. Y no me refiero a ningún piso disciplinar, porque hoy eso parece cuesta arriba, sino a un espacio identificable, más o menos definible, que signe mi expresión y mi texto, en el sentido barthiano.

Sé que puedo identificar mis inestabilidades referenciales, mis movimientos entre disciplinas y saberes, entre autores y categorías de estudio, pero no puedo decir, con exactitud, cuál predomina en mi estructura epistémica (si es que sólo tengo una).

Hace tiempo hice de la estética mi lugar de enunciación, aunque siempre me he sentido un poco al margen de la disciplina filosófica. Quizás porque mis referentes primeros fueron María Zambrano y Schlegel. En algún momento intenté escribir desde y para la historia del arte (al estilo Warburg). En otro tiempo me centré en las ideas estéticas latinoamericanas, entendidas no como los recursos disciplinares postkantianos que utilizamos para identificar la estética, sino como el estudio de poéticas de escritores latinoamericanos del siglo XX. Eso me ayudó a decidirme por los estudios literarios, desde donde escribí una tesis sobre la novela de José Lezama Lima. Pero después vino la teoría sobre la crítica del arte, y luego sobre la crítica misma, hasta que al final una avalancha de categorías cubrió mi escena simbólica. Algunas de ellas tenían y tienen estos nombres: estudios culturales, estudios latinoamericanos, antropología visual, estudios visuales.

En diez años he pasado de la filosofía a las ciencias sociales, de la historia del arte a la curaduría, de la estética a las poéticas, y de éstas a los estudios literarios, para desembocar en una trama deleuziana posmoderna que, en verdad, es un agujero negro de epistemes, disciplinas, seudo-disciplinas e in-disciplinas.

A todo esto hay que sumarle el enredo del pensamiento político, o de la teoría política, que siempre es tan seductora. Aplicada al arte y a la producción simbólica de cultura (más allá del imperio de las bellas artes), la teoría política me ha permitido pensar esa cosa que llamamos “arte contemporáneo”. Mi principal obstáculo aquí es no haber leído —es decir, no haber incorporado a mi dermis intelectual— los principales autores sobre los que se sustenta la estructura retórica y cognitiva que utilizo. A diferencia de la estética, la historia del arte y la literatura, mis reflexiones sobre políticas y producciones culturales se basan en autores y autoras muy recientes, acaso no más viejas que Foucault. Todas utilizan un mismo patrón discursivo, tomado de las ciencias sociales, la escuela de Frankfurt y, desde luego, el marxismo. A Benjamin y a Adorno los he leído, aunque no tanto como quisiera. En cambio a Marx lo he postergado acaso más de lo admisible.

Por todo esto mi texto cae en todas las trampas del discurso. Entro y salgo del campo del arte (como lo definió Bourdieu), de la teoría de la imagen, de la filosofía, de la reflexión sobre políticas culturales. Pero, además, cometo todas las contradicciones posibles. Me ajusto a veces a las retóricas de la modernidad, y otras veces las ataco sin compasión. A veces me apego al decir de Zambrano o de Barthes, y otras al decir de Daniel Mato o Carmen Hernández. Caigo en la trampa de las bellas artes y del esteticismo; pero luego arremeto contra el fundamento disciplinante de la estética. Hago crítica a la manera de Saint Beuve, y luego, con Proust, ataco a Saint Beuve y a todos los que, sin saber, le siguen.

Con los enunciados políticos o sobre política me ocurre algo similar. Lo único que me reservo es no caer en el relativismo apolítico imperante. Ya no tengo dudas de que hay políticas en todo lo que hacemos, más si entendemos esa palabra como estrategias discursivas de orientación personal o colectiva, que es como más o menos la concibe Daniel Mato, por ejemplo.

Tampoco puedo decir que no existe ninguna relación entre la teoría política y las teorías estéticas o del arte. Ese es un sinsentido que ya no puedo sostener. Los artistas y los filósofos —y sus obras—, como todos los actores de una sociedad —y como todos los productos de la cultura—, participan de un entramado simbólico de relaciones de poder.

Pero mi trinchera ideológica, que a ratos podría relacionar con las tendencias de “izquierda” (esto es, con las teorías anarco-socialistas-comunistas de la sociedad), está en constante proceso de revisión crítica. Si alimento alguna ideología, es la del revisionismo crítico (deconstructivista, pero también estructuralista, conceptualista, tropicalista, antropófago, barroco, neobarroco, freiriano, robinsoniano, etc.).

De modo que quizás mi lugar de enunciación sea algo que pudiésemos llamar “estudios críticos”, en el sentido de estudios inestables, oscilantes, movibles, trasladables.

¿Y qué será eso de estudios críticos? En la tradición exegética, existen la alta y la baja crítica como métodos de reconstrucción de textos antiguos. No creo que eso sea lo que yo hago. Quizás esté más cerca de Teun A. van Dijk, que en la década del 80 empezó a hablar de estudios críticos como una teoría del saber.

