miércoles, 10 de noviembre de 2010

Nostalgias del arte contemporáneo



La expresión “arte contemporáneo” no tiene nada que ver con el arte actual. Hace tiempo dejó de usarse para nombrar a los novísimos. Hoy es utilizada para hacer referencia a algo que se parece a las acciones de la bolsa o las matrices de opinión de los mass media, y que, como la mercancía y las noticias periodísticas, no se intercambia sino que circula a través de mecanismos usureros y especulativos. Por eso “arte contemporáneo” ya no es cualquier cosa que haga hoy un creador, sino que es más bien una mercancía reciclada y portadora de un solo discurso, única garantía de su legitimidad.

Ese discurso es el arte contemporáneo mismo, sus mecanismos de reciclaje y de legitimación ―así como el contenido de una noticia es siempre la plataforma mediática transnacional, y el sentido de la mercancía es la cultura hiperrealista del mercado―. Por eso en la Bienal de Sao Paulo, en el Bristol Museum, en el Palacio de Tokio y en el Periférico Caracas nos encontramos siempre con una sola cosa: con discursos que en apariencia trasgreden los mecanismos del campo del arte pero en los que esa trasgresión implica una estrategia manierista y políticamente correcta.

Se acabaron las sorpresas; en todas partes uno consigue artefactos desechables antiartísticos que se ofrecen como arte. Juan Carlos Rodríguez, Guillermo Trujillano, Banksy, Gustavo Buntix, Guillermo Habacuc Vargas, David Palacios, todos construyen o reconstruyen mecanismos supercríticos (o de falsa crítica) que se delatan a sí mismos, que dicen lo que son y muestran la estructura cultural que los sustenta. Esa reconstrucción pareciera ser la marca, la identidad comercial del llamado arte contemporáneo. Es como si se hubiese establecido un estándar, una forma única del discurso que se ha vuelto autorreferencial, como ocurre con cualquier mercancía o con los reality shows.

Sin embargo, hay también en el arte contemporáneo una nostalgia por el arte, por la ilusión, y por el lugar que los artistas ocupaban, no en la sociedad sino en el ámbito político de los intercambios simbólicos. Porque el poder del artista estaba en su habilidad, en su técnica para mover y remover el mundo como si fuera una imagen. Y hoy ese poder, que es el de la ilusión, “se ha pasado a las cosas”, como dice Baudrillard, se ha confundido con nuestra noción de realidad. Al arte contemporáneo sólo le queda la posibilidad de emular, citar o subrayar las estrategias de ese poder, en un intento ―a veces desesperado― de enunciar con nostalgia las formas de su propio vacío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario