domingo, 11 de diciembre de 2011

Profesora Carmen Ruiz Barrionuevo, coordinadora de la Cátedra de Literatura Venezolana "José Antonio Ramos Sucre", entrevistada por Daniela Saidman, el 3 de diciembre de 2011 en la Universidad de Salamanca.
 

viernes, 9 de diciembre de 2011

Mnemosine particular


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Este texto es un resumen del curso "Imaginarios y políticas urbanas de la imagen: Caracas y la revolución caribe", dictado en la cátedra de literatura venezolana José Antonio Ramos Sucre, en la Universidad de Salamanca. El texto lo leí en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la USAL, el último día del encuentro de escritoras venezolanas y el último día del curso.

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La historia imaginaria de Caracas podría empezar en cualquier momento, en 1928, por ejemplo, con la proclama brasileña de la revolución caribe. Esa fecha nos lleva, por imantación poética, a esta otra: 1849, año en que Simón Rodríguez publicó su Extracto de la obra “Educación Republicana”. Rodríguez afina la dimensión escópica de la lengua (mucho antes de las Galaxias de Haroldo de Campos), como Andrés Bello afina la dimensión legal del español de América, más allá de las exigencias castellanas y latinistas. Esos dos gestos resonarán casi un siglo después en el manifiesto Pau Brasil, de 1922, que repite y actualiza el proyecto bellista: “La lengua sin arcaísmos —dice Oswald de Andrade—. Natural y neológica. La contribución millonaria de todos los errores. Como hablamos. Como somos”.

¿Y cómo somos? Los caraqueños, por decir el caso que mejor conozco, somos como Caracas, a medio camino entre el mar de los galeones y de los indios caribe, y los casi tres mil metros sobre el nivel del mar de Pico Naiguatá. Es decir, a medio camino entre la Europa segunda, el pensamiento mantuano y el discurso salvaje, sin que lleguemos plenamente a ninguna de esas tres Ítacas (o tres minotauros). De ahí que la ciudad se apague y se prenda, mute y se recoja, se desanime y se anime en un registro armónico desigual; a ratos se hace más occidental y a ratos convoca las fuerzas de un poder terrible, agrafable, anterior a la cultura.

Lo que sí nos queda, con seguridad, es la fragmentación de los tres minotauros, sus presencias en cada uno de nosotros como vestigios. En el plano ideológico y práctico, esa fragmentación nos impide ser del todo occidentales, o del todo anti o preoccidentales. En el plano estético nos lleva al encuentro de lenguajes que construyen, reconstruyen, borran y tachan la ciudad. El “horno transmutativo de la asimilación barroca” reorganiza nuestros fragmentos y les da posibilidad. La ciudad se vuelve metáfora, imagen, ensayo, urdimbre textual. “Nos vemos en la esquina de El Chorro —decimos—, o en la esquina de El Muerto, o entre Pelota y Morrón, entre El Conde y Carmelitas”. No tenemos edificios antiguos que recuerden algún pasado glorioso o terrible, pero tenemos los nombres de esas esquinas, que Enrique Bernardo Núñez repasó con su escritura.

En el laberinto de los tres minotauros confluyen la ciudad portátil y la majamámica, la ciudad escondida y la sitiada; la ciudad del barrio —imaginario y real— de José Roberto Duque, la que canta el grupo Madera y el Guajebo, la de Juan Carlos Rodríguez, Zurisaday Cordero y Alejandro Moreno. También está la ciudad de las trochas, por la que caminan todas las Yahairas y María Moñitos, y la del discurso del Oeste, con el 23 de Enero a la cabeza. Al principio o al final está la ciudad de Daniel González, Luiggi Scotto, Isidro Núñez y la del Ejército Comunicacional de Liberación. Así empiezo a configurar mi Mnemosine particular, de la que estos nombres son sólo una pequeña parte. Con ellos acompaño las arepas de Mariano Picón Salas, antes de “atacar” el asado negro de nuestras abuelas.

Otros dos momentos de la historia imaginaria de Caracas son el Manifiesto antropófago de Oswald de Andrade, por lo que ahí se dice acerca del instinto caribe, y la Curiosidad barroca lezamiana. El primero nos recuerda que en América la cultura, como la amistad y el amor, comienzan y terminan en la función palatal y fruitiva de la boca. Para nosotros hablar, besar y comer son tres formas de una misma experiencia. Y desde la boca, desde la lengua, la antropofagia deja a la vista el tejido caótico (presocrático) de nuestras entrañas.

El barroco lezamiano opera de manera similar. Hace pasar lo mejor de Occidente por el “horno transmutativo” de la creación. Eso permite que Góngora, Lope de Vega, el indio Kondori, el Aleijadinho, Cintio Vitier y Lugones se encuentren en un mismo banquete. El señor barroco, que camina hacia el cubrefuego de la imagen, el que recorre el territorio de su lenguaje, los reunirá a todos en sus entrañas, primero, y luego en las volutas, espirales y columnas salomónicas del humo de su tabaco.

Del barroco incorporador pasamos a la era imaginaria de nuestros románticos perseguidos, que en Caracas termina con Andrés Barazarte y con las Majamámicas edípicas de Dámaso Ogaz. Sólo falta la presencia de Cabrujas con su Ciudad escondida, publicada en 1988, para avizorar —en la cultura urbana de la demolición— “la aurora violenta de los humillados”, que el año siguiente quebró nuestros órdenes imaginarios. Todas las estructuras de la legalidad cedieron otra vez (como ya lo hicieran ante Colón, o ante el Tirano Aguirre o el taita Boves). La ciudad volvió a derrumbarse y volvió nacer. Se escuchó otra vez el grito de El Tiñoso, que antes del terremoto de 1812, desde la loma de El Calvario en Caracas, advertía —como Casandra en Ilión— el derrumbe de la ciudad.

En 1989 la ciudad bajó a la ciudad. La ciudad escondida (el barrio) tomó por asalto —masivamente, majamámicamente— la ciudad de la Europa segunda. El sueño de convertir Caracas en Oslo se vio frustrado por el poder generatriz del discurso salvaje. Esa fuerza popular determinó las formas del imaginario actual. Desde entonces todo el mundo (y no sólo el gobierno) habla de “comunidades”, “barrios”, “inclusión social y cultural”, “protagonismo y participación”, “poder popular”. Es como si una ciudad muy antigua, acaso la de Francisco Fajardo, hubiese aparecido de pronto, imponiéndonos (la palabra es exacta) sus maneras y sus imágenes.

Con el caracazo se inaugura la ciudad que yo conozco. Por eso, para mí, 1989 es un año fundacional. La nueva Caracas se dividió en tres cuerpos culturales que hasta hoy siguen más o menos intactos; me refiero a la ciudad del barrio imaginado, la de los apartamentos de la clase media, y la del recuerdo, la intuición y la conciencia de que en Caracas subyace un poder —a la vez demolicionista y creador— que en cualquier momento resurge. Esas tres ciudades, o estos tres espacios imaginados, se organizan literariamente y poéticamente en tres textos: Salsa y control de José Roberto Duque, Historias del edificio de Juan Carlos Méndez Guédez, y el poemario Ciudad sitiada de Gonzalo Ramírez.

