domingo, 19 de diciembre de 2010

"Yo no viajo, por eso resucito..."

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (I)

"Cuando su visión le entregaba una palabra en cualquier relación que pudiera tener con la realidad, esa palabra le parecía que pasaba a sus manos, y aunque la palabra le permaneciese invisible, liberada de la visión de donde había partido, iba adquiriendo una rueda donde giraba incesantemente la modulación invisible y la modelación palpable, luego entre una modelación intangible y una modulación casi invisible, pues parecía que llegaba a tocar sus formas, cerrando un poco los ojos."

*

Cuando pienso en la corporeidad palpable del verbo lezamiano tengo en mente ese fragmento de Paradiso. José Cemí acaba de dejar la concurrencia amigotera de sus años universitarios. Ha entrado ya en la poesía (que para Lezama es un estado del ánimo, un ritmo del alma) y en el ejercicio del eros relacionable. Está a punto de encontrarse “con quien interesa que se encuentre”, con Licario. Todavía le espera la muerte de su Abuela (en mayúscula, como la escribe Lezama), y la última visión de Fronesis —a lo lejos y riendo— y de Foción —liberado de su delirio que no engendra—. Pero lo que me asombra de ese fragmento de la novela es que, si ladeamos un poco la cabeza y forzamos un tilín su sentido original, podríamos leerlo como una alegoría de la escritura lezamiana. Aquella palabra que pasa a las manos de Cemí, que se hace cuerpo palpable entre lo invisible y lo visible, ese tocar las formas de la palabra entrecerrando los ojos, me parece que habla no sólo de Cemí sino de la escritura de la novela.

En Paradiso el sentido —el de las palabras, el de la narración— es, más que un orden determinado por un sistema de referencias condicionado, una luminosidad y por eso también una forma de lo corpóreo, de lo matérico. Se trata de una claritas que cuando leemos la novela nos hace entrecerrar los ojos. Ese gesto se repite, creo, en los ensayos y en la poesía de Lezama. Entrecerrando los ojos es como palpamos la lejanía de su verbo, que se nos acerca como una materia imposible pero acariciable en esa misma lejanía. De allí la fuerza de su erótica. La palabra lezamiana siempre se nos está escapando “en el instante en el que ya habíamos alcanzado su definición mejor”. O como dice Eloísa Lezama Lima, la hermana de José, “cuando el lector cree que le va a dar el jaque mate sale el alfil y le hace una mueca”.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (II)

"La retirada de su abuela y de su madre había sido para Cemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pronto, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba a decir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos. Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba a escuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando, no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía la misma sensación que cuando, sentado en el muro del Malecón, veía a los pescadores extraer a sus peces, cómo se retorcían, mientras la muerte los acogía fuera de su cámara natural. Pero en la carta esos retorcidos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su silla y ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía no oír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces."

*

¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí, entrar en un recinto donde él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “le parecía que iba a escuchar un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino, como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia, diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”.

Pareciera como si el narrador anunciara que leer es algo así como acercarse a un secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad, seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: su marcha ascendente, oscilante, hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. Y, como recuerda el narrador, el motor y el vehículo de esa marcha es, desde luego, la escritura misma. Pero no la escritura que busca “significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra ganada por el señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (III)

Con José Cemí y con el narrador (que es también a veces Cemí y a veces Lezama) vamos entrando en la novela desde un sistema crítico que la misma novela nos ofrece. Así la obra nos entrega las claves para leerla. Es como si Paradiso nos señalara las coordenadas para examinarla, para conducirnos en ella, para elaborar nosotros una lectura, que es ya una forma de hacer crítica pero como ofrenda —al decir de Octavio Paz—, como el tributo del lector que busca sus ejes interpretetativos en el centro mismo de las obras de creación. Algunos de esos ejes los encontramos cifrados en varios pasajes de Paradiso. Se trata de ciertos momentos en los que José Cemí desarrolla una conducta ante el lenguaje, ante la palabra y ante la escritura: la actitud de quien se inicia en el cuerpo de la imagen. A lo largo de la novela vamos descubriendo cómo Cemí penetra ese cuerpo, es decir, cómo se va transformando en un lector.

En el capítulo IX, después de su primer día universitario, sustituidas las aulas por el tumulto de una protesta estudiantil, Cemí llega a su casa y es recibido por su madre que lo esperaba. Lo que luego ocurre es, para mí, uno de los centros de la novela. Rialta recibe a su hijo con las palabras “más hermosas que Cemí haya escuchado en su vida”. En el centro de aquel discurso percibimos la presencia del ideal icárico lezamiano, el “sólo lo difícil es estimulante” de La expresión americana. Leemos la voz de Rialta:

"Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. (…) Cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad."

En esas palabras está cifrado el destino de Cemí y su andar hacia ese destino. Se podría pensar que aquel “intento de lo más difícil” es, desde luego, el riesgo de acercarse a la imagen, a la escritura de la imagen y a su eros. Pero es también el icárico afán del hombre por lograr su humanidad, su sentido de unidad (su artificio mayor), esto es, el afán hipertélico del conocimiento poético, la visión de “los peces en la canasta estelar de la eternidad”.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (IV)

En el capítulo VI, después de una noche signada por la pesadilla, el niño José Cemí se encuentra con su padre y con la metáfora. Dice el narrador:

"El Coronel le hizo una seña para que se sentara en una de las banqueticas, que acompañaba a las sillas muy torreadas, con muchas rejillas y piñas. El libro, voluntariosamente muy abierto, sonando la cola aún olorosa del lomo, para ofrecerse a un plano extendido, y el dedo índice del padre de José Cemí, apuntando dos láminas en pequeños cuadrados, a derecha e izquierda de la página, abajo del grabado dos rótulos: el bachiller y el amolador."

Cada uno con sus atributos. El bachiller, en su cuarto de estudio “en la medianoche apoyaba sus codos en la mesa, repleta de libros abiertos o marcando con cintajos el paso de la lectura”. El amolador con su “rueda envuelta en un chisporroteo duro, como los rosetones de la lluvia de estrellas en el plenilunio”. Pero por accidente —o, más bien, como por la acción súbita de lo incondicionado— cuando el padre nombraba al amolador Cemí fijaba el grabado del estudiante, y lo contrario. De modo que cuando el Coronel fue a comprobar sus enseñanzas y preguntó: “¿cuándo tengas más años querrás ser bachiller? ¿Qué es un bachiller?”, Cemí contestó: “Un bachiller es una rueda que lanza chispas, que a medida que la rueda va alcanzando más velocidad, las chispas se multiplican hasta aclarar la noche”. Y el Coronel “se extrañó del raro don metafórico de su hijo, de su manera profética y simbólica de entender los oficios”.

Aquí la metáfora se presenta ante Cemí como por accidente, como lo no buscado que quiebra la literalidad referencial de lo metafórico para ponernos ante el poder incondicionado de las analogías, de lo invisible que así, accidentalmente (o como sobrenaturaleza, más bien) se aclara. Ello comporta una “manera contrapuntística de leer”, es decir, una manera de seguir en la lectura las coordenadas entre los nombres y lo nombrado. En este caso, el contrapunto o la lectura contrapuntística se nos señala, paralelamente, a nosotros y a José Cemí. Aquel dedo apuntador del Coronel nos indica cómo situarnos ante la lectura. Nos dice, en principio, que leer es seguir un dedo señalando cosas aparentemente deslindadas entre sí, pero que cuando las volvemos a ver se nos descubren entretejiendo un nuevo cuerpo, una nueva marcha hacia una imagen. El grabado del amolador y la voz del Coronel enunciando la palabra “bachiller” se unen por un dedo oblicuo capaz de crear un ámbito de nuevas relaciones, quebrando así la causalidad y haciendo surgir la visión del estudiante que será Cemí y que de seguro fue Lezama: la de una rueda que lanza chispas hasta aclarar la noche, una imagen con su propio cuerpo, una imagen escrita.

sábado, 11 de diciembre de 2010

“Miro en Caracas desde la perspectiva del indocumentado”

La crítica del arte en Venezuela no empezó con Ramón de la Plaza, como dicen los historiadores, sino con aquellas palabras de Marta Traba, publicadas 1974: “miro en Caracas desde la perspectiva del indocumentado. Por eso me queda muy difícil comprender el enfoque progresista y cosmopolita que encuentra perfectamente conciliables las autopistas con los ranchos, los carteles luminosos con las obras cinéticas”. Esas palabras apuntan hacia la naturaleza de la crítica, hacia los límites del crítico y de su oficio. Me hacen pensar en aquellas líneas de Montaigne: “lo que opino de las cosas revela la medida de mi vista y no la medida de las cosas”, o en aquella noción kantiana de la crítica como indagación y reconocimiento de los límites de nuestras facultades de conocer y de juzgar.

