viernes, 26 de agosto de 2011

Curaduría y crimen en la ciudad volátil

Carola Bravo: Espacio barrido, 2011. Carbón sobre pared (video performance). En la exposición Ciudad volátil, Caracas, agosto de 2011. Fotografía de José E. Omaña

Ese mediodía nos encontramos en Los Pilones antes de empezar a trabajar. Stéfanny llegó tarde y sólo se tomó un café. Tenía en la cara el signo de la muerte. Rayan nos dijo que hasta las once íbamos a estar ocupadas con unos empresarios extranjeros, pero que el resto de la noche sería nuestra. Cuando dice eso ya sabemos que nos va a soltar a las cinco de la mañana.

Ciudad volátil me hace pensar en la curaduría como crimen. Si el crítico es un usurpador, porque saquea el trabajo de los demás (como estoy haciendo yo mientras escribo esta línea), el curador es un asesino, apasionado y calculador. Es un criminal que trabaja a destiempo. Descuartiza el cuerpo del delito y nos hace creer que no ha pasado nada, que no hay muerto. En Ciudad volátil el muerto está a la vista pero cuesta trabajo verlo. Se descompone según pasan los días, como una pieza de Contramaestre. Expuesto, el crimen es invisible.

Cabrujas dijo que Caracas es una ciudad-ensayo, porque aquí todo se intenta una y otra vez. Ese ritmo-repetición, que recuerda la cultura del mithos, entre nosotros describe un gusto por lo contingente y provisional. No somos ensayistas (ni curadores, ni políticos, ni arquitectos, ni filósofos, ni críticos) profesionales sino provisionales. La vanguardia fue otro ensayo, volátil y efímero, como todo ensayo. Por eso el intento de hacer una arqueología de la vanguardia, o incluso una necrología, no cabe en un libro de la Fundación Cisneros. Un crimen, en cambio, puede ocupar sólo seis paredes.

Yo sabía que Stéfanny estaba pipona. Rayan también lo sabía, por eso le caía a coñazos casi todas las madrugadas después de meterse polvo hasta por el culo. Decía que no quería competencia, que si el carajito nacía lo iba a lanzar por el Guaire. Alguien tenía que matar a Rayan, guindarlo por las bolas, picarlo en pedacitos y comérselo. Pero el coño-e-madre era un peazo-e-mierda adorable. Desde carajitas todas lo quisimos, cada una a su tiempo; todas fuimos, alguna vez, Stéfanny. Esa madrugada los dejamos a ellos dos solos. Rayan estaba más drogado que de costumbre. Stéfanny lo acostó en el asiento del copiloto. Creo que ella le dio alguna vaina nueva que él tenía que meterse por el huequito del guevo. La vi alejarse con una cara de hambre de tres días.

El cuerpo del deseo y del delito es la exposición misma, la escritura del espacio, fragmentada, esparcida. La puesta en escena del tiempo de la ciudad volátil, el gesto de hacer visible la trama de una escritura, acaba con esa escritura. Algo muere: el tiempo de nuestros ensayos vanguardistas, sus lugares fantasmáticos. “La poesía no resiste la escritura”, escribió Lezama. Sin nueva escena, esos espacios seguirían armando sus historias. La nueva escena --la museográfica, la fotográfica y la textual-- descuartiza el ritmo y los espacios de esas armazones, que quizás iban escribiendo el capítulo de sus olvidos o de sus ignoradas transformaciones azarosas.

Pero no hay tradición sin crimen, sin saqueo, sin violencia. Las construcciones de Yuri Liscano y de Rafael Serrano, las citas en las piezas de Beatriz Bellorín o de Claudia Bueno trasgreden una temporalidad, un trazo en el tiempo de la imagen, una sucesión de eventos irreconstruibles, y así ensayan el trazo de una nueva escritura que nos entrama y nos entrampa. Como en la pieza de Carola Bravo, cada fotografía borra y dibuja un nuevo discurso sobre un espacio que sólo podemos reconocer entre líneas. Atrás, como cadáveres insepultos, quedan los últimos ensayos de nuestras vanguardias (los lugares que nadie había querido o podido reescribir), como fantasmas emparedados, como gatos negros que seguirían vivos si nos negáramos a crear nuestro presente, o a seguir elaborando la tradición. Buena señal, efímera y volátil, cual exposición museográfica: tenemos ganas de empezar otra vez, tenemos ganas de ensayar, por nuestra cuenta, una escritura.