Salsa y control instaura un modo musical, un sonido, una escritura sonora del barrio. Pero el lector no debe engañarse: los relatos no son una expresión del barrio. Eso sería olvidar la dimensión ficcional del libro. Lo que sucede en Salsa y control es que Duque inventa una sucesión de significantes, un registro auditivo con el que logra la ficción del discurso salvaje. Para eso utiliza el imaginario caribe de la salsa. Palabras como “songorocosongo”, “vamoarreinounpoco”, “cutuplá-cutuplá”, en las que resuena el negro, el indio y el pardo de América, marcan el ritmo de la escritura. Son palabras que están fuera del diccionario, palabras ilegales. En cambio, los relatos de Méndez Guédez están ceñidos a la escritura legal. No suenan. No pasan por la boca. Crean la ficción de la ciudad de apartamento, la ciudad apartada. El barrio queda más allá de la ventana, distante. La voz que narra es la del extranjero (quizás el mismo a quien se dirige el narrador de Salsa y control). Por eso habla desde el diccionario, desde la zona segura del idioma.

El tercer espacio imaginado, la tercera ciudad, es la de Gonzalo Ramírez. Su poemario Ciudad sitiada no nos ubica en el barrio ficticio ni en el real; tampoco en el apartamento seguro. Estamos, junto a la voz poética, en el refugio del alma que es también una intemperie. La voz del poeta es la de quien “tenía que quedarse” para intentar nombrar lo innombrable: la ausencia, “la inexpresable diafanidad”, “la herida de febrero, la aurora violenta de los humillados”. Por eso busca la palabra, pero “en la punzante necesidad de hacer silencio”, en “la vida inexpresable”, “la única que tiene sentido”. Busca la palabra que nombre lo que no se puede nombrar, lo indecible que nos habita, el silencio más desconocido: el mundo en el cadáver de un niño. Pero también busca la esperanza (que es “súbito vuelo”) en “la anónima dignidad de un corazón”.

Así la voz entona una conducta, una dignidad poética, que en los versos se llama Lía y Rebeca: imagen de la fábula, del poder de la creación. La fábula —nos dice la voz— permite la “intuición de un alba por venir en lo inefable”, “una calidad inédita de la luz”: luz que aproxima lo desconocido, lo único que puede sostener el poema. Y, desde luego, lo desconocido es un poder que llamamos Caracas: el presentimiento de una luz no usada en la voz oracular de una negra. La fuerza de esa voz señala una ruta posible, mientras Jesús, como el mar humano de febrero, llega el domingo de ramos de 1996 para “enfrentarse otra vez al poder sin rostro de otro imperio”.

Ciudad sitiada contiene la palabra del sobreviviente, su “oscura devoción” y su esperanza. Pero allí no habla la voz del dolor, ni la del odio, sino la de la compasión: la voz del “corazón que atiende a todo como suyo”, la de una “filiación sin límites”. El corazón como morada, como amistad y como bondad creadora. Tampoco es una voz de denuncia, y menos una que proyecta levantar un registro funerario. Es más bien una “llama de amor viva”, memoria de todos los vencidos de todos los tiempos. Una llama en la ciudad sitiada, que sólo se puede vivir poéticamente, es decir, políticamente, en la infinitud de lo posible. 

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Las tres voces que escuchamos esta semana, las de María Alejandra Rojas, Daniela Saidman y Esmeralda Torres, reviven, al menos para mí, esta Mnemosine de la ciudad. María Alejandra sigue buscando en Caracas una música, un significante verosímil que suene a calle. Sus textos me hacen pensar en la gráfica urbana caraqueña, que construye sus discursos utilizando la fragmentación de los cuerpos y de los espacios, lo desencajado y lo residual.

Daniela, fuera de Caracas, sigue atada a los discursos de la urbe (a Puerto Ordaz y a Rosario). Cultiva la crónica periodística, la escritura en el tiempo del espacio que mejor nombra —y la que más se parece— a la ciudad. También intenta el poema. Su voz dibuja cuerpos que se parecen a la mesa del señor barroco lezamiano. El resultado es una cartografía antropofágica de América y del americano.

Esmeralda me lleva a Cumaná, “la primogénita”, la primera ciudad criolla del continente, la del sueño atroz —como ella dice— el tedio opresor, la desolación, la estirpe procera decadente, la superchería y el suicidio. Es la ciudad de José Antonio Ramos Sucre, el “paraje fuera del universo” que el poeta “animaba con su voz desesperada de confinado”. Esmeralda me trae también de regreso a Salamanca, pero desde Cumaná, cruzando los dos Manzanares: la Salamanca póstuma de Ramos Sucre y la que vio nacer, ante la figura inerte de una apócrifa iguana ebria, El Techo de la Ballena. Esto me permite regresar a Caracas y a 1962, año en que Carlos Contramaestre repitió, en un garaje de Sabana Grande —y con otros fines— el tanatorio barroco salamantino.


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Este texto es un resumen del curso "Imaginarios y políticas urbanas de la imagen: Caracas y la revolución caribe", dictado en la cátedra de literatura venezolana José Antonio Ramos Sucre, en la Universidad de Salamanca. El texto lo leí en el Aula Magna de la Facultad de Filología de la USAL, el último día del encuentro de escritores venezolanos y el último día del curso.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Fina García Marruz y el premio Reina Sofía


A la guardia imperial le pareció sospechoso que yo llegara con guantes. “¿Y esto para qué, usted viene en moto?” No les bastó haber visto mi pasaporte. Un caraqueño siente frío con veinte grados de temperatura, y en Salamanca no ha subido de siete. Traspasado el umbral de los leviatanes de siempre, me dediqué al curioseo turístico. En una de las paredes del edificio medieval leí una inscripción en latín que malamente entendí. Debajo, otra inscripción en árabe. Recordé a Jorge, el ciego comelibros de El nombre de la rosa, e intuí, o quise intuir, un rumor proveniente del siglo XII.

Entré tarde al salón. Aproveché la llegada del coro, formado por estudiantes, para traspasar el cerco de la aristocracia académica posmoderna. Me senté en la última fila, junto a los camarógrafos, y eché otra mirada turística. En la silla había un folletín con el plato fuerte de la noche: algunos versos de Fina. Uno, en especial, salvó la velada (y mi viaje a España):

Tú sólo, bello niño, puedes entrar a un parque.
Yo entro a ciertos verdes, ciertas hojas o aves. 

(…)

Tú no sabes que tienes toda posible ciencia.

Mas ay, cuando lo sepas, el parque se habrá ido,
conocerás la extraña lucidez del dormido,

y por qué el sol que alumbra tus álamos de oro
los dora hoy con palabras y días melancólicos.

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No supe cuándo entró la reina. Salí de los versos y vi a todo el mundo de pie y aplaudiendo; Sofía frente a mí, a lo lejos, en la silla central. Yo me quedé sentado. El discurso salvaje es muy fuerte.