Lo que nos queda de los textos críticos de Marta Traba es el furor crítico de Marta Traba, el testimonio de su mirada en su escritura. Su opinión sobre el arte y los artistas no es esencial. Importa más la manera en que dice lo que dice, su estilo, su lugar de enunciación. Y mientras vivió en Caracas, ese lugar de enunciación fue el del indocumentado, el del ilegal, como ella dice. Eso nos enseñó que el crítico es quien llega a un territorio que nunca terminará de penetrar, un territorio que no le pertenece y que nunca le pertenecerá. Por eso el crítico siempre se queda un poco afuera, sin terminar de decir lo que se propone. Y como no tiene papeles o permisos puede ver cosas que los demás (los documentados) ya no ven.

Pero sé que he sido injusto cuando dije que con Marta Traba se inicia la crítica del arte en Venezuela. Me he olvidado de Mariano Picón Salas y de Hanni Ossott, de Carlos Contramaestre, de Ida Gramcko, de Roberto Guevara y de Victoria de Stéfano. En todos estos autores hay una poética de la crítica que prescribe un espacio para que el escritor se ensaye a sí mismo, se exponga en sus límites y en sus posibilidades, ofreciéndonos las claves interpretativas de su experiencia del arte. Pues el crítico nos ofrece el lugar de su mirada: huellas, marcas en el camino de su lectura. Nada más.

jueves, 9 de diciembre de 2010

El reino de los objetos que pueden ser nombrados con todas las palabras

En el arte contemporáneo caben todos los discursos. Es el ámbito del libre juego de la interpretación. La falsa polisemia de ese arte está garantizada por el aislamiento de los objetos que produce, objetos indiferentes de sí mismos, signos autorreferenciales. Todas las herramientas de todas las disciplinas caben en ese objeto trans-estético, que es la configuración final y afinada del arte absoluto.*

El crítico y el curador del arte contemporáneo son los intérpretes y los traductores de esos objetos. Pero a diferencia del intérprete del arte renacentista, por ejemplo, que siempre será superado por la obra que interpreta, el crítico y el curador del arte contemporáneo saben que siempre serán superados por los medios de masas, como también saben que están destinados a reciclar un discurso vacío (y por eso posible) que alguien tiene que llenar de texto. Entre nosotros, el mejor reciclador de discursos “contemporáneos” es Félix Suazo, y el dispositivo crítico más afinado quizás sea la Plantilla para hacer textos de índole decolonial y/o altermoderno, de Lucas Ospina, que tanto le debe a las estrategias de la propaganda política del siglo XX (pienso en Garth y Napolitan).

Con esa plantilla uno puede hacer un texto políticamente correcto que no diga absolutamente nada. Sólo hace falta jugar bien con la plantilla para estar horas elaborando un discurso aparentemente inteligible. Las voces autorizadas del arte contemporáneo (Dussel, Guattari, Habermas), los giros discursivos y el uso de palabrotas como “altermodernidad” y “decolonialismo” son las claves de un discurso hedonista, absoluto, sin significado y sin contenido: un signo perfecto, como el que producen y reproducen los canales de noticias o los diputados de cualquier parlamento nacional o internacional.

Siguiendo bien las instrucciones del juego, uno puede hacer un texto como este:

“La complejidad de los estudios realizados en el contexto histórico, geográfico y cultural garantiza la preparación de un grupo importante, de alta calidad en la formación, que propicia la intermedialidad y el discernimiento de las diferencias de esta actitud anticolonial —la cual es una de las características centrales del giro decolonial— y que es compartida por la crítica altermoderna de la estandarización. Pero pecaríamos de insinceros si soslayásemos que el giro decolonial no es una filosofía postmoderna porque se ha formado en contra del carácter eurocéntrico del pensamiento postmoderno, sin embargo, la superación de las experiencias periclitadas implica el proceso de reestructuración y de actualización, además hace razonable ver también la viga en el ojo autóctono de la identificación del logos con lo universal, uno de estos mitos modernos que el pensamiento “transmoderno” (como lo llama Dussel) intenta abandonar”.

Entre nosotros, Félix Suazo maneja el arte de hacer textos orales parecidos a los de la plantilla de Lucas Ospina, pero sin duda mucho más refinados. Félix puede hacer que la obra de cualquier artista contemporáneo sea inteligible, o al menos sabe hacernos creer que podemos entenderla. Es un intérprete, en el sentido moderno de esa palabra, es un creador de historias, un relator de fábulas improvisadas sobre cualquier obra o cualquier montaje museográfico de arte contemporáneo. Y ejerce su oficio con tanto tino, que por momentos creemos estar ante objetos artísticos parecidos a la Primavera, y así logra postergar o velar el hedonismo y la indiferencia de esos objetos que, como nos enseña Lucas Ospina, pueden ser nombrados con todas las palabras.


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* En cambio, a la Primavera de Boticcelli, que ya es una primera forma de arte absoluto, no le cabe ningún discurso, porque la obra siempre los supera. Allí la interpretación es intento. Algo siempre se nos escapa.

martes, 7 de diciembre de 2010

Museo y realidad virtual



El museo es una estructura sígnica y por eso también discursiva. Es un signo perfecto, de esos que nunca se agotan porque sus significados son ellos mismos. Las premisas fundamentales del museo como signo son: a) la realidad es la cultura; b) la cultura es edición. De lo que se concluye, por fuerza, que la realidad es editable.

La ciudad contemporánea, concebida como un evento mediático, fue ensayada en el museo, que es el primer medio de masas. Por eso no es raro que la musealización de la ciudad haya coincidido con el auge del periódico y del periodismo, de la publicidad y del diseño. Así, en menos de un siglo, el museo se salió del museo, y “el arte se pasó a la realidad”. El mundo se convirtió en un micromundo virtual y museográfico. El medio es nuestra mejor realidad.

Hoy cualquier ciudad supera cualquier museo, porque el museo es, entre nosotros, una pieza de museo que la ciudad conserva como un vestigio arqueológico de sí misma.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Nostalgias del arte contemporáneo



La expresión “arte contemporáneo” no tiene nada que ver con el arte actual. Hace tiempo dejó de usarse para nombrar a los novísimos. Hoy es utilizada para hacer referencia a algo que se parece a las acciones de la bolsa o las matrices de opinión de los mass media, y que, como la mercancía y las noticias periodísticas, no se intercambia sino que circula a través de mecanismos usureros y especulativos. Por eso “arte contemporáneo” ya no es cualquier cosa que haga hoy un creador, sino que es más bien una mercancía reciclada y portadora de un solo discurso, única garantía de su legitimidad.

Ese discurso es el arte contemporáneo mismo, sus mecanismos de reciclaje y de legitimación ―así como el contenido de una noticia es siempre la plataforma mediática transnacional, y el sentido de la mercancía es la cultura hiperrealista del mercado―. Por eso en la Bienal de Sao Paulo, en el Bristol Museum, en el Palacio de Tokio y en el Periférico Caracas nos encontramos siempre con una sola cosa: con discursos que en apariencia trasgreden los mecanismos del campo del arte pero en los que esa trasgresión implica una estrategia manierista y políticamente correcta.

Se acabaron las sorpresas; en todas partes uno consigue artefactos desechables antiartísticos que se ofrecen como arte. Juan Carlos Rodríguez, Guillermo Trujillano, Banksy, Gustavo Buntix, Guillermo Habacuc Vargas, David Palacios, todos construyen o reconstruyen mecanismos supercríticos (o de falsa crítica) que se delatan a sí mismos, que dicen lo que son y muestran la estructura cultural que los sustenta. Esa reconstrucción pareciera ser la marca, la identidad comercial del llamado arte contemporáneo. Es como si se hubiese establecido un estándar, una forma única del discurso que se ha vuelto autorreferencial, como ocurre con cualquier mercancía o con los reality shows.

Sin embargo, hay también en el arte contemporáneo una nostalgia por el arte, por la ilusión, y por el lugar que los artistas ocupaban, no en la sociedad sino en el ámbito político de los intercambios simbólicos. Porque el poder del artista estaba en su habilidad, en su técnica para mover y remover el mundo como si fuera una imagen. Y hoy ese poder, que es el de la ilusión, “se ha pasado a las cosas”, como dice Baudrillard, se ha confundido con nuestra noción de realidad. Al arte contemporáneo sólo le queda la posibilidad de emular, citar o subrayar las estrategias de ese poder, en un intento ―a veces desesperado― de enunciar con nostalgia las formas de su propio vacío.

lunes, 1 de noviembre de 2010

La indiferencia hiperbólica de Juan Carlos Rodríguez



Juan Carlos Rodríguez no es un artista que de pronto decidió dedicarse a la política (la del PSUV o la de los poderes regionales), simplemente Juan Carlos nunca fue realmente un artista. Ha sido, eso sí, un pensador y un actor político que ha utilizado ciertas estrategias del arte actual para interpelar el poder. Sus trabajos son discursos antropológicos o filosóficos que aparentan ser obras de arte. No son discursos estéticos o esteticistas que aparentan ser políticos. Esto último es lo que hacen casi todos los artistas contemporáneos: desde Joseph Beuys, hasta Banksy, pasando por Roberto Jacoby. En cambio, Juan Carlos radicaliza la banalidad del arte actual: juega (seriamente) a ser un artista exilado del arte, como juega a ser candidato a diputado en las elecciones internas del PSUV.

