jueves, 13 de octubre de 2011

Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar

Buscando el Hamlet de Kozintsev, que se me había perdido en esa masa abstracta y sensible que es mi biblioteca, di ayer con un respaldo de mis archivos del 2008 —cuando todavía me esclavizaba a mí mismo en el Museo de Arte Contemporáneo—. En el CD encontré varios textos que hice a finales de ese año. Quisiera compartir uno de ellos con ustedes, sólo para recordar el peso de un viejo asombro:

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Velado rescoldo del Doktor Palma del Mar
Por José Luis Omaña

Las primeras publicaciones de un escritor consumado suelen ser valoradas como obras menores. Con el tiempo son percibidas por su propio autor con benevolencia. “Pecados de juventud”, así llaman a esas obras tempranas, hijas del apuro, de la premura por figurar en los estantes de las librerías. Hace dos semanas encontré una de estas publicaciones por accidente, mientras removía el polvo de alguna biblioteca pública caraqueña. Se trata de un libro mediano, sencillo, sin demasiadas pretensiones gráficas, que fue escrito en 1986 por el hoy destacadísimo doctor Agustín Palma del Mar. El título me fascinó; se leía sobre la carátula en un Garamond impecable: Brasa, residuo y escozor. Tomo de este libro un capítulo que, por su radical actualidad, debe ser rescatado de la mezquindad de las cronologías. Lo transcribo a continuación, no sin hacer algunas correcciones de estilo:

Laureados autoritarismos esteticistas

Los miembros del jurado de selección y premiación de las obras que conforman el II Salón de Artes Visuales estuvimos de acuerdo sólo en una cosa: la noción de “salón” es hoy insostenible. A ese acuerdo llegamos después de juzgar improvisadamente las casi doscientas obras participantes, argumentar en torno a ellas desde una supuesta “objetividad profesional”, discutir sobre temas como “calidad técnica”, “coherencia conceptual”, “virtuosismo”, y tantas otras naderías esteticistas. Pero ante lo apresurado del proceso de selección, ante lo apretado de la jornada, el gusto (siempre caprichoso) terminó dictando la medida de las decisiones, reduciendo así nuestro profesionalismo objetivo a un enfrentamiento entre el ego de cada uno de nosotros, sapientes adelantados de la cultura y elevados jueces del arte.

Eso nos hizo recordar que entre el concepto de democracia y el de salón de arte hay una brecha infranqueable. El primero quiere proponer horizontalidad e igualdad: permutabilidad en el ejercicio del poder. El segundo es en esencia vertical —lineal, autoritario, invisibilizador—, sigue un rígido patrón de jerarquías determinadas por las lógicas del mercado y por el esnobismo cultural. En la parte más baja del organigrama jerárquico se encuentra el público, asumido como una masa no ilustrada, homogénea e ignorante. Luego, en dirección ascendente, están quienes aspiran a ser artistas y esperan que sus nombres figuren en la novela del arte. A estos le siguen los artistas consumados con sus correspondientes séquitos de admiradores, los curadores de moda, los museos y las galerías, los directores, los investigadores y los funcionarios de la cultura (los burócratas del Estado y de la empresa privada).

Dentro de este contexto los salones de arte son sólo engranajes de una maquinaria dedicada a legitimar artistas, a iniciarlos en el camino del gusto, de la genialidad y del negocio del arte. Esos engranajes activan la cadena de jerarquías que acabamos de dibujar, perpetuando así el autoritarismo del campo del arte, el de los curadores de moda y el del mercado.

Venga un ejemplo: entre las categorías museológicas del II Salón de Artes Visuales se encontraba la de “arte popular”, como un género diferente al de “pintura”, “escultura”, “fotografía” y “artes del fuego”. Pero ¿por qué separar la estética de lo popular del resto de las artes, cuando sus medios de expresión son también la paleta, la tela, la fragua y el cincel? Luego alguien emite la más obvia de las respuestas: “porque las obras de los artistas populares no se pueden evaluar según los cánones académicos…” Ergo: no hay criterios “serios” —es decir: sostenidos por las regulaciones de la academia, por la investigación, el análisis, las metodologías y los argumentos sesudos— para emitir juicios en torno al arte popular. No hay criterios porque, como es sabido, la noción de “arte popular” es una invención institucionalista para “incluir”, legitimar y así contener dentro de la cultura hegemónica a los llamados artistas ingenuos (o populares), no formados en las academias y marginados por el Gran Arte.

Esa inclusión siempre implica el control de la otredad, de la alteridad “inculta pero sensible” que amenaza la cómoda estabilidad del campo cultural. Ya el mismo Carlos Contramaestre, promotor y luego detractor del término “arte popular”, decía que ese concepto neutraliza las experiencias creadoras no académicas (o marginales) que señalan y denuncian los límites de las hegemonías estéticas. El inclusionismo hace que los creadores populares sean parte de las jerarquías autoritarias de las élites culturales. También permite a los artistas formados en las academias hacer obras “populares” o enmarcadas dentro de la categoría de "lo popular”, que se transforma así en una simple categoría museográfica, en otro género del discurso, y por eso en mercancía.

Por Agustín Palma del Mar, Caracas y 1983.


Hasta aquí el texto del hoy importantísimo crítico de arte. Distraeré un poco más al lector con la expresión de un asombro: me causa estupor la heterodoxia juvenil de Palma del Mar, su temprano ímpetu revolucionario convertido hoy en laxante ortodoxia. Debo aplaudir también la temeridad del texto y de su autor de hace veintisiete años, hoy transformado en su propio revés, pero que en 1983 realizó una hazaña crítica aún vigente.

Leído en voz alta, el texto resuena en la actualidad de nuestras prácticas culturales. Paradójicamente, hoy los salones de arte y las políticas inclusionistas proliferan. Pero lo más interesante es que, según los actuales paradigmas éticos y estéticos de “democratización”, fundados en la pedantísima relational aesthetics y promovidos por las nuevas gestiones culturales (públicas y privadas), ya no deberían existir adelantados, no deberían existir élites culturales y mucho menos artistas rechazados. Según esta hipótesis, defendida incluso por algunos intelectuales de derecha, todos somos artistas o todos somos curadores. Es decir: todos podemos ser tratados como Sofía Ímber trató a Zapata, a Mariluz Cárdenas o a Luis Ángel Duque. Y es cierto, porque todos componemos el escenario de un mismo juego, el del "campo del arte adentro", como diría Juan Carlos Rodríguez. En ese escenario los salones, como los artistas, los teóricos, los gerentes, los promotores y los críticos (si es que esas alimañas existen) jugamos a recrear (a representar) todos los días, o de vez en cuando, la decadencia y la salvación de Occidente.

Caracas y 2008

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