Al día siguiente Stéfanny fue la primera que llegó a Los Pilones. Mandó a pedir unas arepas solas que rellenamos con una carne guisada deliciosa, rara. Estaba bella, enseñando su barriguita que de pronto se hizo visible. Sabíamos que Rayan no llegaría. Ahora estábamos solas, con Stéfanny hablando de crear coorperativas y asociaciones civiles. ¿Una cooperativa de putas, por qué no? Pero sin hombres, sólo con el carajito de Stéfanny, que todas criaremos juntas, claro, a ver si un día llega a estar tan bueno como Rayan.

viernes, 19 de agosto de 2011

Políticas públicas y poder popular. El caso del Ejército Comunicacional de Liberación


Soy de los que creen que el gobierno nacional no ha logrado crear políticas públicas para administrar la producción de los bienes simbólicos del país. Los intentos de construir esas políticas han surgido bajo el signo de la indiferencia y de la superstición de los poderosos. Los museos (para hablar del caso que más conozco) fueron reducidos a sus mínimas expresiones, sólo por el prejuicio o el falso juicio dirigido hacia unas estructuras ciertamente caducas, pero reutilizables para los más altos fines de cualquier revolución. Ya he planteado en otras ocasiones la necesidad de convertir los museos en escuelas, en universidades, en grandes bibliotecas públicas que no contengan únicamente libros, en centros de investigación, un poco como lo esbozó en su mejor momento la “nueva museología”. Que el museo no se acaba en su colección ni en el hecho expositivo es una verdad que he comprobado empíricamente.

Sólo algunas instancias del Estado han incorporado a sus agendas esporádicas políticas culturales, algunas de ellas muy importantes, pero que no son el resultado de una macropolítica pública, y menos de un proyecto revolucionario cultural. Cuando digo esto tengo en mente a los editores de la revista Día-Crítica y al comando creativo del Ministerio del Poder Popular para las Comunas. Esas dos voluntades casi anti-institucionales, promovidas por instituciones estatales, me parecen lo más cercano a una estructura estatal dedicada a la transferencia del poder a las comunidades. Se trata de dos proyectos que están en la otra orilla de instituciones como el IARTES o La Estancia, que generan discursos para la visibilización de artistas marginados por el Gran Arte, pero representándolos a la manera de la cuarta república, a la manera del Gran Arte: a través de la vaga solemnidad de la publicación (impresa, audiovisual o expositiva) bellista o esnobista, populista, con fuertes reminiscencias provincianas, es decir, “mantuanas”. El Museo Nacional de Arte Popular, el supuesto trabajo de inclusión cultural que “adelanta” el Ministerio, o la categoría expositiva “Arte del invasor” para hablar de arte colonial, son el mejor ejemplo de esto. Otro ejemplo son las políticas de embellecimiento de la ciudad y el rescate de artefactos culturales que, en términos simbólicos y no meramente estéticos, representan la ciudad del viernes negro, o la ciudad de antes del Caracazo: me refiero al rescate y la revitalización del neo-concretismo urbano, ese al que Marta Traba nunca se pudo acostumbrar.

Pero quizás sea mejor no tener una macro-política estatal revolucionaria (como la tuvieron en el México de José Vasconcelos y en la Cuba del “Discurso a los intelectuales”). Yo en verdad no quiero ser un defensor del Estado que conocemos, ni siquiera un crítico. Estoy cansado de decir que la revolución (o su prospecto) necesita una política cultural, y no como añadidura sino como fundamento de su ser. Si me preguntan, yo prefiero esa noción de Estado comunal que Chávez a la vez promueve y ataca, a saber, un Estado sin instituciones que centralicen la administración del poder y en el que cada comunidad sea dueña de su presente y de su destino. Sin museos nacionales, sin partidos únicos ni fundaciones ni sistemas que administren desde Caracas la vida simbólica y material de todas las comunidades del país. Un Estado nuevo, anti-estatal, fragmentado, salvaje y sin embargo ordenado, que atente constantemente contra sí mismo, contra sus siempre nacientes estructuras hegemónicas. Otra utopía americana.