Pero entre un partido político y el llamado "arte contemporáneo" no hay mucha distancia: ambos son máquinas que, intentando controlar capital simbólico, terminan administrando una misma indiferencia: la del sujeto político frente a la partidocracia y el burocratismo, y la indiferencia de esos objetos sin ilusión, sin elipsis, sin seducción que por nostalgia seguimos llamando obras de arte.

Juan Carlos se debate juguetonamente entre esas dos indiferencias: estetiza las estrategias del poder y crea la ilusión de un arte político, a la vez que banaliza el poder político y deja el arte fuera de la estética, flotando en su propio vacío. Así le añade una dimensión más a la indiferencia: la dimensión de la pureza y la de la objetividad. Esto lo logra haciendo más visibles las estrategias del juego político (como hizo en Módulo Cerro Grande), editándolas y organizándolas museográficamente hasta que las deja en el puro hueso del discurso, en la pura objetividad de sus contenidos. Pero también lo logra poniendo los objetos artísticos en un estado que pudiéramos llamar de “falsa crítica”: un estado en que los lugares comunes del campo del arte se reúnen para dar cuenta de su propia objetividad. Ello implica que los objetos quedan aislados, sacralizados en su propia indiferencia, arrojados hacia una dimensión de pureza en la que ninguno de nosotros jamás podrá entrar.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Tres figuras fijas

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Es una imagen cercana. La recuerdo frente al liceo Fermín Toro, hace años. La he visto un par de veces al comienzo de la avenida Libertador, a la altura de Sarría. Es una imagen clara. Llega saltando, se eleva y cae sobre sus caderas, duro. Sus ojos gruesos, como morados por dentro, duros. La cabeza endeble, liberada de la fuerza del cuello, suelta, sin fijación.

La recuerdo con las piernas manchadas, desnudas, flaquísimas las piernas que exhibe, que ofrece (¿a quién?). Sus carnes gastadas y resistentes se ven a través de una franelita que siempre está húmeda. Cae otra vez sobre sus caderas, y su cuerpo suena cuando toca el piso; se le quiebra el cuerpo y otra vez se para, da vueltas, grita y se ofrece y cae.

Foto: blog de la Guerrilla Comunicacional: http://guerrillacomunicacional.blogspot.com/
La ciudad marcada sólo se nos muestra efímeramente. La marca desaparece cuando estamos a punto de definirla. Vuelve la marca, como una cicatriz, y se fija sin que la veamos. A veces también es una mancha, el recuerdo de una superficie sobre otra.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Aire de subsuelo, de calle debajo de la calle. Si lo respiras se te enfría un pulmón. Retienes el aire frío y así hilvanas por dentro una trama sutil. Fijas en cada punto de la trama una etiqueta. Es casi como si le fijaras un rótulo a cada exhalación. Recibes el peso de un olor gastado, de una sustancia que recorrió el humor de la ciudad —su vaho— y tú vuelves a exhalar frases acomodadas, rescatadas de las excepciones, de un te quiero, te quiero, te quiero fijo, endeble, insistiendo en el punto de atadura sobre las rejillas de la ciudad respirada.


Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Creo en esa mancha que se ofrece. Una línea la dibuja, sólo una. Comienza en su entrepierna, sigue por la cintura, llega a las axilas y termina en el cuello. No define la cabeza porque su cabeza está como borrada. No se fija. Sólo su mirada busca una identidad que insiste en su posibilidad. Busca, encuentra. Ignora que encuentra. Se ofusca y su pupila se detiene en un punto invisible. Nadie lo distingue; ella atraviesa ese punto una y otra vez. Retrocede, pisa en falso, ladea la cabeza y después vuelve a anclarse, se distancia y se quiebra.

Foto: blog del Ejército Comunicacional de Liberación: http://nosabemosdisparar.blogspot.com/
La pared recibe el cuerpo de la imagen. Se forma así una capa sutil que define el sentido de la pared, su límite y su espacio positivo. Chorrea un poco ese límite, como haciéndonos señas. El cuerpo negativo de la imagen, el revés de su figura, traza otra figura que comienza en la pared, sigue en la acera, se extiende luego por una calle, desemboca en otra y en otra y en otra. La ciudad queda así marcada, definidos sus límites por esa otra figura.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
El tuyo es como el gesto de quien baja la voz. Baja también tu cuerpo. Las líneas del tejido se separan de tu mano. Van solas. No hacen muecas ni disfrazan una cortesía. Están ahí, atadas y tensas. Se estiran, se mueven solas, pero uno de sus fragmentos permanece aislado, ajeno a la ondulación. Es el único fragmento que tocas, que fijas como cuando detenemos con una mano invisible, imaginada, la figura de un cuerpo que ya no se puede quedar entre nosotros.

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Es otra marca, otra escisión en la piel de la ciudad. La recuerdo alzando el brazo y quebrando todo su cuerpo. La recuerdo también con un eros de muerte. Sé que la frágil exposición de su sexualidad nos mina por dentro. La deseamos, como a un objeto excepcional y asqueroso, y que por parecer humano nos hace querer poseerlo. No lo admitimos. Sí lo admitimos, por instantes, por una brevísima parte del segundo en que la vemos vomitando sangre sobre un pedacito de mierda que después nos ofrece. Pero ese gesto también nos distancia, y así vemos aliviados que pasa el segundo completo. Pasa también la imagen ofrecida que, por suerte, es en verdad detestable.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Bajas la voz y no pronuncias la frase. La cuelgas al revés. No la dices. La atas como en un conjuro. Repites el atado y encuentras un ritmo ingrávido. La frase te sale al paso. Procuras que una exhalación mayor la pronuncie, pero sin libertad. Es una exhalación contenida, amarrada. Como cuando el aire se tranca en el pecho y no podemos decir el instante. O sí lo decimos, pero como mudos.

Foto: blog del Ejército Comunicacional de Liberación: http://nosabemosdisparar.blogspot.com
Deberíamos hacer la guerra a la manera de las imágenes. Entonces la muerte a manos del hombre sería, no un espectáculo, sino una sobrenaturaleza. El artificio se convertiría en nuestra mejor arma. Entonces iríamos a la guerra no por poder —todo poder es efímero— sino por mentiras reales, duraderas, como las de la metáfora. La niña sembraría una estrella. La guerra tendría el sentido que le daban los antiguos. Como Marduk creando el Esagila frente al primer hombre, el guerrero de Tiamat. Como Osiris reanimado en la boca de la rana. Como Bolívar, el iniciado en el misterio de la Santísima Trinidad, persiguiendo ausencias posibles.

Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
Ahora amarran la figura que se ofrece. Su oferta es insoportable. Tienta demasiado. Nos expone demasiado. Y como no hay quien la mate hay que enrollarla, montarle una de sus piernas sobre su cabeza, dislocarle la otra, inhabilitarla. Cuando la amarran deja de ser imagen. Ahora es borrón. Sólo su cabeza queda definida. Ya no es imagen. Ya no corremos riesgos: su eros ha quedado sobreexpuesto. No es imagen, no nos provoca poseerla. Atada, no consigo fijarla en la memoria.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Muestras que la ciudad tiene una sustancia acariciable, sutil. La hostilidad de la bestia se calma cuando conjuras la expresión más sencilla. No matas al monstruo, dejas que veamos en su ombligo la forma del caos, “la confusión de la que sólo puede surgir un mundo”. Cada “te quiero” acaricia el lomo de la bestia. Pero no la aplacas. Tu exhalación la confunde y así cobra sentido su rabia. Sus narices expulsan un vapor espeso, maloliente, y tú respondes con la expresión más sencilla. Ese vapor nos empieza a importar cuando fijas tu mano sobre la nariz de la bestia, no para taparla sino para ofrecer una respuesta sencilla. Toda su monstruosidad queda así justificada en el peso de tu exhalación.

La imagen cuando es guerrillera (que es casi siempre) combate con sutileza. No busca imponerse. No procura el absolutismo de los valores. Es parcial y efímera. Precisa y pasajera. Se fija, por instantes, hasta que alguien pasa y la borra. Ese gesto justifica su sentido. Si no la borraran, la imagen no dolería. Si no la borraran no sería imagen. El gesto que la invisibiliza es el mismo que le da posibilidad. Si ella es escisión, la borradura es tejido. Y cuando la herida cicatriza, la imagen queda por dentro.


Ana Chin-A-Loy: Comiendo M. Festival de Improvisación de Chacao. Caracas y 2009.
La atadura no aguantó el peso de sus exhalaciones, por eso la imagen aparece otra vez crecida, las piernas más largas; y para demostrarlo se mete la mano en el culo y la saca llenita de mierda. Estira el torso y nos ofrece su lengua mientras se la frota y se la frota y se la frota con la mano y con la mierda. Es como si para volver a ser imagen tuviese que ofrecernos el gesto más familiar. Todos cabemos en la punta de su lengua.