Luego tomaron la palabra el rector (que aquí se le llama, gratuitamente, “magnífico”) y alguna autoridad regional. Ninguno dio pie con bola. Hablaron de la crisis, de que la reina es griega, de la importancia de Europa, de la lengua “hispanoamericana” (¿eso existe?). Una especie de corazón-corazón académico y aristocrático.

Aproveché el parloteo para refugiarme otra vez en la intemperie del poema. De pronto, como lo no esperado que llega, Fina García Marruz apareció en un video, cubanísima, bella, sentada frente a una biblioteca sencilla. Recordó a Juan Ramón Jiménez y al grupo Orígenes, a Cintio y a Lezama, a María Zambrano y a la generación del 27. Me sentí otra vez ante el banquete del señor barroco.

Fue muy cortés, muy humilde, Fina, que no pudo asistir a la ceremonia. Estaba su nieto y, desde luego, algún representante de la burocracia cubana. El nieto leyó un fragmento de un ensayo inédito dirigido a cerrar el círculo de nuestra cortesía criolla, siempre asistida por Hermes. En ese ambiente regido por la pompa y la aristocracia mediática, donde importaba más la reina que la premiada, en el centro de la Real y Pontificia Universidad de Salamanca (es decir, en la ficción del siglo XII), la voz citada de Fina dijo la diferencia entre la fama, siempre vocinglera y gratuitamente exagerada, y la gloria del poeta, que es más bien secreta: la presencia nunca infusa de lo divino, el trato secreto con lo sagrado.

Recordé a Lezama y a Zambrano, a Martí y a Hanni Ossott.

Al día siguiente el ABC publicó: “Fina García Marruz, una nueva perla del Caribe”.

Recordé a Cubagua y a Cruxent, al negro Chirinos y a Bolívar.

domingo, 30 de octubre de 2011

Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz

Después de once años de revolución es la primera vez que veo una exposición política en uno de nuestros museos. Este texto es mi respuesta al esfuerzo de Félix Hernández (que es el responsable de la muestra) y a la voluntad de Juan Calzadilla, director de la Galería de Arte Nacional.

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Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz 

Lo moderno es la borradura de lo trascendental. Es lo que resta banalidad a lo fútil, a la moda y a la máquina del poder legal. El borrón hace visible lo que, por exceso, por acumulación, la moda no deja ver: lo infinito, lo invisible. En la imaginería caraqueña la modernidad fue un discurso que borró sus marcas. Desde el segundo Michelena, que sustrae los signos de la figuración institucional, hasta las obras de Argelia Bravo, nuestro discurrir estético ha intentado el borrón, la ruina, la indisciplina y la ilegalidad. Estrategias de veladuras, estrategias que manchan la hegemonía del signo: que rasgan el orden del mundo dominado por el significado.

Desde muy temprano Caracas fue una ciudad incompleta, borrada. En el epígrafe de País portátil se lee esta cita de Oviedo y Baños: «…pero fue tan desgraciada esta ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase para su existencia, anduvo muchos años como ciudad portátil, experimentando mil mudanzas». Así, en uno de nuestros textos fundacionales, se escribe nuestro sino: las «mil mudanzas» de la ciudad portátil, provisional, que no se fija, que no acumula historia o memorias patrimoniales, sino cajas aéreas «en las que se vive sin casa», sin suelo fijo.

Oviedo y Baños escribió también sobre el poeta Ulloa, un español amigo de Cervantes que era caraqueño antes de llegar aquí. Según Oviedo, Ulloa fue el primer poeta de esta ciudad que nos dejó una obra borrada. Ese ejemplo siempre me recuerda el Blas Coll de Montejo, el impresor que minó el idioma por dentro, que lo llevó a lo fundamental, a lo mínimo, hasta hacerlo casi ininteligible. Sucede con ellos lo que con Reverón, que en sus telas prevalece el gesto de quitar, de sustraer realidad (a la tela y a la realidad) hasta que queda una capa de vacíos que deja a la vista nuestros fantasmas.

En las obras del último Michelena, el hombre enfermo, asistimos a la desaparición de los relatos institucionales. Desde 1896 sólo produjo obras inconclusas, pinturas manchadas y algunos retratros: bocetos, apuntes, proyectos inconclusos. Por eso Juan Calzadilla escribió que Michelena fue un moderno frustrado, y que la verdadera modernidad comenzó en 1898, después de su muerte. Pero a mí esa opinión de Calzadilla siempre me ha parecido optimista, o al menos enunciada desde un optimismo moderno conciente de su eminente fracaso. Yo en cambio creo que en esa frustración de Michelena y en ese fracaso de nuestra modernidad están las claves de la cultura. No hay nada más caraqueño que el gesto inconcluso del pintor en la Pastora, como no hay nada más caraqueño que esa línea geosensible y política que va de las torres de El Silencio hasta las de Parque Central. Esos dos edificios nos hicieron creer, como las obras de Michelena, que nuestra cultura era un sueño de mediodía y en alguna ciudad del norte.

No puede ser casual que entre las torres del Silencio y las de Parque Central la mano de nuestras Moiras trazara la avenida Bolívar. Así la ciudad se enuncia, se nombra. Bolívar también representa un proyecto incompleto. Su vida fue un ensayo, un intento de lo más difícil que sigue resonando en la cultura. Su caraqueñidad, como la de Miranda o la de cualquiera de nosotros, está signada por ese intento, como la ciudad misma.

Existe un texto sobre Caracas en que Cabrujas dice: «vivo en una ciudad siempre nueva, siempre reciente, pero que sólo puede conocerse a través de una nueva arqueología: la arqueología del derrumbe. Caracas es un monumento enterrado una y otra vez. El escombro es su emblema». Luego dice que esta ciudad fue y es un ensayo, una ciudad-ensayo en la que sólo obran las leyes de su escritura y el capricho (como le sucedía a Montaigne). Las mil mudanzas de la ciudad portátil son como las del ensayista.

Caracas es un ensayo, una escritura del intento y del fragmento, del resto y de la ruina. Eso permite que en la fotografía de Jean Herrera la ciudad ensaye, por su cuenta y a través del fotógrafo, un orden. El caos se deja ver: el absurdo se manifiesta bellamente. Y lo absurdo es lo que tiene sentido, como sucede en «Apuntes de una ciudad invisible». Allí no interesa lo que se acumula sino lo que desaparece: la realidad empírica, la escena cultural o antropológica. Es decir, interesa lo que queda: la ficción, la creación de un cosmos en que se reescriben todas las imágenes.[1]

Lo mismo sucede en la ciudad como signo, que encuentra su lucidez (su magma) en la borradura de sus significados. Una historia imaginaria de Caracas tendría que ser la del quiebre de sus significados. La ciudad portátil no se fija, no se anula en su función civilizatoria (como el signo no se anula en su función significante), y así se hace estética, lejana: se escapa, se erotiza. Necesita de un afuera que la complete, como sucede en las obras de Herrera o de Reverón. En cambio en la obra de Perna, que ya ha tenido que pasar por el imperio del significado (la era Xerox de la cultura), el afuera se subraya, se hace obvio. Pero como en Caracas lo obvio es lo absurdo, nuestro conceptualismo no fue tautológico sino patafísico, o majamámico. Las marcas de Perna no tienen nada que ver con las autorreferencias de Joseph Kosuth. Éste hace visible el imperio de la razón, y su sinsentido, en un enunciado que no esconde nada, que deja todo a la vista. Aquel crea un signo vacío que conduce a nada, que esconde, que borra incluso el absurdo.

En sus autorreferencias (su autocurrículo o sus autocopias) Perna hace obvia su desaparición. Ese gesto le da visibilidad. Si en la era Xerox de la cultura la repetición del signo anula el sujeto, el cuerpo, lo diferente, entonces la repetición de esa repetición añade para restar. Añade un signo que no tiene sentido, y que es el mismo Perna (como artista-significado). Eso permite que el signo se quiebre, se manche por dentro, dejando visible, indirectamente, el cuerpo de Perna, pero como sujeto-accidente-acto.

Algo similar ocurrió cuando, por las trochas, Perna infiltró su autocurrículo en la biblioteca del MoMa. Pérez Oramas vio en ese acto la ansiedad de legitimación provinciana de nuestros artistas. Yo veo, en cambio, una estrategia irónica, propia de nuestros conceptualistas, con la que Perna inserta el absurdo en uno de los centros del taxidermismo internacional. Una especie de contaminación sin finalidad. Perna seguramente supo que ese acto lo haría más invisible, que lo incorporaría a la historia de los taxidermistas, y que por eso lo anularía, convertido en artista capitalizable, con todos los significados de su arte a la vista.

Después de la era Xerox la imagen se banaliza; quebrada su erótica se vuelve pornográfica. La musealización de la realidad y la realización de los museos son los mecanismos de circulación de esa exposición inmaculada (y por eso predeciblemente pornográfica) de la imagen. Reducida a ser puro estímulo, la imagen en lugar de borrarse queda sobreexpuesta. Por eso la cultura visual ofrece muy poco para ver. La infiltración del autocurrículo crea la paradoja: agrega una mancha que desaparece en el momento en que el MoMa lo reconoce como parte de su colección. Los taxidermistas cayeron en la trampa: la desaparición de la mancha hace visible lo invisible: la imagen, la ilusión del yo.

El autocurrículo es un signo anterior a su tiempo, pre cartesiano, barroco. Le dio a la biblioteca del MoMa un aspecto medieval, o protorrenacentista. Es un signo sin función comunicativa. Un signo que hace implosión, que borra su significado, y que por eso se borra a sí mismo. Nos recuerda el acto majamámico convexo del Jonás-ballena, porque penetra ilegalmente una realidad que transforma. Contamina y es contaminado, pero desde adentro. Como Jonás, el autocurrículo orina dentro la ballena. Todo el poder capitalizador del MoMa quedó manchado por la majamama, que es participación en el caos. Por eso fue necesaria la acción del taxidermista Pérez Oramas, que restituyó la legalidad y borró la mancha.

Otro militante del majamamismo, esta vez heredero de las enseñanzas de Quechuma, es Juan Carlos Rodríguez. Desde 1991 Juan Carlos se enviste y se autocopia. Como Quechuma bajo la piel de la ballena, ha sido pastor protestante, activista político, líder comunitario, antropólogo visual, padre de dos familias, llanero terrateniente y artista plástico. Es el sujeto que se transforma a sí mismo y que transforma las realidades que transita, pero desde adentro, desde la implicancia —definida por Alejandro Moreno—.

Las transformaciones de Juan Carlos Rodríguez modifican la visión legal y legalizante del campo del arte.[2] Para los taxidermistas es un caso difícil porque recuerda que el verdadero campo del arte es ilegal. Se pueden exhibir y vender sus obras, pueden venir todos los curadores estrellita a exponerlo, pero eso sólo confirma su quechumismo majamámico, pues le permiten seguir traficando con su identidad. Así todos los contextos se acomodan a su tráfico. Eso deja a la vista la paradoja, la moral estética de Juan Carlos Rodríguez. Sus acciones definen una moral irónica, una conciencia lúcida del caos. Es el sujeto que «se impone a sí mismo», como decía Fichte, el sujeto como máscara, enajenado, esencialmente ilícito, como el Quijote.

Hay dos casos más de majamamismo caraqueño que quisiera mencionar. El primero es el de Argelia Bravo, que ha hecho de los tránsitos ilegales una forma de conocimiento, una «trans-in-disciplina». Su trabajo con los colectivos transvesti le ha permitido dibujar el mapa de los territorios ilegales de la ciudad. Las trochas por las que transita, no ella sino Yahaira Marcano Bravo, tocan el magma de la ciudad portátil. Los orígenes de la ciudad ensayo, de la ciudad como signo sin función comunicativa, están en ese mapa, que es una grafía ilegible, al menos para los taxidermistas. Ese territorio se repite, en micro, en el cuerpo de Yahaira Marcano Bravo, que Argelia define como una «escultura social»: la obra colectiva de la ciudad letrada, racionalizada. Cada marca en la piel de Yahaira es un signo-mancha sobre la racionalidad que la impuso. Un signo que se borra a sí mismo.

Lo peor que le puede pasar a un signo es quedarse sin contenido. Por eso el cuerpo de Yahaira es tan peligroso (al menos para el orden social de los contenidos estables). Su presencia borra, nos borra, tacha la ciudad significada, legalmente legible. Y el trabajo de Argelia Bravo, heredera de Mesalina, es encubrir a Yahaira para que su presencia siga actuando sobre otros escenarios legales, como el jurídico y el de la cultura legitimada. Eso permite que su borradura persista, extendida sobre otros territorios del poder.

El último caso que quiero citar es el de los colectivos de gráfica urbana. Se trata de un caso especial porque implica la expansión del majamamismo por toda la ciudad. Prueba de ello es que no se pueda reducir a un único ejemplo. Son muchos los colectivos que contaminan la ciudad con sus marcas ilegibles, inestables y efímeras, o que transforman los significados de la tradición occidental. El majamámico José Roberto Duque ha dicho que esa contaminación traza una Oestética, una «una estética del Oeste espiritual», fundada en la destrucción de la ciudad legible. Persiste en esos colectivos la búsqueda del caos que conduce a la creación de signos emancipados, ilegibles. Nos ofrecen un imaginario de la aglomeración y de la trasgresión, así como una pasión por la destrucción de lo dado: la destrucción de la verdad edificada por las transnacionales. Son hijos de la contaminación caraqueña, de lo menos estable que tiene la ciudad. Pero son sus hijos predilectos, los que más se le parecen, los que la repiten.

Si Santiago Key Ayala vivía bajo el signo del Ávila, nosotros vivimos bajo el signo quebrado del grafiti, que mancha toda significación. Como esos caminos del Ávila que llevan a la desaparición del caminante (a la anulación de todo significado), o como los eventos más sublimes (en el sentido kantiano) de la montaña, que violentamente borran del mapa nuestras familias y nuestras historias.