En algún artículo, Edgardo Lander plantea un vía intermedia entre el Estado moderno y el poder popular, una vía no anti estatal sino para-estatal. Como no podemos renunciar tan pronto a las formas de administración del poder que conocemos, podemos negociar con ellas, pero siempre con miras a socavar sus sentidos y sus legitimidades. Yo diría que la solución intermedia quizás tengamos que buscarla en otras formas de organización colectiva, formas no occidentales y que son la fuente de eso que José Manuel Briceño Guerrero ha llamado “discurso salvaje”. Pienso en la distribución del poder de los pueblos pre-hispánicos, el poder distribuido entre tribus, entre clanes familiares que comparten imaginarios más o menos comunes, varias lenguas, varias éticas y varios conceptos de política que no se rigen por las leyes de la razón segunda.

Claro que no los invito a una vuelta melancólica y etnolófílica a los orígenes, o un regreso al Incanato, a la manera de Miranda o de Mariátegui. Simplemente estoy recordando a Oswald de Andrade y su concepto del bárbaro tecnificado: un sujeto que es a la vez heredero de Pindorama (o en nuestro caso de Amalivaca, Canaima, Matauí) y heredero de lo mejor que tuvo y tiene la razón segunda, antes de la hegemonía de la tecnocracia, a saber: los pioneros de la razón segunda: Bacon, Campanella, Moro, Montaigne, Cervantes…

¿No podríamos ser nosotros bárbaros tecnificados?, ¿no podríamos crear estructuras que sean anti estatales pero que convivan (aprovechadamente) con lo mejor de las estructuras del Estado moderno, es decir, con la exigencia moral de la igualdad social y con la noción de prójimo, con la idea cristiana del amor y con el concepto romántico de un alma nacional? Sería algo así como una sociedad conformada por tribus (post Montesquieu) que saben que pertenecen a una familia mayor, a una forma trascendental que los congrega, pero que no es un dios ni un monarca sino una asamblea mayor de ciudadanos elegida por las tribus y encargada únicamente de comentar las variantes del concepto de prójimo y de fomentar entre las comunidades la contraloría social.

Creo que el Ejército Comunicacional de Liberación está marcado por esa condición tribal, por esa barbarie tecnificada, igual que otros colectivos populares caraqueños, como el Alexis Vive o el 23.net. Esos tres proyectos no se consideran independientes ni alternativos, sino emancipados y emancipadores. Sus discursos no son enunciados desde o para el campo del arte (aunque no lo nieguen) sino para la construcción de una idea de poder popular. Sus metas no son perpetuar las políticas discursivas del campo del arte (que es lo que generalmente se le exige al Estado) sino desencadenar el poder de la discursividad caótica popular, pero adecuándola a un fin político e ideológico, adecuándola a un concepto de libertad.

El Ejército Comunicacional de Liberación obtiene sus recursos materiales apagando los fuegos de varias instituciones del Estado, nuestro principal empleador. Pero su fin no es perpetuar las estructuras del Estado que conocemos sino trabajar para la creación de formas populares de gobierno. Por eso su objetivo no es la transferencia del poder a las comunidades, sino la producción de un escenario discursivo para que las comunidades se apropien del poder (al menos del poder simbólico). Y, a diferencia de las instituciones culturales del Estado, el Ejército tiene políticas claras, verosímiles, creadas al calor de eso que Alejandro Moreno ha llamado “implicancia”, la “vida in-vivida en el seno de las comunidades”.

En la práctica esas políticas le han permitido al Ejército hacer, en dos años, un coloquio y dos festivales de gráfica urbana, uno en La Pastora y otro en San Agustín. También han hecho talleres de tecnologías guerrilleras de la comunicación, de diseño gráfico, de ilustración, de diagramación y de esténcil; la revista Plomo, que ya va por su segunda edición, y el libro Mural y luces. Además, tienen entre sus planes la creación de una escuela de diseño gráfico y de guerrilla comunicacional.

Cuando hablo de la creación de políticas públicas me refiero a la promoción de un escenario discursivo y empírico común para la negociación de los asuntos que nos conciernen a todos, y que deben conducirnos a la administración colectiva o comunitaria del poder. En el caso del Ejército Comunicacional de Liberación, el escenario discursivo tiene la apariencia y la retórica de los lenguajes urbanos populares, y su escenario empírico es la calle. Esta coincidencia fundamenta la verosimilitud de las políticas públicas del Ejército, cuyo objetivo es la creación y la promoción de un lenguaje que reconozcamos como “lenguaje popular”, es decir, uno que, verosímilmente, parezca originado en y con las comunidades.