Beatriz Malavé: Demostraciones públicas de afecto. Caracas y noviembre de 2008. Fotografía de Daniel Carrillo.
Fijas un dedo en medio de la cuerda. Giras la mano y doblas la cuerda. Repites el gesto pero en la dirección contraria. La cuerda pierde su peso. Sacas el dedo, pesado, y lo dejas caer sobre el respiradero. Así incorporas un aire que es ajeno, como se hace cuando nos besan. El peso de tu cuerpo sobre el dedo es como tu respuesta a ese beso. Las cuerdas que fijas y que no pesan testimonian la conversión del beso en succión lingual, y luego en mordiscos ligeros, y luego en mordiscos que sacan sangre, y luego es tu boca la que queda muy abierta y mostrando todos los dientes.

lunes, 18 de octubre de 2010

Tierradenadie: territorio político

Tierradenadie, Universidad Central de Venezuela, viernes 15 de octubre de 2010

La semana pasada en la Universidad Central de Venezuela ocurrieron dos eventos esencialmente mediáticos y un evento arcaicamente político. El primero fue el daño ocasionado a la placa que recuerda a Jorge Rodríguez (padre), y que le permitió al diario Ciudad Caracas publicar una locura como esta: “La placa que desde hace años permanece en los jardines de la plaza Jorge Rodríguez, también conocida como Tierra de Nadie, amaneció este martes ultrajada”.

El segundo evento mediáticamente político fue la “marcha por el presupuesto justo”, convocada por la Asociación de Profesores de la UCV, y respaldada por estudiantes (FCU), empleados y obreros. La marcha fue “seguida minuto a minuto” por Twiter, Facebook, Globovisión y El Universal On Line.

Como se ve, se trata de dos acciones hechas a la medida de las empresas de comunicación, y que recuerdan aquella idea de que en el mundo hiperreal —es decir, el nuestro— el cuerpo es sólo un pretexto para que existan los mass media: existimos sólo para ser televisados, o para aparecer en Facebook o en Twiter, y así fortalecemos nuestra realidad virtual, que no es la realidad de la polis sino la de los impulsos electromagnéticos binarios.

En cambio, el viernes en la noche ocurrió en Tierradenadie el único evento político de la semana, organizado por estudiantes de varias facultades de la UCV e ignorado por la maquinaria mediática poderosa, a saber: la toma circense —y parcial— de Tierradenadie, como respuesta a ciertas agresiones hechas por los vigilantes de la UCV (que obviamente no actúan por su cuenta) a esos mismos estudiantes.

José Manuel Briceño Guerrero dice que en América Europa lucha contra Europa. El principio imperial de nuestra cultura, representado por la máquina burocrática del Estado, y el principio racional, que se traduce en tecnocracia, son combatidos por el principio señorial, es decir, por el Quijote que todos llevamos por dentro, y por el principio cristiano, fundado en la noción de comunidad y de amor al prójimo.

Esa lucha volvió a suceder el viernes en la noche, en Tierradenadie. La solidaridad cristiana y la ética quijotesca hicieron que la estructura tecnócrata y burocrática de la Universidad se sosegara. Los vigilantes se mantuvieron a raya y el “sentido común” racionalista, que ve en las comunidades circenses una partida de antisociales, no se atrevió a alzar la voz.

Al final prevaleció la antigua noción de espacio político, vigente hasta el siglo III antes de Cristo; esa noción que, como recuerda Vernant, implicaba un territorio común hecho para congregar a su alrededor, como un imán, todas las casas de la ciudad. Un espacio sin puertas y sin planillas que llenar, un espacio seguro, como Tierradenadie, en el que pueden discurrir los asuntos que nos conciernen a todos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Mandala urbano Marte

Isidro Núñez, Notas para el Mandala urbano Marte, Caracas, circa 1991

En las colecciones de nuestros museos nacionales no hay ninguna obra de Isidro Núñez. Ello a pesar de sus participaciones en las primeras bienales de La Habana, o a pesar de haber trabajado en el Museo de Bellas Artes, a finales de los años ochenta. No hay ninguna obra, es cierto, pero entre los pocos papeles suyos archivados en la Galería de Arte Nacional me encontré con su letra —es decir, con su mano— y con su firma —es decir, con su cuerpo—. Y como Isidro había muerto hacía muy poco tiempo, entendí que ese cuerpo era la única forma de conocerlo. Nunca le di la mano, pero su puño y su letra salieron póstumamente a mi encuentro. Su ausencia es relativa. Ahí están esos cuerpos signados que son su firma y sus fotografías.

Esas dos imágenes determinaron mi encuentro con un hombre que ahora sólo vive en la imagen. Su firma, en tanto signo, delata y esconde lo mismo que sus fotografías. Ambas marcan el espacio de una ficción. La primera, la firma, es la representación signada de una visión. La otra, la fotografía, es exactamente lo mismo. Las dos detienen, en la excepción de las formas visibles, lo invisible. El trazo signado del puño entrega la marca de un instante, el testimonio de una presencia que siempre busca y nunca deja de significar. La copia acabada del negativo cumple la misma función: es también el testimonio de un vacío objetivado, transformado en una textura que podemos recorrer.

El espacio signado es el del acontecer de la imagen. En las fotografías de Isidro Núñez ese espacio es también el contorno de su vida. Fotografía y biografía se confunden: más de treinta años en la imagen nos dejan un infinito por reelaborar. Allí encontramos registros de las colecciones de los museos, registros de exposiciones, de festivales, de conciertos, de conferencias, de eventos políticos: mítines, marchas. También hay interpretaciones de la cárcel del Tocuyito, de los cabarets de Caracas, del imaginario salsero caraqueño, de los pueblos del Amazonas, de la fiesta anual de Gardel en Caño Amarillo, de los amigos fotógrafos y del imaginario político bolivariano, en sus formas casi míticas y paradójicas… En fin, se trata de un infinito sobre papel que delata a Isidro Núñez en su ubicuidad significante o en su condición de cronista, “el verdadero cronista visual de esta ciudad”, para decirlo en el lenguaje enfático de Ramón Grandal.

Y como le ocurre a todo cronista, a Isidro la realidad le salía al encuentro. ¿Pero cuál realidad? ¿La que el lente de su cámara signaba y asignaba? Realidad convertida entonces en signo, en trazo, realidad trazada como la de su firma. Por eso con sus obras llegamos siempre a la imagen de una ciudad posible. El artificio de la fotografía subraya esa posibilidad, es cierto, pero también subraya la verosimilitud de la crónica, la ilusión de una ciudad imbuida de un tiempo sin tiempo. Se trata de una voluntad de ilusión que reinventa la ciudad y a su cronista, ambos serpenteando entre los accidentes de un mismo laberinto.

Isidro Núñez, Mandala urbano Marte, cartulina, tinta y plata sobre gelatina, Caracas, 1991.
 
El centro de ese laberinto es, para mí, el Mandala urbano Marte, de 1991, una obra que, como el ombligo, cierra el acceso a las entrañas del cuerpo cuando es imagen. Ahí, en ese umbral, podemos ver la extensión de ese cuerpo, las distancias que el signo recorre. Por ejemplo, en el ojo central del mandala hay una imagen que es como un trompe l`oeil fotográfico, pues nos confunden sus refracciones (acaso trucos de laboratorio). En el medio está Isidro con su cámara, casi oculto en los márgenes de un espacio imposible. Desde ese centro, el mandala empieza a abrirse hacia una geometría pictórica. Aparecen contactos, copias de varios tamaños, todo distribuido dentro de un cuadrado que contiene un triángulo que a su vez contiene un círculo. En la punta del triángulo hay un doble homenaje a Alí Primera. Después, o al mismo tiempo, irradiando desde esa punta y siguiendo el plano geometrizado, vemos aparecer un imaginario complejo, polimorfo, heterogéneo y sin aparente continuidad.

Mandala urbano Marte es una síntesis de varias series fotográficas de Isidro Núñez, de distintas épocas. Se pueden reconocer allí fragmentos de Alquimia lumínica (1988-1992), de Percepciones espaciales (1980-1990), de Laberinto citadino (1984-2009), todo delimitado por la sucesión de visiones aéreas de una geografía sin nombre. Así Isidro le reasigna a su mandala los límites sensibles de un espacio espiritual. Mientras el cuadrado contiene los contactos de esa geografía abstracta, el triángulo es rodeado por copias que van como describiendo un imaginario afectivo. Entre esas copias vemos rastros del testimonio de las fiestas de Gardel en Caño Amarillo, rastros de la fragilidad sentida de los museos caraqueños, una breve alusión al Cementerio General del Sur, a la cultura salsera caraqueña y a los festivales de teatro. Al final, o al principio, todo ese imaginario se va cerrando concéntricamente hacia el autorretrato de Isidro, como configurando un doble paisaje: el de la ciudad velada y exhibida en sus escondites por el artificio de la fotografía, y el territorio signado del autorretrato trucado.