Todos estos ejemplos, que hemos llamado «majamánicos» —pero que también pudiéramos llamar «barrocos» o «antropofágicos»—, descubren en Caracas una tradición ética y política de la imagen. Frente a los ideales civilizatorios nor occidentales y los lemas del optimismo positivo, frente al progresivismo, el industrialismo y el imperio de la razón segunda, existe en Caracas una ciudad en la que lo «europeo-americano» no termina de funcionar. Dámaso Ogaz nos trajo de Chile, y en 1967, un término para nombrar esa ciudad: «lo majamámico», tan parecido al «discurso salvaje» de J.M. Briceño Guerrero, pero salido del fuero americano que en esos años impulsaba, entre nosotros, el Techo de la Ballena.

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[1] Kelly Martínez ve en esa imagen una intertextualidad fotográfica: allí están, en la tensión de una yuxtaposición controlada, el espejo, el reloj y el ojo trazando una línea perfecta que dirige la lectura de la imagen. Esos tres elementos son la materia misma de la fotografía: son la alteridad --la reproducción o la repetición de una realidad transformada e imposible-- el tiempo y la mirada.

[2] Un capítulo especial del majamamismo caraqueño es El Grupo Provisional, pero hace falta otro texto para celebrarlo. Sólo quiero nombrar aquí las exposiciones Born in America y El Salón, que intentaron ser una mancha, un Jonás en la ballena de las legalidades museísticas.

Nota: Este texto fue leído en el foro Nuevas perspectivas sobre el origen del arte conceptual en Venezuela. El caso de Dámaso Ogaz, del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Museos Nacionales y la Galería de Arte Nacional.

lunes, 24 de octubre de 2011

Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte

Félix Suazo acaba de hacer pública una brevísima "Memoria crítica: escritura y visualidad en Venezuela, 2000-2010". En futuras entradas revisaré algunos de sus argumentos centrales.

Mientras tanto, quisiera proponer una noción de crítica deferente de la que Félix sugiere en esta oración: "el crítico analiza, cuestiona o problematiza la efectivdad de un fenómeno estético y su posible incidencia en la escena pública, incluso más allá de la obra".

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Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte


Toda obra de creación es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de creación?
José Lezama Lima

Dicen que entre los griegos la palabra aisthisis aludía a cierto conocimiento de la sensibilidad y de la percepción. Utilizada como aisthánome significaba “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también “huella” y “pista”. Ambas contienen la palabra aistho que significaba “exhalación”, “aliento” y “soplo”.[1] No sé si sea correcto utilizar esas palabras (o sus definiciones de diccionario) para hablar sobre la crítica del arte, pero creo que interpretadas libremente —o interesadamente—, descontextualizadas y reacomodadas según el orden de mi discurso, pueden llegar a decirnos algo acerca de la crítica estética.

Comencemos por esa relación entre inteligencia de la sensibilidad, huella y aliento, sugerida en los diversos usos de la palabra aisthisis. ¿Quiere decir, quizás, que algo se fija en la percepción, se hace conocimiento y después —o al mismo tiempo— se anima, se alienta y sale de nosotros en la forma de un alma? O que algo queda como una pista, una cosa que se fija pero sin posibilidad de ser interpretada, sin que veamos la raíz de la figura, hasta que caemos en cuenta de que ese invisible entra y sale de nosotros como un soplo. Aisthisis, conocimiento sensible, testimonio de la imagen en nosotros; “instante en que lo orgánico se transforma en respirante, pues —como ha dicho José Lezama Lima— la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. El hombre asimila el espacio y lo devuelve como un logos, es el verbo”.[2] 

La tradición de la escritura de la imagen, de la crítica estética, nos habla de sucesivas respiraciones acompañadas de poderosas apneas. Contentémonos, por el momento, con buscar el recuerdo de esa tradición entre los modernos, pues ya de los antiguos se ha dicho que eran una nación de críticos del arte.[3] Hagamos esa búsqueda imantando las voces de algunos autores que nos enseñan a exhalar.

En el primer libro de El Quijote encontramos una de las más famosas respiraciones estéticas. Allí la imagen se hace crítica, repasa sus límites y se detiene frente a sí misma, en aquel: “donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. Los libros salvados del fuego de la crítica son: Los cuatro de Amadís de Gaula, por ser el primero de su género impreso en España; el dudoso Espejo de caballerías y Tirante el blanco, por ser “mina de pasatiempos”, La Diana, de Gil Polo, Los diez libros de fortuna de amor, especialmente queridos por el cura, El pastor de Filida, Tesoro de varias poesías, El cancionero de López Maldonado, La Austríada, La Araucana, El Monserrato, Las lágrimas de Angélica y, para nuestro asombro, La Galatea, de un tal Miguel de Cervantes.

Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes [dice el cura], y sé que es más versado en desdicha que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada…[4]

La siguiente respiración de la novela —si nos olvidamos del discurso sobre las armas y las letras— la encontramos en la segunda parte. En el capítulo LIX comienza una aventura crítica que termina en el capítulo LXII. Don Quijote se encuentra con un libro apócrifo que narra la segunda parte del Don Quijote de la Mancha. Toma el libro, lo hojea y luego dice:

En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mary Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.[5]

Esa aventura acaba con el Quijote en la imprenta de Barcelona viendo cómo se tiraba y se corregía la segunda parte de su historia, escrita en aragonés, como él dice, y por un vecino de Tordesillas. Así la novela contiene la crítica de su autor —en el escrutinio del cura y del barbero— y la crítica a la obra de Avellaneda. Esto me recuerda a Lezama, cuando dice que “toda obra tiene su propia creación y su propia crítica”; pero también me recuerda que el juicio estético, “el que place en el mero enjuiciamiento”, debe ser creador —o reflexionante, al decir de Kant—.[6] 

La respuesta de Cervantes es poética. La crítica se vuelve estética, se hace discurso primero. Respira. Asimila y devuelve. Participa de la ficción y la ensancha. Viene de la imagen y regresa a la imagen. No es comentario, o tal vez sí, pero en todo caso comentario que trabaja con la misma materia artizable del relato. Es discurso segundo, cómplice, que se teje al discurso primero. Urdimbre discursiva, ámbito enlazador en el que se juntan la obra y su crítica —contenidas una dentro de la otra—.

A esta noción de crítica Michel Foucault le llamó “jeroglífico flotante”. Se trata, como él dice, de una suma de lenguajes, o de un lenguaje total en el que la crítica y la obra “se cruzan, se repiten” en una sola escritura como telaraña, “que forma con todas las demás escrituras una malla, una red”: “el total de la crítica y la literatura”.[7] No es ésta entonces una crítica sin exhalación, o apneísta, como prefiero decir, destinada a desempeñar el papel de intermediario entre la obra y su lectura, entre la imagen y el público, y que no se nombra, no se goza a sí misma y por eso no ofrece goce alguno. En cambio, Foucault nos habla de una crítica que “va a alojarse en novelas, en poemas, en reflexiones, eventualmente en filosofías”:[8]

Los verdaderos actos de la crítica hay que encontrarlos en nuestros días en poemas de Char o en fragmentos de Blanchot, en los textos de Ponge, mucho más que en tal o cual parcela de lenguaje que hubiera sido explícitamente, y por el nombre de su autor, destinada a ser acto crítico.[9]

