viernes, 19 de agosto de 2011

Políticas públicas y poder popular. El caso del Ejército Comunicacional de Liberación


Soy de los que creen que el gobierno nacional no ha logrado crear políticas públicas para administrar la producción de los bienes simbólicos del país. Los intentos de construir esas políticas han surgido bajo el signo de la indiferencia y de la superstición de los poderosos. Los museos (para hablar del caso que más conozco) fueron reducidos a sus mínimas expresiones, sólo por el prejuicio o el falso juicio dirigido hacia unas estructuras ciertamente caducas, pero reutilizables para los más altos fines de cualquier revolución. Ya he planteado en otras ocasiones la necesidad de convertir los museos en escuelas, en universidades, en grandes bibliotecas públicas que no contengan únicamente libros, en centros de investigación, un poco como lo esbozó en su mejor momento la “nueva museología”. Que el museo no se acaba en su colección ni en el hecho expositivo es una verdad que he comprobado empíricamente.

Sólo algunas instancias del Estado han incorporado a sus agendas esporádicas políticas culturales, algunas de ellas muy importantes, pero que no son el resultado de una macropolítica pública, y menos de un proyecto revolucionario cultural. Cuando digo esto tengo en mente a los editores de la revista Día-Crítica y al comando creativo del Ministerio del Poder Popular para las Comunas. Esas dos voluntades casi anti-institucionales, promovidas por instituciones estatales, me parecen lo más cercano a una estructura estatal dedicada a la transferencia del poder a las comunidades. Se trata de dos proyectos que están en la otra orilla de instituciones como el IARTES o La Estancia, que generan discursos para la visibilización de artistas marginados por el Gran Arte, pero representándolos a la manera de la cuarta república, a la manera del Gran Arte: a través de la vaga solemnidad de la publicación (impresa, audiovisual o expositiva) bellista o esnobista, populista, con fuertes reminiscencias provincianas, es decir, “mantuanas”. El Museo Nacional de Arte Popular, el supuesto trabajo de inclusión cultural que “adelanta” el Ministerio, o la categoría expositiva “Arte del invasor” para hablar de arte colonial, son el mejor ejemplo de esto. Otro ejemplo son las políticas de embellecimiento de la ciudad y el rescate de artefactos culturales que, en términos simbólicos y no meramente estéticos, representan la ciudad del viernes negro, o la ciudad de antes del Caracazo: me refiero al rescate y la revitalización del neo-concretismo urbano, ese al que Marta Traba nunca se pudo acostumbrar.

Pero quizás sea mejor no tener una macro-política estatal revolucionaria (como la tuvieron en el México de José Vasconcelos y en la Cuba del “Discurso a los intelectuales”). Yo en verdad no quiero ser un defensor del Estado que conocemos, ni siquiera un crítico. Estoy cansado de decir que la revolución (o su prospecto) necesita una política cultural, y no como añadidura sino como fundamento de su ser. Si me preguntan, yo prefiero esa noción de Estado comunal que Chávez a la vez promueve y ataca, a saber, un Estado sin instituciones que centralicen la administración del poder y en el que cada comunidad sea dueña de su presente y de su destino. Sin museos nacionales, sin partidos únicos ni fundaciones ni sistemas que administren desde Caracas la vida simbólica y material de todas las comunidades del país. Un Estado nuevo, anti-estatal, fragmentado, salvaje y sin embargo ordenado, que atente constantemente contra sí mismo, contra sus siempre nacientes estructuras hegemónicas. Otra utopía americana.

En algún artículo, Edgardo Lander plantea un vía intermedia entre el Estado moderno y el poder popular, una vía no anti estatal sino para-estatal. Como no podemos renunciar tan pronto a las formas de administración del poder que conocemos, podemos negociar con ellas, pero siempre con miras a socavar sus sentidos y sus legitimidades. Yo diría que la solución intermedia quizás tengamos que buscarla en otras formas de organización colectiva, formas no occidentales y que son la fuente de eso que José Manuel Briceño Guerrero ha llamado “discurso salvaje”. Pienso en la distribución del poder de los pueblos pre-hispánicos, el poder distribuido entre tribus, entre clanes familiares que comparten imaginarios más o menos comunes, varias lenguas, varias éticas y varios conceptos de política que no se rigen por las leyes de la razón segunda.