Se trata de un lenguaje que expone un concepto de pueblo, una genealogía histórica y un proyecto de futuro. Sus semas están marcados por la fragmentariedad caribeña y por la naturaleza antropófaga de nuestra cultura: lo mismo surgen de la apropiación de los lenguajes identificados como “naturalmente” populares, que del imaginario y de la tradición iconográfica occidental, de las tecnologías de la comunicación y del diseño gráfico.

La estrategia guerrillera del Ejército Comunicacional de Liberación los obliga a practicar la ubicuidad. Por eso sus discursos y sus acciones son siempre contingentes, provisionales, efímeras. Esto les permite transformar pequeños espacios empíricos y espirituales. Van al asalto de la sensibilidad del transeúnte, pero no para estimular y legitimar el consumismo mercantilista, sino para persuadir a la gente de la importancia de considerar públicamente el problema del poder y de la libertad.

Así el Ejército va generando, basándose en la naturaleza pragmática de sus políticas, un concepto de espacio urbano caótico, oetético, como diría José Roberto Duque. Un espacio empírico hecho de imágenes, o una concepción caótica de la ciudad como imagen. Allí se juntan el poder del discurso heroico-procero y el de las religiosidades americanas (católicas, indias y africanas), pero también el poder de los discursos populares que tienen sus orígenes en el muralismo revolucionario de los años 60 y 70 (mexicano, chileno, venezolano), y en los lenguajes urbanos de París, Nueva York y Londres.

Todo ello les conduce a la creación de una manera de entender la ciudad como escenario en el que las voluntades políticas y populares se hacen visibles. La ciudad como una suma de fragmentos, pero sin centro. La ciudad marcada por una imaginería verosímilmente popular, que no se agota en el mensaje, en la función comunicativa de sus marcas. La ciudad como ensayo y como un territorio a la vez arcaico y contemporáneo que constantemente se destruye y se regenera, pero que siempre muestra las huellas de su destrucción. La ciudad del caos, la ciudad parcial, la de una geografía del poder popular en la que cada comunidad (o cada tribu) enuncie sus signos, es decir, administre simbólicamente su espacio. La ciudad como orden y como orgía.

Las políticas públicas del Ejército Comunicacional de Liberación surgen de un impulso destructor muy nuestro, muy parecido a nuestras ciudades: el impulso anti occidental del “discurso salvaje”, es decir, la presencia del pardo, del negro y del indio (como categorías culturales) que sabotean nuestros proyectos más occidentales (incluidos el Estado, el Capitalismo y la Revolución). Teniendo esto presente, el Ejército se plantea la utopía: hacer civilización con el discurso salvaje; darle forma a ese discurso pero sin domarlo, sin que su pulsión de muerte sea negada —un poco a la manera de los ritos agrarios arcaicos, o a la manera de la escritura de José Roberto Duque, ese otro bárbaro tecnificado—. ¿Y no es este el ideal de la tradición barroca americana, que tiene en el discurso salvaje el origen de un lenguaje nuestro, tenso y plutónico, un lenguaje para el curioseo y para el paladeo de lo mejor de nuestros sabores, lo mejor de nuestras letras y nuestras artes? Me refiero al ideal barroco del que hablaba José Lezama Lima, el ideal del “esforzado que recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de menguarlo, lo devuelve acrecido”; el esforzado que se hace dueño de una delicadeza y de un territorio, a la vez físico y espiritual.

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Ponencia leída en el coloquio Prácticas del compromiso. Encuentro internacional de investigación en las artes, realizado en UNEARTE en marzo de 2011

jueves, 18 de agosto de 2011

En Caracas la imagen es un arma

La virgen de La Piedrita. Parroquia 23 de enero, Caracas.


No todo producto de la cultura visual es una imagen. El logotipo de un banco o de un centro comercial, las vallas publicitarias, las propagandas de televisión podrán ser más o menos buenas piezas de diseño comunicacional, pero casi nunca logran dar con una imagen. A esas piezas las vemos con indiferencia porque sabemos que son prescindibles, es decir: en verdad no las vemos. Aparecen ante nosotros y las percibimos como signos que se agotan en un solo significado. No nos asustan ni nos apasionan. Están destinadas a ser mecanismos disciplinantes. Nos convierten en consumidores disciplinados. Son armas del principio imperial y racionalista de la cultura (para usar esas categorías de José Manuel Briceño Guerrero). Buscan reducir el sujeto a una única respuesta frente a un estímulo que siempre es el mismo. Pero son signos-mercancía sin trascendencia y sin pulsión fantástica, es decir, signos sin enigma, sin magia, sin abismos: formas visuales que ignoran el poder de la imagen.