Isidro Núñez: Autorretrato, plata sobre gelatina, circa 1991.
 
Y es que el cronista, como su discurso, siempre se muestra y se esconde. Esa tensión describe la naturaleza de su trabajo y su relación con la ficción. Por eso quizás es que Isidro nos dejó a la vez un registro y una reinvención de la ciudad en sus fotografías, pues pareciera que una nueva realidad nos sale al encuentro en esas imágenes. Por ejemplo, en Percepciones espaciales —que hizo en la década del ochenta— las salas y los corredores de los museos caraqueños se convierten en espacios casi irreconocibles. Son imágenes que nos entregan una realidad no del todo ajena a nosotros, y que sin embargo nos hace sentir extraños frente a ella. Es como si esas obras dirigieran nuestra mirada hacia un espacio que siempre había estado allí, pero que sin el peso de la ficción fotográfica nunca habríamos visto. Lo contrario ocurre en su Laberinto citadino o en El gran circo del valle, de 1983. Allí hay imágenes en las que Caracas es mostrada en episodios tan concretos, tan arraigados a nuestra cotidianidad, que nos parecen más reales que la realidad. Aquella imagen de la anciana cargando sus bolsas de mercado y que tiene detrás una formación de Guardias Nacionales, es, sencillamente, de un realismo abrumador. Y no me refiero a ningún realismo mágico ni idealista, sino a uno más bien crudo, caraqueñísimo, de esa clase de realidad que sabemos que convive con nosotros y que a veces percibimos, pero jamás con la integridad y la fuerza de la buena fotografía.

Isidro Núñez, "Sin título" de la serie El gran circo del valle, plata sobre gelatina, Caracas, 1983.

Llama la atención, además, que en casi todas sus series Isidro trabajaba componiendo un cuerpo de imágenes. Es decir, no se contentaba con concebir sus series como una sucesión aislada de copias, sino que las agrupaba en composiciones espaciales que a su vez eran unidades gráficas. Con ese procedimiento intentaba alejarse de la idea de la fotografía única, ejemplar, para ofrecer más bien un relato narrado en imágenes. Así cada copia se convierte en un signo que, junto a fragmentos de negativos y de contactos, conforman el cuerpo de una historia. Esto es muy claro en el Mandala urbano Marte, pero también en El gran circo del valle, en La casa de las muñecas (1979) e incluso en el Laberinto citadino. Esos trabajos, sobre todos los tres últimos, son crónicas íntegras, compactas. Es un error concebir sus imágenes como fotografías únicas o aisladas. Más que series fotográficas, son mapas que hilvanan un discurso espacial. Hay que verlas en su totalidad, pues mucho tienen del lenguaje del cartel y, tal vez, del lenguaje cinematográfico. Aunque este asunto es tan delicado que valdría la pena estudiarlo en otra ocasión.

Isidro Núñez, "Sin título" de la serie Transiciones urbanas, plata sobre gelatina, Caracas, 1980-1990.

Por el momento sólo diré que, atendiendo a la mayoría de las obras expuestas en salones y en muestras colectivas, esa manera de narrar de Isidro se repite en su trabajo una y otra vez. Y a mí me viene pareciendo que esa preocupación por la narración quizás esté relacionada con una manera muy personal de concebir las series fotográficas, y, desde luego, la fotografía misma.

Me explico: a primera vista, Mandala urbano Marte o El gran circo del valle parecieran ser series que Isidro reunió en dos composiciones aisladas. Luego, en los archivos, encontramos las copias por separado, cada una como un documento independiente. Sabemos, además, que el Mandala urbano Marte participó en el Salón Arte y Ciudad, organizado por el CONAC en 1991, y que El gran circo del valle participó en la I Bienal de la Habana, en 1984. Con ello podemos dar fe de que son trabajos independientes y distintos. Pero, y esto es lo curioso, en el Mandala hay obras pertenecientes a El gran circo del valle y también a Alquimia lumínica y a Percepciones espaciales, pues además algunas fotografías de El gran circo del valle forman parte de Laberinto citadino. ¿Simples errores de Isidro? No lo creo.

Un dato más podría ayudarnos a dilucidar este asunto. Hay tres series que lejos de cerrarse en el tiempo parecieran expandirse sin términos temporales. Me refiero a El Callao, Imaginario bolivariano y Laberinto citadino. El primero de estos trabajos fue iniciado en el año 1975 y culminó el día que Isidro murió, si es que se puede decir que en verdad culminó. Exactamente lo mismo ocurre con los otros dos, que tienen una fecha de inicio pero no de cierre. Esto me hace pensar en que, como artista, Isidro buscaba la imagen, es decir, le preocupaba más transitar un espacio metafórico que ir organizando su trabajo en series mercadeables, “exponibles”, cuantificables. Perseguía la imagen, insisto, y por eso la imagen le salía al encuentro. Es como él mismo decía, que su intención era explorar y agotar las posibilidades de un problema en la imagen. Y una estrategia exploratoria de este tipo, ya lo sabemos, hace que los problemas sobrevivan a los artistas (cuando lo son) en su arte. El Laberinto citadino y el Gran circo del valle continúan entre nosotros, en el doble sentido de esa expresión: allí están las copias fotográficas, pero allí está también la ciudad que en esas copias Isidro Núñez inventó.


Isidro Núñez, "Sin título" de la serie Percepciones espaciales, plata sobre gelatina, Caracas, 1980-1990



martes, 5 de octubre de 2010

Ilusión de Jean Herrera

Jean Herrera, Sin título de la serie Anotaciones de un joven caminante, plata sobre gelatina, Caracas, 2006

En la cultura visual pública no hay lugar para la polisemia: el sentido de las imágenes se acaba en el significado. Entre nosotros todo está dicho, todo es legible, y sin embargo no hay lugar para la interpretación. Vivimos entre una acumulación de signos cada vez más cerrados y también más pulcros. La publicidad comercial y la propaganda institucional urbana se esmeran por mejorar la alta definición de sus imágenes. Hasta los grafiteros usan aerosoles que nos recuerdan la pulcritud de una pantalla de televisión. Todo se nos aparece envuelto en la capa transparente de la digitalidad, que es el soporte de la imagen reducida a la comunicación y al mensaje.

La naturaleza del mensaje es la reproducción. Sus efigies son las antenas repetidoras. Y frente al mensaje no tenemos nada que decir, no hay espacio para la opinión verdadera; sólo podemos reaccionar, como cuando estamos ante el tarjetón electoral. La repetición del mensaje garantiza nuestra reacción. El signo se acumula sobre el signo, el código sobre el código, y así las imágenes se limitan a ser estímulo, y la lectura, respuesta.

En cambio, una fotografía de Jean Herrera nos lleva al terreno de la falta. Su ojo borra, oculta, le quita realidad a la realidad. Hace que el significado se expanda y se diluya en la polisemia. Sus imágenes tienen zonas que no podemos ver, o que en todo caso vemos con dificultad, como si bordeáramos una elipsis. Algo siempre se nos escapa.

La fotografía de Jean no nos estimula, nos seduce y nos invita a jugar. Él hace que la imagen cierre y abra sus sentidos, ofreciéndonos un orden provisional. Incluso cuando estamos ante una fotografía suya sin vacíos, sin descansos visuales, el ojo encuentra la posibilidad de un nuevo orden. Ese orden nos sitúa en la aurora de la lectura y de los significados, en un espacio en el que siempre tenemos que aprender a ser lectores. Tal exigencia del sentido deja las obras de Jean sin mensajes. Su asunto no es la comunicación sino el asombro sencillo. Con su fotografía ganamos el horizonte de una ilusión.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Patrimonio violado

Taller de esténcil dictado por el Ejército Comunicacional de Liberación a la comunidad de la Escuela de Artes-UCV. 23 de septiembre de 2010. 


La UNESCO miente: la Universidad Central de Venezuela no se parece a Machu Picchu o a las pirámides de Egipto. Su mentira se funda en nuestro sentido trivial y homogeneizante de lo sacro. Confundimos a la Tigresa del Oriente con la Atenea Partenos, como la UNESCO confunde, adrede, esas tres ciudades en una misma categoría: la noción de “lo patrimonial”, tan parecida a la de “museografía”, y que en 1945 le devolvió a Europa su lugar simbólico y artificial en el centro del mundo.

Pero fue en 1972 que la noción legalista de “patrimonio mundial” cobró la forma de un decreto. Desde entonces la UNESCO se reserva el derecho de enunciar ese decreto, confundiendo así las ruinas de una ciudad abandonada hace más de cuatrocientos años, la necrópolis de una civilización perdida en el inframundo del tiempo y los espacios vivos de la Universidad Central de Venezuela.