Claro que no los invito a una vuelta melancólica y etnolófílica a los orígenes, o un regreso al Incanato, a la manera de Miranda o de Mariátegui. Simplemente estoy recordando a Oswald de Andrade y su concepto del bárbaro tecnificado: un sujeto que es a la vez heredero de Pindorama (o en nuestro caso de Amalivaca, Canaima, Matauí) y heredero de lo mejor que tuvo y tiene la razón segunda, antes de la hegemonía de la tecnocracia, a saber: los pioneros de la razón segunda: Bacon, Campanella, Moro, Montaigne, Cervantes…

¿No podríamos ser nosotros bárbaros tecnificados?, ¿no podríamos crear estructuras que sean anti estatales pero que convivan (aprovechadamente) con lo mejor de las estructuras del Estado moderno, es decir, con la exigencia moral de la igualdad social y con la noción de prójimo, con la idea cristiana del amor y con el concepto romántico de un alma nacional? Sería algo así como una sociedad conformada por tribus (post Montesquieu) que saben que pertenecen a una familia mayor, a una forma trascendental que los congrega, pero que no es un dios ni un monarca sino una asamblea mayor de ciudadanos elegida por las tribus y encargada únicamente de comentar las variantes del concepto de prójimo y de fomentar entre las comunidades la contraloría social.

Creo que el Ejército Comunicacional de Liberación está marcado por esa condición tribal, por esa barbarie tecnificada, igual que otros colectivos populares caraqueños, como el Alexis Vive o el 23.net. Esos tres proyectos no se consideran independientes ni alternativos, sino emancipados y emancipadores. Sus discursos no son enunciados desde o para el campo del arte (aunque no lo nieguen) sino para la construcción de una idea de poder popular. Sus metas no son perpetuar las políticas discursivas del campo del arte (que es lo que generalmente se le exige al Estado) sino desencadenar el poder de la discursividad caótica popular, pero adecuándola a un fin político e ideológico, adecuándola a un concepto de libertad.

El Ejército Comunicacional de Liberación obtiene sus recursos materiales apagando los fuegos de varias instituciones del Estado, nuestro principal empleador. Pero su fin no es perpetuar las estructuras del Estado que conocemos sino trabajar para la creación de formas populares de gobierno. Por eso su objetivo no es la transferencia del poder a las comunidades, sino la producción de un escenario discursivo para que las comunidades se apropien del poder (al menos del poder simbólico). Y, a diferencia de las instituciones culturales del Estado, el Ejército tiene políticas claras, verosímiles, creadas al calor de eso que Alejandro Moreno ha llamado “implicancia”, la “vida in-vivida en el seno de las comunidades”.

En la práctica esas políticas le han permitido al Ejército hacer, en dos años, un coloquio y dos festivales de gráfica urbana, uno en La Pastora y otro en San Agustín. También han hecho talleres de tecnologías guerrilleras de la comunicación, de diseño gráfico, de ilustración, de diagramación y de esténcil; la revista Plomo, que ya va por su segunda edición, y el libro Mural y luces. Además, tienen entre sus planes la creación de una escuela de diseño gráfico y de guerrilla comunicacional.

Cuando hablo de la creación de políticas públicas me refiero a la promoción de un escenario discursivo y empírico común para la negociación de los asuntos que nos conciernen a todos, y que deben conducirnos a la administración colectiva o comunitaria del poder. En el caso del Ejército Comunicacional de Liberación, el escenario discursivo tiene la apariencia y la retórica de los lenguajes urbanos populares, y su escenario empírico es la calle. Esta coincidencia fundamenta la verosimilitud de las políticas públicas del Ejército, cuyo objetivo es la creación y la promoción de un lenguaje que reconozcamos como “lenguaje popular”, es decir, uno que, verosímilmente, parezca originado en y con las comunidades.