Ya veremos. Por ahora me quedo con la imagen del agujero negro.

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miércoles, 4 de abril de 2012

Hacia una estética provisional III


Susan Richard fue la curadora de Born in America, la exposición de artistas “americanos” que el Grupo produjo en el Museo Jacobo Borges. Como Flavio Suárez Fombona, Richard es un personaje de ficción, igual que los artistas “americanos”. Cuando digo que el Grupo los produjo estoy hablando literalmente.

Hay que ubicarse en aquel año cero del siglo XXI. Chávez empezaba a gobernar. El Museo Jacobo Borges inauguraba su “casa taller”, justo en la subida hacia uno de los corazones de Catia. Con ese espacio el museo buscaba “acercarse más a la comunidad”. La muestra terminó allí (y no en una de las salas) por decisión de Adriana Meneses Ímber, que entonces dirigía la institución. Hoy es evidente que la falsa Susan Richard estaba en el mismo “topos” ideológico que Adriana Meneses. Las dos enuncian desde el mismo espacio de significación, y participan de los mismos presupuestos culturales. Las dos representan (o representaban) de la misma manera un sólo circuito transnacional.

Susan Richard representa la ideología de la globalización, entendida como expansión civilizatoria del Estado-Transnación. Su figura es una herramienta de traducción cultural. Traduce, para nosotros, la estructura imaginaria y socioeconómica dominante. Comenzando con el nombre de la muestra y los nombres de las obras, todo en su texto-curatorial confirma los signos poderosos del arte contemporáneo (entendido como mercancía). Uno de ellos es el inglés: el texto de Richard está en dos idiomas para garantizar su “universalidad” (¡en plena avenida Sucre!). Pero el signo más poderoso, el que devela el origen cultural de Susan Richard, es la incorporación en su texto de las llamadas “retóricas de la resistencia”.

Primero, porque se trata de una mujer; segundo, porque la exposición hace visible la presencia de “minorías” (según la distribución étnica y sociocultural de la revolución francesa y los Estados Unidos, traducida o expandida a los Estados-Transnación). Y tercero, porque ofrece herramientas interpretativas políticamente correctas, aparentemente antihegemónicas. La más contundente es esta:
[En Born in America] las diferencias quedan diluidas porque, más que sujetos universales, se evidencian las visiones contingentes del lugar y de la historia, afectando así la tradicional visión de centro-periferia como perspectiva.
Richard neutraliza el poder del feminismo y de otros enunciados contextuales (como los horizontes de sentido comunitarios y populares). Pero, sobre todo, logra confundir esos enunciados con los del sujeto trans-nacional, el sujeto “tipo” de la era del simulacro de tercer orden. En el párrafo que acabo de citar, casi no se nota la incompatibilidad entre “la disolución de las diferencias” y la quiebra del sujeto universal. O entre esa misma disolución y las “visiones contingentes”, contextuales. Pero es obvio que a una subjetividad no-diferente le corresponde un territorio que ya no está ni adentro ni afuera, un territorio sin fronteras, sin especificidades culturales, sin accidentes humanos. Un territorio transnacional. Y, desde luego, el campo del arte, antes que el mercado, fue y sigue siendo el laboratorio de ese espacio sin diferencias, sin espacio.

El texto de Adriana Meneses Ímber, que está al inicio del catálogo, sigue la misma receta ideológica. La directora celebra el carácter cuestionador de Born in America, su ficción políticamente incorrecta, pero “saca” la exposición del museo y la instala en el edificio “complementario”: la casa-taller. Según Meneses, ese nuevo edificio sería un “área de comunicación permanente con la comunidad, donde las experiencias creativas propicien reflexiones y transformaciones en los individuos”.

Con ese gesto, que es asumido por Meneses como una acción sin tensión, comprometida con el campo del arte y con el bienestar social, el Grupo Provisional y la comunidad quedaron expulsados del museo. El entramado anti-o-para-o-pre-o-post-occidental comunitario (que es difícilmente aprovechable por el “capitalismo antihegemónico”) y el discurso crítico del Grupo quedaron igualados. El museo los incluía a los dos, pero con la distancia necesaria para intentar comprender cómo aprovecharlos, cómo incorporarlos al texto de cualquier Susan Richard.

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Ver:  Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I

viernes, 9 de marzo de 2012

Por una crítica contradictoria

Ayer publiqué una "entrada" sobre Érika Ordos. Si se fijan bien, el post anterior trata el concepto de la crítica como subgénero de la literatura policial. El último post es un hipervínculo a un texto de José Luis Brea. Esas dos “entradas” en nada se parecen a mi escrito sobre Érika Ordos. ¿Por qué publiqué ese texto? Simplemente para seguir pensando las in y las excentricidades de la crítica del arte.

Mi crítica al trabajo de Érika está hecha al estilo de Sainte-Beuve, es decir, el estilo que los medios masivos de producción de información financian. Es la maniera que han cultivado (y siguen cultivando) casi todos los que publican críticas en periódicos y en web. Es la crítica como herramienta de poder fundada en la moral del crítico (entendido como autoridad) y en la confirmación del concepto de crítica de la opinión pública.

Ya sabemos que esa vieja estrategia sólo busca la autopromoción del crítico, y la legitimación de un relato que no es suyo sino del dueño del periódico. Esa antigua fórmula, que triunfó con Saint-Beuve, supone que el crítico es una pieza clave en la consolidación de los circuitos institucionales del arte.

Toda crítica de esta índole es siempre herramienta de otros poderes. También es siempre consagratoria, así ataque su objeto de análisis. Cumple la misma función que cualquier dispositivo museográfico: ser una vitrina. Su única ética es la de su factura. Cumple su objetivo si el montaje es convincente. Es, en última instancia, una crítica de servicio, que atina sólo cuando calla —como el sagrado silencio de Sainte-Beuve ante la obra de Baudelaire—.

¿Puede haber una crítica distinta, blindada contra los poderes de lo institucional (contra el principio imperial de la cultura)? ¿Y una crítica así no sería contradictoria, no caería en su propia trampa, no sería a la larga una pieza más del sistema que combate? La respuesta, después de mucho Foucault, Barthes, Agamben, Paz, Lezama, Justo Pastor Mellado, Carmen Hernández y José Luis Brea, es que una crítica así sólo puede (y tiene que) ser patafísica, irónica (cargada del witz de Jena), barroca, ficcional, política, ensayística y caricaturesca. Así la contradicción será su poder y no su debilidad.

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Por cierto, no se pierdan este texto: La crítica de arte y su próxima desaparición

jueves, 8 de marzo de 2012

La crítica en la era del capitalismo cultural electrónico

Anacronismos de Érika Ordos



Este es mi modesto aporte a la institucionalización y canonización de Érica Ordos, y una ayudita publicitaria (escandalosa y mediática) para que no se pierdan mañana la clausura de su expo en la UCV:

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Nuestra historia del arte está llena de anacronismos. Los Disidentes fueron los últimos artistas del siglo XIX, contemporáneos con Michelena y con Cristóbal Rojas. Eso de irse a París para disentir estéticamente, artísticamente, en plena mitad del siglo XX (cuando ya Nueva York era Nueva York y Brasil había pasado por el Manifiesto antropófago), es un anacronismo casi escatológico. El Círculo de Bellas Artes descubrió el agua tibia en 1909, y el primer Villanueva se empeñó en el estilo positivista de la época del sabio Adolfo Ernst.

Hoy Érika Ordos sigue insistiendo en esa estética anacrónica. Utiliza el escándalo mediático, que es una herramienta retórica del siglo XIX. Dice que su trabajo es transgresor, “inestabilizador”, corrosivo, pero la verdad a mí me parece que sus imágenes y sus acciones son contemporáneas con Ernesto Maragall o con Pietro Ceccarelli. Están, en una posible historiografía, antes que las acciones de Antonieta Sosa y de Nela Ochoa. Érika es, quizás, la última artista de mediados del siglo XX, la última modernista.

Nada de feminismos, ni de activismos, ni de choque contracultural: no, el trabajo de Érika confirma todos los lugares comunes de la estética hegemónica. Y esto lo digo por dos cosas: por una imagen suya que tengo grabada en algún lugar de la memoria, y por algo que considero ausente en su “poética”: retórica política.

La imagen es un desnudo sobre la obra limpia de la Ciudad Universitaria. Érika subraya el sentido de los espacios y de las estructuras de Villanueva, también desnudas y orgánicas. Su cuerpo se repite en (y así confirma) la poética de esos espacios. Es como si hubiese encontrado la imagen que le faltaba a la urbanística de la UCV, y que por razones éticas Villanueva acaso se reservó: un cuerpo desnudo de mujer.

La ausencia de retórica política es otra marca modernista en Érika. Y no me refiero a la falta de signos ideológicos, sino a la falta de un entramado sígnico conciente que deje ver la costura de su tela; es decir, una estructura significante que haga visible la trama política de sus imágenes y sus acciones. Así su trabajo no sería escandaloso sino crítico.

Que Érika gane un premio universitario y al mismo tiempo exponga en Los Galpones, sin que su obra haga una crítica del sistema de circulación, legitimación y apropiación del campo del arte, hace que su trabajo sea fácilmente institucionalizable. Y, en verdad, yo creo que eso es todo lo que (por ahora) Érika busca, al menos con estas dos exposiciones. Por eso, insisto, no hay transgresión en sus acciones sino “incorporación” y “asimilación” del discurso hegemónico. Exactamente la misma estrategia que usaron los Disidentes: “disentir para entrar”.