Algo parecido dice José Cemí, el personaje central de la novela Paradiso de Lezama, a propósito de una conversación sobre las interpretaciones canónicas de El Quijote:

Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila.
(…)
Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.[10]

La penetración en el centro del contrapunto de un artista, allí donde concurren todas las correspondencias, todas las analogías, describe para Cemí la tarea del crítico. Penetración poética, creadora, que vuelve sobre la materia artizada que la crítica verifica en el origen de su propio lenguaje. Es la entrada en el juego de la obra, en ese espacio que deja la imagen para que el lector lo llene, lo repita, sin perder de vista las reglas del juego.[11]  
.
Esa penetración requiere que en el lector se opere una transformación. La obra conduce al reconocimiento de los límites de la sensibilidad conmovida. La contemplación se vuelve crítica, en el sentido kantiano de la palabra, y el juicio de la obra se convierte también en el juicio de quien la lee. He allí el riesgo de toda crítica: la entrada en una región activa en la que el lector se ve atado a la obra, actuando en ella. “La contemplación ha dejado de ser pasiva —como dice Octavio Paz—, repetimos, en sentido inverso, los gestos del artista”. Regresamos al origen de la obra, y en ese regreso, acaso con torpeza, procuramos rehacer el camino del creador. Entonces “el placer se vuelve creación”.[14]

Los accidentes de la imagen se corresponden con los accidentes de la sensibilidad fruitiva. Seguimos a la obra en su realidad interna, en su urdimbre de lenguaje, en su artificio hecho naturaleza, y nos seguimos a nosotros en el peso de la contemplación. Sopesamos. Nos sopesamos. Comprobamos sensiblemente una conformidad a fin sin finalidad, una adecuación misteriosa entre nosotros y la imagen. Llegamos a la obra y allí se nos indica la medida del hilo que nos ata. Nos fijamos a la obra, y allí reconocemos la naturaleza de nuestro placer.

Walter Pater ha dicho que el verdadero designio de la crítica estética es “ver el objeto como realmente es en sí mismo”; y que “el primer paso hacia la visión de un objeto consiste en conocer nuestra impresión: ¿qué modificación sufrió mi naturaleza en su presencia y bajo su influencia?”[15] Esa pregunta está en la base del conocimiento estético, de la experiencia estética que produce en el crítico una necesidad, pulsante e impostergable, de describirla (y por eso de describirse), de compartirla nombrándola, de hacerla evidente para sí mismo y para los demás. Quizás sea por ello que, como dijo Oscar Wilde, “la más alta como la más baja forma de crítica es una especie de autobiografía”:

El crítico es el que sabe trasladar de otra manera o con un nuevo material su impresión de las cosas bellas.[16]

Se trata acaso de un saber que comporta el desarrollo o la adquisición de un lenguaje, de una escritura que asimila el peso de la impresión y la devuelve transformada en impresión paladeada, apalabrada. “La crítica, decía Octavio Paz, no es tanto la traducción de una obra como la descripción de una experiencia”.[17] Y esa descripción, al convertirse en escritura, se torna en una nueva materia, en un nuevo territorio que implica un ethos, una conducta: el acto de decir la experiencia estética, de nombrar el juego, de seguir la huella de la imagen en el aliento como recuerdo del placer.

Respiramos y ponemos la materia (artificial y orgánica) del verbo en el mundo como una nueva naturaleza, como una sobrenaturaleza lezamiana. Esa respiración nos teje a las obras de creación como análogos, y así llegamos al placer de la metáfora. Aparece entonces un tercer discurso, un nuevo texto (textus), una nueva urdimbre entre nosotros y la obra. Pero allí, en el cuerpo de ese tejido ya no estamos nosotros y ya no está la obra; o estamos, pero transformados en el tercer discurso, el tercer punto de la costura que aparece como sorpresa: es la metáfora como conocimiento y como forma de la expresión, es la escritura como exhalación, como aisthisis, como tela de araña, como espacio asimilado y devuelto. La obra y el lector se tejen a un nuevo cuerpo. Es la imagen.



Bibliografía
Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998.
Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.
Hans Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2005.
José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992.
Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978.
Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996.
Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork, College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945.



[1] Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945, p.42.
[2] José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro
Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992, pp.132-133.

[3] Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork,
College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998, p. 65.
[7] Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996, p. 83.
[10] José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, p.392.
[12] Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978, p.151.
[13] Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996, p. 102.
[14] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 173.
[15] Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975, pp. 29-30.
[16] Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996, p. 5.
[17] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp.173-174.

sábado, 15 de octubre de 2011

Nostalgia de los salones

Caracas, 13 de octubre de 2011

Estimado José Luis.

Ante todo reciba un saludo cordial y nuestro agradecimiento de antemano por la atención prestada. El Centro de Arte Los Galpones le invita a formar parte del Comité de Postulaciones para el evento expositivo “Inicios. Propuestas de Arte Emergente” que tiene previsto inaugurar el próximo 15 de noviembre en los espacios del G17.

Esta iniciativa fue concebida para apoyar y promover las artes visuales emergentes, en cualquiera de los medios y lenguajes en que se presenten.

“Inicios. Propuestas de Arte Emergente” se apoya en la visión de consenso entre especialistas, en esta oportunidad curadores nóveles, quienes postularán artistas que según sus apreciaciones son representativos del arte emergente en Venezuela, y que, posteriormente, serán sometidos a la consideración de la Junta de Evaluación.

Agradeciendo su atención y el apoyo que pueda brindarnos,
se despide, atentamente

Ileana Ramírez Romero

***

Estimada Ileana.

Antes de leer tu correo publiqué en mi blog un texto que escribí hace tres años sobre los salones de arte. El azar siempre me enreda… Ya sé que no quieren hacer un salón sino un “evento expositivo para promover las artes visuales emergentes”, pero, bien visto, eso que me propones sigue siendo un salón de arte.

Yo los felicito por esa iniciativa, de verdad. Pero hace tiempo tomé la decisión de no participar en esos certámenes, por más que se presenten como estrategias para incentivar y fortalecer la investigación estética (que es como siempre se presentan).

Cuando te leí pensé en lo mucho que se parecen las prácticas culturales del gobierno central, de los gobiernos regionales y de la empresa privada (me niego a hablar de instituciones independientes o “alternativas”). Estos días he tenido muy en cuenta lo que ocurre con la caja, que se llama a sí misma “espacio para la investigación”, pero que está marcada por el exhibicionismo y por una curaduría de servicio, como diría Justo Pastor Mellado. Eso me recuerda la manera en que han funcionado nuestros museos: como galerías, o como vitrinas. El MAC, por ejemplo, siempre ha estado signado por un “apagafueguismo” irracional. Sólo en el MBA y en la GAN fue posible, durante poco tiempo, materializar algunos pocos (pero valiosísimos) proyectos de investigación.

Ustedes en los Galpones tienen la posibilidad de generar verdaderos proyectos de investigación, cosa que hasta ahora no han hecho. En un mes no se hace una curaduría, o en dos meses, ni siquiera en tres. ¿Quieren hacer visibles las líneas de investigación de curadores jóvenes? Vale, pero eso ya implica suficientes problemas metodológicos y preguntas complejas como para armar un proyecto: ¿Cómo hacer visibles las investigaciones de los curadores jóvenes, y para qué hacerlas visibles? ¿Hasta qué punto las instituciones culturales no son sino máquinas de creación de artistas? ¿Cómo generar procesos complejos (que superen el exhibicionismo) entre investigadores, curadores, promotores culturales y artistas?