Si caemos en la trampa de esa confusión, terminaremos entendiendo el patrimonio como un cementerio de maravillas humanas, o como una herencia estancada. Además, creeremos que esa herencia es esencialmente física, palpable, material, y olvidaremos que en una cultura viva, como la de la UCV, la verdadera herencia es inmaterial. (La materia, como decía alguien, es una representación del espíritu, no su fin). Claro que debemos cuidar el estado de conservación de los edificios, acabar con las goteras y restaurar las obras de arte, pero a sabiendas de que eso no garantiza su integridad.

El verdadero patrimonio es un caos y un orden vivos, condenados a mutar, a ser corrompidos e interpretados. En ello radica la integridad de una tradición. Por eso ningún patrimonio se decreta. La gente asume o no asume su herencia.

Las comunidades no hacen decretos, hacen vida. Los decretos, que tienen su origen en el principio imperial de la cultura, buscan regular esa vida. Así, el uso de los espacios queda sujeto a reglas ajenas a la naturaleza de lo comunitario. Y para que esas reglas se cumplan hacen falta campañas de sensibilización y leviatanes: propagandas, vigilantes, cárceles, hospitales y morgues.

Se atenta contra el patrimonio cuando una patrulla de vigilantes motorizados recorre todos los días Tierradenadie en busca de sospechosos, o cuando COPRED no colabora con la instalación de una sala de proyección de audiovisuales en la Escuela de Comunicación Social, o cuando COPRED se niega a que la Escuela de Artes haga esténciles en la fachada de su seudo sede, no para adornarla sino sencillamente para hacer un ejercicio de investigación, exploración y reconocimiento de una técnica de reproducción visual.

Pero también se atenta contra el patrimonio, ¡y con cuánta violencia!, cuando las autoridades universitarias, con la complicidad de COPRED, promueven y legitiman la instalación de una oficina del Banco de Venezuela en el espacio que Villanueva le reservó a un mural de André Bloc, violando, no sólo la estructura del mural, sino sobre todo la noción de espacio público o de “universo comunitario” que es más valiosa que el mural mismo, y que nutre la verdadera herencia de la Ciudad Universitaria de Caracas, ciudad viva y espiritual.

NOTA: COPRED quiere decir Consejo de Preservación y Desarrollo, y es una dependencia del Rectorado de la UCV.

lunes, 20 de septiembre de 2010

La erótica postergada del arte contemporáneo

A la izquierda: La humanidad objetivada, de Argelia Bravo; fotografía de Gustavo Marcano.
A la derecha: portada de la edición número 58 de CAL.

Las imágenes del llamado "arte contemporáneo” no me seducen. Me interesan, me ponen a pensar, me convierten en un sujeto político, pero no me erotizan. No hay una erótica en los registros forenses de Argelia Bravo, ni en el cuerpo desnudo de Ana Mendieta. Esas imágenes no pueden seducirnos porque, como dice Carmen Hernández, “en el arte contemporáneo el cuerpo deja de ser forma de inspiración capaz de expresar un concepto de belleza o de deseo, para configurarse en pretexto de investigación sobre la subjetividad y la estructura social que lo conforma”. Nos pueden interesar los mecanismos de ese arte, sus estrategias retóricas, sígnicas o denotativas, y ese interés puede ser teorético, antropológico, moral o político, pero no erótico.

En cambio, las manipulaciones visuales del diseñador gráfico --ese artista menor-- me erotizan de muerte. Una página compuesta por Luis Giraldo, un libro diseñado en el taller de Álvaro Sotillo o un emblema de Gerd Leufert, a pesar de estar determinados por la exigencia de lo funcional, nos seducen, en el verdadero sentido de esa palabra, es decir, nos pierden, nos desvían del camino correcto, claro y tangible de las sensaciones significantes.

El registro manipulado del cuerpo herido de un transvesti también nos desvía, pero pronto nos conduce al territorio del significado, de la imagen denotada. Un emblema de Leufert también denota, pero su función comunicativa no abarca el cuerpo entero de la imagen. Un libro de Sotillo tiene que seguir siendo un libro, y sin embargo no se agota en la exigencia de su función. En la obra de esos diseñadores siempre aparece y siempre se oculta “algo más”, un riesgo, una zona sin traducción, una mancha en el significado que posterga ligeramente su eficacia funcional.

En el arte contemporáneo ocurre lo contrario; las imágenes apuntan hacia un discurso significante, contenido. Y allí donde pudiera aparecer u ocultarse “algo más” surge el peso del discurso textual, del código cerrado (al estilo de la pintura academicista del siglo XIX), y ya no corremos ningún riesgo. Así, por ejemplo, un video de Juan Carlos Rodríguez transita el camino seguro del significado, aunque ese significado represente un peligro para la vida social y política de quien lo enuncia. En cambio, una doble página de la revista Cal, diseñada por Nedo, corre el riesgo de no poder ser leída, a la vez que nos pone ante la visión de lo imposible y ante las puertas de Fantasía, “ese lugar peligroso”, como decía Tolkien.

sábado, 11 de septiembre de 2010

1510: el hombre sin contenido

"Las revoluciones --especialmente las socialistas-- son etapas de profundización en el proceso colonizador, son aceleraciones de la asimilación cultural que Europa ejerce en el resto del mundo".

El laberinto de los tres minotauros
José Manuel Briceño Guerrero


La revolución es uno de los más afinados instrumentos de la paideia americana. Su objetivo es lograr la occidentalización y la cristianización de nuestros pueblos. Las lenguas y las culturas indígenas (o lo que queda de ellas) representan una amenaza para esa paideia: “Tiemble el europeo americano cuando escuche hablar en maquiritare o en quechua; fomente la instrucción pública, el servicio militar, el turismo interno, el comercio, todo cuanto pueda contribuir a la incorporación lingüística de los indígenas”. Tiemble también cuando vea un grafiti en las ciudades agrediendo lo más preciado que tiene la América occidental: el significado.

La revolución convierte al indio en un sujeto político y en un sujeto histórico, con voz y voto en la Asamblea Nacional. Es decir, lo convierte en un ciudadano de occidente. Al grafiti, en una operación similar, la revolución lo sustituye por paredes limpias, polícromas, y por murales que, con mínimas variaciones, repiten un solo mensaje. La ciudad se vuelve así más civilizada y más cristiana.

El indigenismo revolucionario continúa la labor de los misioneros del siglo XVI. El indio se hace occidental cuando ocupa una silla en las universidades, cuando participa en programas de alfabetización, cuando el Estado convierte en patrimonio sus fiestas rituales y en suvenires sus objetos de culto, o cuando promueve el turismo en Canaima y la Gran Sabana. Pero todas estas son estrategias civilizatorias que se ven amenazadas cuando Noelí Pocaterra, por ejemplo, decide hablar en wayúu ante la Asamblea Nacional.

En las ciudades el grafiti representa una amenaza similar. Por eso lo tapan. Frente al sinsentido de una “bomba” grafitera la revolución impone un mensaje claro: “el ideal occidental y cristiano prevalece después de dos siglos”. Es la guerra de los quinientos años entre el sinsentido y las ideologías, entre lo que está cargado de signos y lo que no tiene ningún significado. De un lado están las estrategias civilizatorias llenas de contenidos cristianos (revolución, socialismo, comunidad, héroes, pueblo, patria), junto a las estrategias comerciales y las que promocionan la razón segunda (compre, gaste, sea bonito y feliz como una máquina). Del otro lado se alza el hombre sin contenido, el mal salvaje, el adolescente que sólo pinta letras indescifrables y que no dicen nada. Todavía estamos en 1510.

En las fiestas de los negros de la costa, en algún momento de la noche, la civilización cristiana desaparece y occidente se vuelve trizas. No importa que ante nuestros ojos se eleve un santo cristiano. En las paredes de Caracas, y en este instante, alguien sin nombre y sin contenido está pintando una bomba.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Mínima defensa de la curaduría

Los museos no se hacen más democráticos sólo porque exhiban, de un tirón, el setenta por ciento de sus colecciones. Las obras de arte no se hacen más populares o más públicas sólo porque las saquemos de los depósitos. Esas dos estrategias tienen sentido si forman parte de un plan mayor. Pero entendidas como el objetivo final de una gestión, terminan promoviendo la función opresiva del museo y haciendo visible nuestra dificultad para leer los códigos del arte.

Sin la maravilla de una lectura cuidadosa, y liberadas de la interpretación curatorial, las imágenes nos dejan ciegos. Las obras nos abruman y quedamos a merced de su polisemia. Sin el límite que les impone la investigación y la curaduría (que son ejercicios de edición), sus discursos empiezan a tenderles trampas al ojo, con la intención oculta de arrancárnoslo. Toda la violencia de las obras, y el peligro de sus artificios, nos acecha. Quedamos a la deriva en el territorio vivo de nuestras pesadillas.

Con suerte, llegamos a una obra que nos compete y que nos recibe con amabilidad. Si tenemos la información necesaria para leerla, podremos disfrutar del placer de interpretar. Si no tenemos información, y vamos al museo con la ingenua ambición de aprender algo, nos quedaremos —a lo sumo— con el placer instintivo que se siente ante una imagen amable. A eso yo le llamo violencia semántica: sólo los instruidos podrán leer las obras. Vaya noción de democracia.

Luego está la violencia física de la institución y de su espacio, que la exposición indiscriminada y permanente de las colecciones recrudece. El museo se convierte por fin en su propia ruina, como decía Douglas Crimp, o en el mausoleo del que hablaba Adorno. Sin la tarea utópica de la curaduría, que se esmera en invisibilizar esas ruinas y en convertir el mausoleo en un jardín primaveral, la estructura física, monolítica e inmóvil del museo se impone. El cuerpo del visitante queda aplastado por el peso del burocratismo institucional. Triunfan el principio imperial y la razón segunda, para utilizar esas categorías de Briceño Guerrero. Provoca salir corriendo.

Actualidad del arte

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Este texto fue leído el 3 de diciembre de 2009 en la conferencia “Actualidad del concepto del arte y de lo bello: ejemplos paradigmáticos”, organizada por la UNEARTES.
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En torno al arte suele prevalecer la doxa: todo el mundo tiene siempre algo que decir. Pasa lo mismo con la política. En ambos casos sentimos un inmenso placer por escrutar, medir y juzgar “como si tuviésemos la última palabra”. Yo, que no le huyo a tales placeres, haré lo propio: opinaré. Y ya que se han tomado la molestia de quedarse a escucharme, intentaré al menos templar un poco mis opiniones. Haré el esfuerzo de suavizar mis pretensiones de dar con la última palabra. Mi templanza irá asegurada tras el gesto de quien expone sus dudas.

Pues que se nos haya propuesto hablar sobre la actualidad de lo bello merece, desde luego, y para no dejar de serle fiel al espíritu de los tiempos, que encerremos ese enunciado entre signos de interrogación: ¿la actualidad de lo bello? ¿En el arte?, es la segunda pregunta que no tardo en formular. Porque esa palabra, belleza, la usamos a menudo ante cosas o acontecimientos que no son arte. “El cielo está muy bello”, suelo yo decir entre las cinco y las seis de la tarde. “Es bello el rostro de mi compañera”. Las guacamayas que vuelan sobre Tierra de Nadie nos dejan como el sabor de la belleza. Pero ni un atardecer, ni un rostro humano ni las guacamayas son formas artísticas. Que tengan algo artístico o poético —o que pudieran tenerlo— es otra cosa, pero ni son arte ni son un poema.

¿Y qué es el arte? He ahí una pregunta esencial, de esas que nos excitan por el mero hecho de poder formularlas “como si siempre lo hiciéramos por primera vez”. Con todo, me parece más sencilla al lado del problema de lo bello, o de su actualidad. Digamos, en principio, que esos dos asuntos se parecen en eso justamente, en su actualidad, pues lo bello también suele acontecer como pregunta. En todo caso, la pregunta sobre el arte es, al menos así lo creo, mucho más reciente. ¿Tendrá acaso quinientos años? Y si acordamos —caprichosamente— que lo más reciente se presenta más claramente ante el investigador, comencemos entonces por ahí, por el “arte”.

Uno no deja de sentir cierto estupor frente al problema del origen de esa palabra. ¿Cuándo se empezó a utilizar? ¿Cuántos sentidos distintos ha tenido? ¿Significaba lo mismo para un doctor escolástico que para un alemán culto del siglo XVIII? ¿Designaba en el renacimiento italiano lo mismo que designa hoy? Un griego, Platón por ejemplo, ¿habrá utilizado la palabra “arte”, o una palabra similar? Lo curioso es que la modernidad occidental ha usado esa palabra para nombrar (o confundir) los aconteceres simbólicos de las culturas egipcias, asiáticas, prehispánicas, helenísticas, medievales, y la elaboradísima pasión por la verdad del artificio, por la trampa autónoma, orgánica y placentera, regida por leyes propias, que nosotros llamamos arte.

Los griegos hablaban de lo poético, de poiesis, y de lo técnico (tecné). En El Banquete platónico Diotima dice: “lo poético es algo polimorfo, porque una causa que haga pasar una cosa cualquiera del no ser al ser es poesía” (1944:54). Y en la Ética a Nicómaco leemos: “toda técnica se ocupa de la generación, y trabajar técnicamente es considerar la manera de que se originen algunas de las cosas que pueden ser y no ser” (2005:185). Se trata, desde luego, del problema de la obra, del “obrar”, bien conducido por una manía divina, bien por la “disposición acompañada de razón verdadera relativa a la fabricación”, como ha escrito Aristóteles. En ambos casos encuentro lo mismo: el trabajo con lo que deviene en presencia, con lo que se deja ver, lo que se nos desoculta.

Creo que ese se es el sentido que Heidegger le dio a la noción de técnica de los griegos. Leemos en El origen de la obra de arte:
…técnica no significa ni arte ni artesanía y, menos aún, lo técnico en el sentido actual. La palabra “técnica” nunca significaba en general una especie de ejecución práctica, sino que nombra, más bien, una especie de saber. (…) La esencia del saber, para el pensamiento griego, descansa en la aletheia, o sea en la desolcultación del ente. La técnica como saber experimentado a la griega consiste en la producción de un ente en cuanto que lo pone delante como lo que se presenta en cuanto tal, sacándolo de la ocultación expresamente a la desocultación. (1997:94)
La poiesis platónica, en lo bello, comporta también desocultación. La verdad se deja ver en el bello cuerpo a los ojos del iniciado en el amor, no ante el poeta. Se establece así una distinción entre lo poético y la poesía, parecida a la que Heidegger enuncia con respecto a la técnica, la artesanía y el arte. Las palabras de Diotima son claras:
…no se llama poetas a los menestrales [que también hacen pasar las cosas del no ser al ser], sino que tienen otros nombres; y es que de la poesía en conjunto se ha separado una partecita: la que conviene a la música y a la métrica, y se la llama, no obstante, con el nombre del todo, que en efecto, a tal partecita sola se la denomina poesía, y a los poseedores de tal partecita de la poesía, poetas. (1944:54)
La desocultación de la poiesis platónica pareciera actuar en el amante, en aquel que, estimulado por la plenitud del trabajo amoroso, “capta mediante el más claro de los sentidos la belleza que brillaba entre las realidades inmóviles y simples” —como se nos dice en El Fedro (1992: 86). En este caso, el trabajo, el obrar, es el de quien aprende a amar, aquel ante quien la verdad se deja ver en la apariencia de lo sensible. Por otro lado, en torno al problema de la técnica, Heidegger enuncia: “la producción de la obra acontece en aquella otra producción que hace pro-venir al ente por su apariencia a ser presencia. Esta acción es determinada y terminada por la esencia de la creación…” (1997:94) ¿Podemos entonces equiparar poiesis y aletheia?

En todo caso, esas dos palabras parecieran suponer cierta independencia con respecto al arte. En el caso platónico esa independencia es clara. Pero en cuanto a la técnica, que siempre implica un saber hacer (o saber imitar), vemos con Heidegger cómo, en tanto conocimiento poético, en tanto aletheia, la técnica implicaba para los griegos “una acción determinada y terminada por la esencia de la creación”. Esto sería algo así como decir, más o menos, que, entre los antiguos, la poesía y las artes imitativas participaban de lo poético, pero no eran lo poético.

¿Y cuándo el arte se convierte en el ámbito privilegiado de la creación, en el resguardo de lo poético? ¿Acaso en el momento en que aparece la pregunta sobre el arte? ¿Y cuándo sucede eso?

Si uno revisa un diccionario etimológico verá que la palabra “arte” tiene su origen en el latín. Es entonces quizás, si me permiten decirlo así, una invención romana y, sobre todo, medieval. Parece que en el siglo XIV ya se utilizaba en castellano la palabra “artimaña”. Procede, según el diccionario, de “una alteración de la voz latina ars magica bajo el influjo del castizo”, esa lengua vulgar (1997:93). Así nuestro idioma recuerda uno de los significados generales que el Medioevo le dio a la palabra arsars como “conjunto de preceptos para hacer bien algo”, o como “facultad que prescribe las reglas para hacer con perfección las cosas”, pero también como astucia, ardid, malicia, cautela. Engaño cauteloso, fraude bien hecho: artificium, destreza, ingenio, fingimiento, disimulo (1944:82-85).

Lo interesante es que, como nos hace ver Edgar De Bruyne, el artista —o el artífice medieval, es decir, literalmente “el que acomoda su obrar a ciertas reglas” — procuraba, a través del fingimiento bien logrado, del buen disimulo, dejar ver la verdad (1994:169-171). Trabajando con lo contingente e impredecible de la materia, el artífice —lo mismo el médico que el arquitecto y el músico— buscaba que su obra dejara ver lo inmutable. Pero como lo inmutable sólo se muestra indirectamente en las cosas mundanas, el artesano lo convocaba, lo hacía presente en la materia artizada, arreglada con esmero, ingenio, disimulo y cautela. ¿El vitral medieval no es acaso una manifestación sensible de la fe, una plegaria hecha materia, cristal trabajado como rezo, como receptáculo de la verdad de lo invisible?