¿Y qué es la imagen? Un escritor cubano decía que la imagen es la realidad del mundo invisible, el ámbito de lo desconocido, allí donde la experiencia de la realidad se desdobla frente a otra realidad posible. Amalivaca, María Lionza, el San Juan de Todasana, Miranda en La Carraca, ciertos espacios de la Ciudad Universitaria de Caracas son imágenes porque nos sitúan en el abismo del ser, en un territorio fronterizo entre lo invisible y lo visible, un espacio que nos trasciende y que por eso también nos ancla a la naturaleza humana: naturaleza incompleta y anhelante, limitada y por eso esperanzada, dispuesta a intentar siempre lo más difícil.

En Caracas la imagen es un arma con la que se intenta lo más difícil. Los colectivos populares de gráfica urbana la utilizan para expandir nuestra percepción de lo real, para marcar dentro de la ciudad la silueta de otra ciudad, a la vez fantástica y posible. Su poder es efímero y parcial. No aspira a quedarse para siempre, no quiere ser una efigie inmortal. No borra: yuxtapone. No niega lo diferente: lo transforma. Su violencia es sutil y declarada, no brutal y maquillada como los cascos azules de la ONU. Es un enunciado chiquito que no busca el control de las masas, ni tampoco pretende tomar el poder por la fuerza, sino que busca la diseminación del poder en el pueblo. Su proyecto es contaminar el estado acrítico de inercia social, ese que nos hace ver en cada signo de la publicidad comercial y estatal un elemento más del paisaje.

¿Quiénes diseñaron ese paisaje a la vez psíquico y visual? La respuesta es simple: lo diseñaron las empresas privadas y el Estado moderno. La ciudad se convirtió en un gran medio de masas, en una gran empresa de publicidad trasnacional, y así terminó siendo una inmensa pantalla de televisión, o una gigantesca valla publicitaria de varios kilómetros cuadrados. El medio (la televisión, el periódico, internet) se convirtió en la realidad. Y Caracas, como cualquier ciudad de su tiempo, se convirtió en un escenario mediático. Por eso ya no sabemos cuándo empieza y cuando termina lo real. Nos quedamos sin frontera, sin límite, sin posibilidad de estar ante el abismo de lo que nos supera, ante lo desconocido. Todo queda a la vista y por eso ya no vemos nada.

O casi nada, porque en Caracas algunos colectivos dedicados a la gráfica urbana han construido espacios visibles, ámbitos para el culto de una mirada que no se agote en el consumo de un mensaje, sino que se expanda hacia el caos fértil de lo que nos supera. Entre esos colectivos la imagen no es dominada por el imperio de la comunicación y de la propaganda. No es visualidad contenida por un proyecto único (comercial o estatal) sino que es un “artefacto cultural” heterogéneo y heterodoxo, cambiante e inestable, y que nunca llegará a ser parte de ningún cuerpo hegemónico.

El mural de la virgen con el niño sobre sus piernas y un fusil en la mano, y que dice “Dios y la virgen defienden la revolución” es un artefacto cultural ―y no sólo un signo comunicacional― porque no se agota en su mensaje, en su función sígnica, y más bien evoca al mismo tiempo dos imaginarios cargados de afectividad popular: el imaginario mariano, que durante el barroco americano fue al mismo tiempo instrumento de evangelización y de independencia criolla; y el imaginario guerrillero, que representa la lucha armada de las revoluciones populares del siglo XX.

Esos dos imaginarios no pueden ser totalmente contenidos en un solo signo porque sus significados trascienden nuestra realidad empírica e inmediata, y así nos conducen hacia el misterio de lo humano y de “las fuerzas creadoras del pueblo”; pero también nos muestran el misterio de lo no humano, el misterio de lo absoluto en la Virgen madre de Dios. Todo el poder simbólico (y no sígnico) de La virgen de La Piedrita (que es como se llama el mural) está en sus sutilezas para apuntar hacia lo que desconocemos, hacia lo invisible, pero también para apuntar hacia lo que conocemos: hacia la pulsión utópica, humana y humanista que nos conduce a trabajar colectivamente por el poder popular.

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Texto publicado en el primer número de la revista Plomo, del Ejército Comunicacional de Liberación, en marzo de 2011