Recuerdo que a inicios de este siglo el Grupo Provisional se planteó todos estas preguntas, y ofreció, si no soluciones, sí herramientas políticas y museológicas para afrontarlas.

Sé que esas preguntas son viejas, pero hasta ahora nosotros no hemos querido responderlas. Hemos preferido naturalizar las prácticas del campo del arte (que es una industria transnacional). Algo parecido ocurre con el chavismo: que los poderosos no quieren hacerse la pregunta por el sentido de las políticas desarrollistas o productivistas. La diferencia es que, en ese caso, los colectivos populares  sí ofrecen una crítica del poder y del proyecto estatista. En cambio la crítica del campo del arte todavía no se ha hecho: no la hacen los poderosos ni los aspirantes a poderosos. ¿Ustedes pueden hacerla?

Bueno, querida Ileana, sabes que sigo a la orden. Saluda de mi parte a Jesús.

Gracias por escribir.

jueves, 13 de octubre de 2011

Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar

Buscando el Hamlet de Kozintsev, que se me había perdido en esa masa abstracta y sensible que es mi biblioteca, di ayer con un respaldo de mis archivos del 2008 —cuando todavía me esclavizaba a mí mismo en el Museo de Arte Contemporáneo—. En el CD encontré varios textos que hice a finales de ese año. Quisiera compartir uno de ellos con ustedes, sólo para recordar el peso de un viejo asombro:

***  

Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar
Por José Luis Omaña

Las primeras publicaciones de un escritor consumado suelen ser valoradas como obras menores. Con el tiempo son percibidas por su propio autor con benevolencia. “Pecados de juventud”, así llaman a esas obras tempranas, hijas del apuro, de la premura por figurar en los estantes de las librerías. Hace dos semanas encontré una de estas publicaciones por accidente, mientras removía el polvo de alguna biblioteca pública caraqueña. Se trata de un libro mediano, sencillo, sin demasiadas pretensiones gráficas, que fue escrito en 1986 por el hoy destacadísimo doctor Agustín Palma del Mar. El título me fascinó; se leía sobre la carátula en un Garamond impecable: Brasa, residuo y escozor. Tomo de este libro un capítulo que, por su radical actualidad, debe ser rescatado de la mezquindad de las cronologías. Lo transcribo a continuación, no sin hacer algunas correcciones de estilo:

Laureados autoritarismos esteticistas

Los miembros del jurado de selección y premiación de las obras que conforman el II Salón de Artes Visuales estuvimos de acuerdo sólo en una cosa: la noción de “salón” es hoy insostenible. A ese acuerdo llegamos después de juzgar improvisadamente las casi doscientas obras participantes, argumentar en torno a ellas desde una supuesta “objetividad profesional”, discutir sobre temas como “calidad técnica”, “coherencia conceptual”, “virtuosismo”, y tantas otras naderías esteticistas. Pero ante lo apresurado del proceso de selección, ante lo apretado de la jornada, el gusto (siempre caprichoso) terminó dictando la medida de las decisiones, reduciendo así nuestro profesionalismo objetivo a un enfrentamiento entre el ego de cada uno de nosotros, sapientes adelantados de la cultura y elevados jueces del arte.

Eso nos hizo recordar que entre el concepto de democracia y el de salón de arte hay una brecha infranqueable. El primero quiere proponer horizontalidad e igualdad: permutabilidad en el ejercicio del poder. El segundo es en esencia vertical —lineal, autoritario, invisibilizador—, sigue un rígido patrón de jerarquías determinadas por las lógicas del mercado y por el esnobismo cultural. En la parte más baja del organigrama jerárquico se encuentra el público, asumido como una masa no ilustrada, homogénea e ignorante. Luego, en dirección ascendente, están quienes aspiran a ser artistas y esperan que sus nombres figuren en la novela del arte. A estos le siguen los artistas consumados con sus correspondientes séquitos de admiradores, los curadores de moda, los museos y las galerías, los directores, los investigadores y los funcionarios de la cultura (los burócratas del Estado y de la empresa privada).

Dentro de este contexto los salones de arte son sólo engranajes de una maquinaria dedicada a legitimar artistas, a iniciarlos en el camino del gusto, de la genialidad y del negocio del arte. Esos engranajes activan la cadena de jerarquías que acabamos de dibujar, perpetuando así el autoritarismo del campo del arte, el de los curadores de moda y el del mercado.

Venga un ejemplo: entre las categorías museológicas del II Salón de Artes Visuales se encontraba la de “arte popular”, como un género diferente al de “pintura”, “escultura”, “fotografía” y “artes del fuego”. Pero ¿por qué separar la estética de lo popular del resto de las artes, cuando sus medios de expresión son también la paleta, la tela, la fragua y el cincel? Luego alguien emite la más obvia de las respuestas: “porque las obras de los artistas populares no se pueden evaluar según los cánones académicos…” Ergo: no hay criterios “serios” —es decir: sostenidos por las regulaciones de la academia, por la investigación, el análisis, las metodologías y los argumentos sesudos— para emitir juicios en torno al arte popular. No hay criterios porque, como es sabido, la noción de “arte popular” es una invención institucionalista para “incluir”, legitimar y así contener dentro de la cultura hegemónica a los llamados artistas ingenuos (o populares), no formados en las academias y marginados por el Gran Arte.

Esa inclusión siempre implica el control de la otredad, de la alteridad “inculta pero sensible” que amenaza la cómoda estabilidad del campo cultural. Ya el mismo Carlos Contramaestre, promotor y luego detractor del término “arte popular”, decía que ese concepto neutraliza las experiencias creadoras no académicas (o marginales) que señalan y denuncian los límites de las hegemonías estéticas. El inclusionismo hace que los creadores populares sean parte de las jerarquías autoritarias de las élites culturales. También permite a los artistas formados en las academias hacer obras “populares” o enmarcadas dentro de la categoría de "lo popular”, que se transforma así en una simple categoría museográfica, en otro género del discurso, y por eso en mercancía.

Por Agustín Palma del Mar, Caracas y 1983.


Hasta aquí el texto del hoy importantísimo crítico de arte. Distraeré un poco más al lector con la expresión de un asombro: me causa estupor la heterodoxia juvenil de Palma del Mar, su temprano ímpetu revolucionario convertido hoy en laxante ortodoxia. Debo aplaudir también la temeridad del texto y de su autor de hace veintisiete años, hoy transformado en su propio revés, pero que en 1983 realizó una hazaña crítica aún vigente.