Se trata de un lenguaje que expone un concepto de pueblo, una genealogía histórica y un proyecto de futuro. Sus semas están marcados por la fragmentariedad caribeña y por la naturaleza antropófaga de nuestra cultura: lo mismo surgen de la apropiación de los lenguajes identificados como “naturalmente” populares, que del imaginario y de la tradición iconográfica occidental, de las tecnologías de la comunicación y del diseño gráfico.

La estrategia guerrillera del Ejército Comunicacional de Liberación los obliga a practicar la ubicuidad. Por eso sus discursos y sus acciones son siempre contingentes, provisionales, efímeras. Esto les permite transformar pequeños espacios empíricos y espirituales. Van al asalto de la sensibilidad del transeúnte, pero no para estimular y legitimar el consumismo mercantilista, sino para persuadir a la gente de la importancia de considerar públicamente el problema del poder y de la libertad.

Así el Ejército va generando, basándose en la naturaleza pragmática de sus políticas, un concepto de espacio urbano caótico, oetético, como diría José Roberto Duque. Un espacio empírico hecho de imágenes, o una concepción caótica de la ciudad como imagen. Allí se juntan el poder del discurso heroico-procero y el de las religiosidades americanas (católicas, indias y africanas), pero también el poder de los discursos populares que tienen sus orígenes en el muralismo revolucionario de los años 60 y 70 (mexicano, chileno, venezolano), y en los lenguajes urbanos de París, Nueva York y Londres.

Todo ello les conduce a la creación de una manera de entender la ciudad como escenario en el que las voluntades políticas y populares se hacen visibles. La ciudad como una suma de fragmentos, pero sin centro. La ciudad marcada por una imaginería verosímilmente popular, que no se agota en el mensaje, en la función comunicativa de sus marcas. La ciudad como ensayo y como un territorio a la vez arcaico y contemporáneo que constantemente se destruye y se regenera, pero que siempre muestra las huellas de su destrucción. La ciudad del caos, la ciudad parcial, la de una geografía del poder popular en la que cada comunidad (o cada tribu) enuncie sus signos, es decir, administre simbólicamente su espacio. La ciudad como orden y como orgía.

Las políticas públicas del Ejército Comunicacional de Liberación surgen de un impulso destructor muy nuestro, muy parecido a nuestras ciudades: el impulso anti occidental del “discurso salvaje”, es decir, la presencia del pardo, del negro y del indio (como categorías culturales) que sabotean nuestros proyectos más occidentales (incluidos el Estado, el Capitalismo y la Revolución). Teniendo esto presente, el Ejército se plantea la utopía: hacer civilización con el discurso salvaje; darle forma a ese discurso pero sin domarlo, sin que su pulsión de muerte sea negada —un poco a la manera de los ritos agrarios arcaicos, o a la manera de la escritura de José Roberto Duque, ese otro bárbaro tecnificado—. ¿Y no es este el ideal de la tradición barroca americana, que tiene en el discurso salvaje el origen de un lenguaje nuestro, tenso y plutónico, un lenguaje para el curioseo y para el paladeo de lo mejor de nuestros sabores, lo mejor de nuestras letras y nuestras artes? Me refiero al ideal barroco del que hablaba José Lezama Lima, el ideal del “esforzado que recibe un estilo de una gran tradición, y lejos de menguarlo, lo devuelve acrecido”; el esforzado que se hace dueño de una delicadeza y de un territorio, a la vez físico y espiritual.

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Ponencia leída en el coloquio Prácticas del compromiso. Encuentro internacional de investigación en las artes, realizado en UNEARTE en marzo de 2011

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