“Lo único real y verdadero para el pensamiento medieval es lo invisible”, leemos en un ensayo de Octavio Armand…
Y ese velo está en la raíz de la noción medieval de símbolo. Pues si lo inmutable es también lo inefable, sólo por la vía oblicua, retorcida e indirecta del tropo, la verdad saldrá al encuentro del creyente. Esto es como decir que la naturaleza del símbolo es la realidad del artificio. No hay símbolo sin ardid, sin truco, sin fingimiento. Y es doble el fingimiento: sobre la materia, lo simbólico actúa desmaterializando, a la vez que deja ver, en su ocultamiento, en su veladura, la presencia clara de la verdad de lo “invisible”.
Organizado por una perspectiva teológica y no por una perspectiva pictórica, lo visible deja de ser una trampa para convertirse en vía de salvación. Es un velo, como decía Hugo de San Víctor. Un velo que para unos oculta lo verdadero y para otros lo insinúa, lo manifiesta”. (2005:128-129)
En esta noción de la obra como artificio, como engaño que a tras luz deja ver lo verdadero, encuentro yo uno de los orígenes de la concepción moderna del arte. En un lienzo del siglo XVII asistimos a la imagen clara del artificio. El reverso de la pintura (1670), de Cornelius Gijsbrechts, que nos dice que ya la pintura ha surgido en su autonomía, es también el espacio moderno de la imagen. Vuelta sobre sí misma, determinada por su propio espacio determinante, la imagen se desacraliza, o participa de una nueva sacralidad, pero ahora más bien laica. La pintura ya no es un instante de la arquitectura. Huérfana, se muestra en la verdad de su mentira. Ha alcanzado su soledad, o su independencia, que es lo mismo. Por eso aparece disfrazada de pintura, o de su revés. Es la época de los tropos visuales, del tromp l´oeil y de la anamorfosis. Es el auge de la realidad del truco, del engaño, pero ya no como el ámbito de una verdad metafísica, ininteligible, sino, quizás, como el espacio mismo del acaecer del artificio, con sus propias leyes y sus propias verdades.


Se trata del origen de la realidad de la ficción que está en la base de la novela moderna, pero también en la perspectiva matemática renacentista y barroca. De alguna manera estar ante una imagen como la de Gijsbrechts se parece a la experiencia de leer El Quijote. Aquélla, con su engaño al ojo, nos inaugura como espectadores de la realidad de lo irreal, y nos disfraza cuando, por decirlo así, visitamos esa realidad. Lo mismo ocurre en la novela de Cervantes, con el añadido de que allí la narración nos habla de personajes que se disfrazan de personajes, casi como si se tratara de una pintura que se desdobla en el simulacro de su revés.

Ese recurso retórico que en la obra plástica sitúa al espectador ante las coordenadas de la ficción, ante la manera en que la obra opera, ¿no se parece al utilizado por Cervantes cuando inventa un narrador que nos cuenta los destinos de ciertos papeles, escritos en árabe y por ello aprócrifos, que a su vez narran la vida de un gentilhombre convertido en su propio simulacro? O aquel otro truco retórico del prólogo del primer Quijote, cuando el narrador pregunta: “¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salga ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como esparto?” (2000:80).

A mí me parece que El Quijote y la pintura de Gijsbrechts son testimonios de la independencia de la ficción. Cervantes y su Galatea son nombrados en un famoso pasaje de la novela, en aquel recordado gesto de protocrítica literaria. Gijsbrechts, como ya antes lo hicieron Durero y Van Eyck, aparece disimuladamente en uno de sus cuadros. Y es que la autonomía de la verdad de la ficción, con la posibilidad de su realidad, se deja ver en los tropos del discurso artístico, lo mismo en el autorretrato que en el paisaje, en la emblemática y en los trucos visuales y lingüísticos. Allí, en el ámbito retorcido del tropo, la obra se convierte en el resguardo de la poiesis, pues de lo que se trata ahora es de lograr, a través de la autonomía del engaño, la realidad del acontecer del artificio, de su ser ahí. Por eso Don Quijote es el guardián de una temporalidad encantada, guardián del eros provenzal; la obra de arte, en el cosmos de su artificio, se convierte en el resguardo de la aletheia: expande la naturaleza y “deja ver” la certeza de una nueva naturaleza, una “sobrenaturaleza” —si me permiten usar la expresión de José Lezama Lima.

Cerca del año 1986 y en Caracas, Isidro Núñez convocó la presencia de una naturaleza convertida en signo. En una de sus series, la que le sigue a Gran circo del valle (de 1983), volvemos a encontrarnos con una ciudad reinventada en la fotografía. Me refiero a ese grupo de imágenes que Isidro Núñez llamó Laberinto citadino (circa 1986), y del que yo ahora quisiera subrayar brevemente uno de sus fragmentos.

Si en Gran circo del valle Caracas se nos muestra como un escenario circense, con personajes y episodios, en Laberinto citadino la fotografía nos permite participar de la experiencia de la ciudad como imagen, por un lado, pero también de la experiencia de la fotografía misma. Esa serie nos recuerda la elaboración esmerada del simulacro barroco, con la conciencia de la verdad de su artificio y de la imagen como pregunta en el espejo de la imagen.

Laberinto citadino nos deja ver el rostro de una ciudad posible. Como en aquella fotografía de puro espejeo en la que un salón pareciera flotar en lo alto de una arboleda; pero luego vemos que ese salón se abre hacia una ventana y después hacia la ciudad. Se configura así un espacio ingrávido entre las copas de los árboles. Una nueva naturaleza se ha hecho posible, o al menos una nueva experiencia de los espacios que ya dábamos por conocidos. Y esa experiencia se fundamenta, desde luego, en la imagen trucada, en la ilusión óptica que la fotografía aprovecha para corporeizar lo irreal. Pero eso no es todo: pronto reparamos en dos signos que el fotógrafo ha copiado en el papel, determinando el peso de la imagen y el sentido de su lectura. Son una marca de la conciencia del artificio; son dos fragmentos ampliados de los registros técnicos del negativo. Signos del engaño, de la técnica y del truco. Es como si Isidro Núñez nos dijera: “esto es una fotografía, no lo olvidéis”, y luego nos permitiera entrar en su artificio y experimentarlo como realidad.


En otra fotografía, de la misma serie, nos encontramos con el eco o con la actualidad del barroco, es decir, con la actualidad de la pasión por el simulacro, por la imagen como representación de la imagen, como cuerpo posible o como sobrenaturaleza. Allí está el fotógrafo con todos los atributos de su oficio. La copia deja ver un espejo conteniendo otro espejo, más pequeño, y que vuelve a reproducir la imagen. Es el signo de la fotografía y del fotógrafo en la copia fotográfica. En el medio está esa pieza de museo, esa cómoda que se abre para el juego de sus espejos, y que Isidro Núñez convierte en un instrumento, en un recurso retórico que le permite significar su oficio mientras se significa a sí mismo en la imagen marcada.


Sucede entonces allí algo parecido a lo que ocurre en Naturaleza muerta y autorretrato (1663), de Cornelius Gijsbrechts. Una de las esquinas de la tela deja ver el bastidor de otra tela, como recordándonos la presencia de la pintura en la pintura. Alrededor están los atributos del técnico, del pintor. La imagen se vuelve sobre sí misma para significar su artificio. Y en uno de los costados de la imagen, en una miniatura, vemos el autorretrato del artista. Así la obra se nombra, se enuncia. El espacio irreal se expande en una realidad ficticia pero experimentable. Es como si Gijsbrechts nos dijera: “allí tenéis una obra de arte”, y luego nosotros aceptáramos la presencia de su acontecer como verdad, como espejo trucado que nos hace ver, en el ámbito de su cosmos, la posibilidad de la experiencia de otra realidad.


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Bibliografía
Aristóteles (2005): 
Ética a Nicómaco. Traducción de José Luis Calvo Martínez. Alianza Editorial. Madrid.
Octavio Armand (2005): “Imágenes de lo invisible”, en 
Horizontes de juguete. Editorial Paradoxa, Buenos Aires.
Edgar de Bruyne (1994): 
La estética de la Edad Media. Traducción de Carmen Santos y Carmen Gallardo. La barca de la medusa. Madrid.
Miguel de Cervantes (2000): 
Don Quijote de la Mancha. Editorial Cátedra. Madrid.
Juan Corominas (1997): 
Diccionario etimológico de la lengua castellana. Gredos. Madrid.
Martin Heidegger (1997) 
Arte y poesía. Traducción de Samuel Ramos. Fondo de Cultura Económica. México.
M.D.P. Martínez López (1886): 
Diccionario latino-español. Valbuena Reformado. México.
Platón (1944): 
Obras completas de Platón. Banquete/Ión. Versión directa de Juan David Gacía Bacca. Universidad Autónoma de México. México.
Platón (1992): Fedro o de la belleza. Traducción de María Araujo. Editorial Aguilar. Madrid.