Leído en voz alta, el texto resuena en la actualidad de nuestras prácticas culturales. Paradójicamente, hoy los salones de arte y las políticas inclusionistas proliferan. Pero lo más interesante es que, según los actuales paradigmas éticos y estéticos de “democratización”, fundados en la pedantísima relational aesthetics y promovidos por las nuevas gestiones culturales (públicas y privadas), ya no deberían existir adelantados, no deberían existir élites culturales y mucho menos artistas rechazados. Según esta hipótesis, defendida incluso por algunos intelectuales de derecha, todos somos artistas o todos somos curadores. Es decir: todos podemos ser tratados como Sofía Ímber trató a Zapata, a Mariluz Cárdenas o a Luis Ángel Duque. Y es cierto, porque todos componemos el escenario de un mismo juego, el del "campo del arte adentro", como diría Juan Carlos Rodríguez. En ese escenario los salones, como los artistas, los teóricos, los gerentes, los promotores y los críticos (si es que esas alimañas existen) jugamos a recrear (a representar) todos los días, o de vez en cuando, la decadencia y la salvación de Occidente.

Caracas y 2008

Antonio Moya: gastronomía ardiente

sábado, 17 de septiembre de 2011

Una verdad viva: Luigi Scotto


Los editores no lo querían y los políticos le tenían miedo. Reinventó el periodismo fotográfico en Venezuela. Fue sargento del ejército italiano durante la segunda guerra mundial. Compró un caballo en el mercado de Quinta Crespo y subió cabalgando hasta su casa de San Bernardino, sólo para que sus hijas lo vieran como un ingenioso hidalgo. Luigi Scotto, ese romano que en 1947 decidió quedarse en Caracas, fue un maestro de la imagen entendida como noticia y como herramienta crítica de la opinión pública.

Una vez dijo que en su vida profesional le había tocado hacer de todo: amarillismo, sensacionalismo, retratos sicológicos, paisajismo y erotismo. Sus imágenes aparecieron en casi todas las publicaciones periódicas importantes venezolanas, desde los años sesenta hasta 1992. Trabajó en la revista Élite, en Últimas Noticias, en el Diario de Caracas y en El Nacional, así como en otras publicaciones menos conocidas (como el vespertino Al Cierre). Pero era fotógrafo antes que “reportero gráfico”, según dijo en más de una entrevista. Creyó en la fotografía como ejercicio de análisis y de reflexión política y social. Suya es esa frase, que debería convertirse en un lema gremial: “la fotografía es un acto predatorio con un sentido existencial. Es tensión, es espera. Es un acto de amor”.

***

Con Scotto aprendemos que la fotografía tiene la facultad de convertir la realidad en una imagen, y que por eso puede también hacernos ver la realidad desde el ojo de la imagen. El mundo se vuelve una escena, una máquina manipulable, con personajes actuando en el espacio y en el tiempo de la ficción. La existencia de ciertas cosas comienza en el ojo artificioso del fotógrafo. Hay que fotografiarlas para que existan. Si no, no podríamos ver lo que el fotógrafo ve, y la reconstrucción ficcional de ciertos accidentes se perdería en el ocaso de los eventos y de los objetos. “Fotografiar es saber ver lo que los demás no ven”, decía Scotto.

Ganamos una experiencia del mundo cuando vemos una buena fotografía; incluso ganamos una experiencia extra sensorial. Somos partícipes de un secreto entre el fotógrafo y lo fotografiado. Ese secreto, como dijo una vez Scotto recordando a Niépce, sugiere la posibilidad de tocar lo vivo, de resguardar en la imagen un alma y de hacer visible el discurso de la naturaleza dentro de los límites de la copia fotográfica. Nosotros recorremos esos límites como si bordeáramos un microcosmos, y desde allí vemos la existencia de un nuevo mundo que es a la vez mínimo y total.

Los personajes de Scotto se parecen al mundo que él nos descubrió. A veces son las grandes figuras políticas reducidas a simples mortales, y otras veces son figuras casi anónimas que aparecen dignificadas y engrandecidas (pero sin sobresaltos) por el poder narrativo de Scotto. Entre el Maestro Abreu, derrotado y solo en medio de la Plaza Bolívar, y el cuerpo desnudo de Azalea Quiñones (una de las “revulsivas”) no hay mucha diferencia. El primero aparece como una figura pública dignificada en su fracaso, despojado: sin énfasis, sin retórica grandilocuente; en la fotografía de Azalea Quiñones hay también narración sin énfasis: la desnudez de Azalea es tan llana como su foto.

***

Si Scotto desentonaba, si era visto como un fotógrafo “fuera de lugar” (o que en todo caso había que "sacar del lugar") era porque no procuraba la celebración esnobista de la gracia o de la desgracia, sino el reconocimiento de una verdad chiquita y por eso trascendental. Frente al periodismo escandaloso y sin inteligencia reflexiva, Scotto buscó, como pocos, la imagen para la reflexión, la que habla sin agotarse en su función comunicativa. Porque no es sólo que la fotografía nos diga algo sobre el mundo, algo que reconocemos como una verdad, espiritual o empírica; es que, sobre todo, la fotografía nos habla de ella misma y de su capacidad para elaborar un conocimiento de las cosas. Tiene un fundamento crítico que quizás se hace más visible en el periodismo o en la fotografía documental que en otros géneros del discurso fotográfico.

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En la fotografía documental la ficción se torna útil: la metáfora se pone al servicio de la comunicación. Una imagen de Scotto puede ser muy elocuente, pero su objetivo no es la belleza sino la opinión justa, la disertación en torno a un problema en el que debemos pensar, no teoréticamente sino políticamente. Era un ensayista que no escribía con letras sino con luces y plata sobre gelatina.

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Esso Álvarez ha dicho que Luigi Scotto desarrolló el concepto de la fotografía editorial, porque acomodaba los contenidos de su discurso con la agudeza crítica de un editor. Una imagen suya le daba a la página un carácter editorial distinto: generaba, casi siempre al margen de las exigencias del medio, una matriz de opinión. El ejemplo que tengo en mente para demostrar esto es aquella foto en la que un grupo de guardias nacionales aparece formado frente a un cine, de esos viejos cines caraqueños que exhibían en la fachada el nombre de la película, y que en este caso era “Los gansos salvajes”. No es difícil imaginar la fuerza política de esa imagen en la página del periódico, su poder para “acomodar” los contenidos de la página en torno al discurso fotográfico.

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Como editor o como ensayista, el lenguaje de Scotto era uno solo, y es reconocible por su llaneza, por la escasez de énfasis, pero sobre todo por su sutil y afilado sentido del humor, parecido al de Martínez Pozueta pero más crudo, y que es su marca, su estilo. En una fotografía de 1985, hecha para cumplir una pauta en la Avenida Boyacá, se ve, o más bien se vislumbra una pequeña valla entre un montarral crecido. En la valla se lee, a duras penas: “Este jardín fue construido con la contribución voluntaria de los obreros y empleados de la inspección de las obras: Av. Boyacá, tramo San Bernardino-Av. Baralt”.

Con esa imagen menor recordamos que para Scotto el fotógrafo no era un simple ilustrador de la noticia sino un productor de sentido, un intérprete conciente de su poder para deshacer y para recomponer, según las exigencias de su arte, lo que interpreta: el poder de enunciar, no la detención del tiempo ni la impresión del instante, sino lo que el instante lleva por dentro, su acontecer, el presente de su verdad.