sábado, 7 de abril de 2012

Hacia una estética provisional: presupuestos teóricos I

Quisiera admitir un problema sobre el que fundo mis textos, mis lecturas y mis interpretaciones. Digo admitir porque no quisiera ocultar que ese problema parte de una falta, de una o varias carencias importantes. Desde hace tiempo, desde que asumí el discurso sobre la imagen como locus, no tengo un lugar de enunciación fijo, estable. Y no me refiero a ningún piso disciplinar, porque hoy eso parece cuesta arriba, sino a un espacio identificable, más o menos definible, que signe mi expresión y mi texto, en el sentido barthiano.

Sé que puedo identificar mis inestabilidades referenciales, mis movimientos entre disciplinas y saberes, entre autores y categorías de estudio, pero no puedo decir, con exactitud, cuál predomina en mi estructura epistémica (si es que sólo tengo una).

Hace tiempo hice de la estética mi lugar de enunciación, aunque siempre me he sentido un poco al margen de la disciplina filosófica. Quizás porque mis referentes primeros fueron María Zambrano y Schlegel. En algún momento intenté escribir desde y para la historia del arte (al estilo Warburg). En otro tiempo me centré en las ideas estéticas latinoamericanas, entendidas no como los recursos disciplinares postkantianos que utilizamos para identificar la estética, sino como el estudio de poéticas de escritores latinoamericanos del siglo XX. Eso me ayudó a decidirme por los estudios literarios, desde donde escribí una tesis sobre la novela de José Lezama Lima. Pero después vino la teoría sobre la crítica del arte, y luego sobre la crítica misma, hasta que al final una avalancha de categorías cubrió mi escena simbólica. Algunas de ellas tenían y tienen estos nombres: estudios culturales, estudios latinoamericanos, antropología visual, estudios visuales.

En diez años he pasado de la filosofía a las ciencias sociales, de la historia del arte a la curaduría, de la estética a las poéticas, y de éstas a los estudios literarios, para desembocar en una trama deleuziana posmoderna que, en verdad, es un agujero negro de epistemes, disciplinas, seudo-disciplinas e in-disciplinas.

A todo esto hay que sumarle el enredo del pensamiento político, o de la teoría política, que siempre es tan seductora. Aplicada al arte y a la producción simbólica de cultura (más allá del imperio de las bellas artes), la teoría política me ha permitido pensar esa cosa que llamamos “arte contemporáneo”. Mi principal obstáculo aquí es no haber leído —es decir, no haber incorporado a mi dermis intelectual— los principales autores sobre los que se sustenta la estructura retórica y cognitiva que utilizo. A diferencia de la estética, la historia del arte y la literatura, mis reflexiones sobre políticas y producciones culturales se basan en autores y autoras muy recientes, acaso no más viejas que Foucault. Todas utilizan un mismo patrón discursivo, tomado de las ciencias sociales, la escuela de Frankfurt y, desde luego, el marxismo. A Benjamin y a Adorno los he leído, aunque no tanto como quisiera. En cambio a Marx lo he postergado acaso más de lo admisible.

Por todo esto mi texto cae en todas las trampas del discurso. Entro y salgo del campo del arte (como lo definió Bourdieu), de la teoría de la imagen, de la filosofía, de la reflexión sobre políticas culturales. Pero, además, cometo todas las contradicciones posibles. Me ajusto a veces a las retóricas de la modernidad, y otras veces las ataco sin compasión. A veces me apego al decir de Zambrano o de Barthes, y otras al decir de Daniel Mato o Carmen Hernández. Caigo en la trampa de las bellas artes y del esteticismo; pero luego arremeto contra el fundamento disciplinante de la estética. Hago crítica a la manera de Saint Beuve, y luego, con Proust, ataco a Saint Beuve y a todos los que, sin saber, le siguen.

Con los enunciados políticos o sobre política me ocurre algo similar. Lo único que me reservo es no caer en el relativismo apolítico imperante. Ya no tengo dudas de que hay políticas en todo lo que hacemos, más si entendemos esa palabra como estrategias discursivas de orientación personal o colectiva, que es como más o menos la concibe Daniel Mato, por ejemplo.

Tampoco puedo decir que no existe ninguna relación entre la teoría política y las teorías estéticas o del arte. Ese es un sinsentido que ya no puedo sostener. Los artistas y los filósofos —y sus obras—, como todos los actores de una sociedad —y como todos los productos de la cultura—, participan de un entramado simbólico de relaciones de poder.

Pero mi trinchera ideológica, que a ratos podría relacionar con las tendencias de “izquierda” (esto es, con las teorías anarco-socialistas-comunistas de la sociedad), está en constante proceso de revisión crítica. Si alimento alguna ideología, es la del revisionismo crítico (deconstructivista, pero también estructuralista, conceptualista, tropicalista, antropófago, barroco, neobarroco, freiriano, robinsoniano, etc.).

De modo que quizás mi lugar de enunciación sea algo que pudiésemos llamar “estudios críticos”, en el sentido de estudios inestables, oscilantes, movibles, trasladables.

¿Y qué será eso de estudios críticos? En la tradición exegética, existen la alta y la baja crítica como métodos de reconstrucción de textos antiguos. No creo que eso sea lo que yo hago. Quizás esté más cerca de Teun A. van Dijk, que en la década del 80 empezó a hablar de estudios críticos como una teoría del saber.

Ya veremos. Por ahora me quedo con la imagen del agujero negro.

*

///// Hacia una estética provisional III  /  Hacia una estética provisional II   /  Hacia una estética provisional I
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario