sábado, 2 de marzo de 2013

Hacia una estética provisional XII



El arte contemporáneo es un fraude tratado como un fetiche y consumido como mercancía. Esto se debe, en parte, a que los relatos de la estética moderna siguen vigentes entre nosotros, pero sin trascendencia ni futilidad.[1] Operan en objetos o en discursos indiferentes, reciclables, estandarizados. No se trata de un simple anacronismo, sino de un modelo económico, de una estrategia de expropiación y de especulación (profundizaré en este asunto más adelante).

Aunque la “transparencia del mal” exponga la naturaleza de esos relatos cada vez con mayor eficacia, el arte y sus formas de producción y recepción siguen circulando “como si” fueran signos del paradigma moderno, signos de “la doble revolución” (sic. Eric Howsban). Y ese “como si”, esa impostura fundamental, devela la raíz artificial o constructiva del campo cultural: dice que es posible o necesario hacerse las preguntas de cómo, dónde y cuándo fueron construidos los significados del arte, y también sus formas de significar.

Los simulacros del Grupo Provisional mostraron el fraude del arte contemporáneo, sus estructuras de seducción y la exagerada dispersión de sus signos. Propusieron (como Jean Baudrillard y Claudio Perna) que el arte no es el más afinado repositorio de la cultura, ni mucho menos el lugar privilegiado del sentido --en la doble acepción de esa palabra--.

En un fragmento del registro audiovisual de El salón, vemos a un hombre joven contemplando las supuestas obras. Se pasea entre ellas con pose de conocedor. Se interesa en las fichas técnicas y se detiene a estudiar una de las piezas. Luego una mujer decide imitarlo. Los dos se agachan para disfrutar los detalles de la falsa obra. ¿Qué estarán viendo?

Esa pregunta se la hice a Juan José Olavarría, y me respondió: “están viendo lo mismo que ve cualquiera en una exposición de arte contemporáneo: no las obras sino los códigos del campo cultural, que exigen reverencia aunque estén vacíos.” Algo similar ocurre con las figuras producidas por las corporaciones de la comunicación, y con los representantes de las instituciones modernas (burócratas, académicos, etc.), cuyas investiduras nos predisponen a la reverencia; como si en ellos se manifestara un poder opaco, y como si ese poder fuese dueño del sentido, sin dispersión ni transparencia.

Pero el problema es que ya no existen significaciones estables, y por eso sólo han quedado las investiduras, las estructuras contenedoras del arte, o de las instituciones políticas y académicas. Los sentidos viven en estado de diseminación, lo cual dificulta su control, y las investiduras se han vuelto cada vez más inverosímiles. Los artistas ya no controlan ni siquiera los significados de sus obras, incluso cuando actúan fuera del canon, como hicieron desde David hasta el surrealismo, pasando por los prerrafaelitas y los simbolistas. Todos ellos pudieron crear iconografías propias. Pero desde Duchamp y Torres García, desde Warlhol, Oswald de Andrade y Brecht los artistas sólo pueden producir instrumentos de crítica y de transformación cultural, política, social y económica.

Al mismo tiempo, todas esas formas del saber funcionan al servicio de otras disciplinas, incluyendo las artísticas.

 El destino del arte contemporáneo es hacer antropología, o política, o economía social, o teoría del conocimiento; y el de la antropología y el de la política, la sicología y las ciencias de la naturaleza, etc., es hacer arte, en el sentido transmoderno de la palabra.

Cada vez será más difícil ser artista "a secas", o matemático o sicólogo, porque los significados están fuera de las disciplinas, u operando entre ellas y más allá de ellas. Hace tiempo el conocimiento dejó de ser producto del "hacer" (observar, medir, calcular), para funcionar en el cruce de todas las formas del saber.

Esto implica una noción de crítica alejada de todo dogmatismo. José Luis Brea habla de un tipo de crítica así, descentrada y sin virilidad, cuando definió los estudios visuales como
estudios desplegados no tanto en vistas al sostenimiento implícito de una fe asentada en los valores específicos de un conjunto de prácticas y sus resultados materializados (las artísticas), sino más bien alrededor de la vocación de un análisis “no cómplice” del conjunto de procesos mediante el que se efectúa socialmente la cristalización efectiva de tales “valores”, como hegemónicos y dominantes, en las sociedades burguesas avanzadas.
¿Cuáles son los procesos que consolidan las hegemonías del arte, nuestra fe en las prácticas artísticas y nuestras maneras de valorarlas y de percibirlas? Esa es la pregunta típica del Grupo Provisional, que fue respondida por ellos sin complicidad con esos valores, o con una complicidad tramposa, interesada y paródica.

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[1] Me refiero al concepto de genio y de gusto, al aura de los objetos y a la idea de la obra como revelación de la verdad esencial del mundo.

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