domingo, 30 de octubre de 2011

Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz

Después de once años de revolución es la primera vez que veo una exposición política en uno de nuestros museos. Este texto es mi respuesta al esfuerzo de Félix Hernández (que es el responsable de la muestra) y a la voluntad de Juan Calzadilla, director de la Galería de Arte Nacional.

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Caracas majamámica. Tributo a Dámaso Ogaz 

Lo moderno es la borradura de lo trascendental. Es lo que resta banalidad a lo fútil, a la moda y a la máquina del poder legal. El borrón hace visible lo que, por exceso, por acumulación, la moda no deja ver: lo infinito, lo invisible. En la imaginería caraqueña la modernidad fue un discurso que borró sus marcas. Desde el segundo Michelena, que sustrae los signos de la figuración institucional, hasta las obras de Argelia Bravo, nuestro discurrir estético ha intentado el borrón, la ruina, la indisciplina y la ilegalidad. Estrategias de veladuras, estrategias que manchan la hegemonía del signo: que rasgan el orden del mundo dominado por el significado.

Desde muy temprano Caracas fue una ciudad incompleta, borrada. En el epígrafe de País portátil se lee esta cita de Oviedo y Baños: «…pero fue tan desgraciada esta ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase para su existencia, anduvo muchos años como ciudad portátil, experimentando mil mudanzas». Así, en uno de nuestros textos fundacionales, se escribe nuestro sino: las «mil mudanzas» de la ciudad portátil, provisional, que no se fija, que no acumula historia o memorias patrimoniales, sino cajas aéreas «en las que se vive sin casa», sin suelo fijo.

Oviedo y Baños escribió también sobre el poeta Ulloa, un español amigo de Cervantes que era caraqueño antes de llegar aquí. Según Oviedo, Ulloa fue el primer poeta de esta ciudad que nos dejó una obra borrada. Ese ejemplo siempre me recuerda el Blas Coll de Montejo, el impresor que minó el idioma por dentro, que lo llevó a lo fundamental, a lo mínimo, hasta hacerlo casi ininteligible. Sucede con ellos lo que con Reverón, que en sus telas prevalece el gesto de quitar, de sustraer realidad (a la tela y a la realidad) hasta que queda una capa de vacíos que deja a la vista nuestros fantasmas.

En las obras del último Michelena, el hombre enfermo, asistimos a la desaparición de los relatos institucionales. Desde 1896 sólo produjo obras inconclusas, pinturas manchadas y algunos retratros: bocetos, apuntes, proyectos inconclusos. Por eso Juan Calzadilla escribió que Michelena fue un moderno frustrado, y que la verdadera modernidad comenzó en 1898, después de su muerte. Pero a mí esa opinión de Calzadilla siempre me ha parecido optimista, o al menos enunciada desde un optimismo moderno conciente de su eminente fracaso. Yo en cambio creo que en esa frustración de Michelena y en ese fracaso de nuestra modernidad están las claves de la cultura. No hay nada más caraqueño que el gesto inconcluso del pintor en la Pastora, como no hay nada más caraqueño que esa línea geosensible y política que va de las torres de El Silencio hasta las de Parque Central. Esos dos edificios nos hicieron creer, como las obras de Michelena, que nuestra cultura era un sueño de mediodía y en alguna ciudad del norte.

No puede ser casual que entre las torres del Silencio y las de Parque Central la mano de nuestras Moiras trazara la avenida Bolívar. Así la ciudad se enuncia, se nombra. Bolívar también representa un proyecto incompleto. Su vida fue un ensayo, un intento de lo más difícil que sigue resonando en la cultura. Su caraqueñidad, como la de Miranda o la de cualquiera de nosotros, está signada por ese intento, como la ciudad misma.

Existe un texto sobre Caracas en que Cabrujas dice: «vivo en una ciudad siempre nueva, siempre reciente, pero que sólo puede conocerse a través de una nueva arqueología: la arqueología del derrumbe. Caracas es un monumento enterrado una y otra vez. El escombro es su emblema». Luego dice que esta ciudad fue y es un ensayo, una ciudad-ensayo en la que sólo obran las leyes de su escritura y el capricho (como le sucedía a Montaigne). Las mil mudanzas de la ciudad portátil son como las del ensayista.

Caracas es un ensayo, una escritura del intento y del fragmento, del resto y de la ruina. Eso permite que en la fotografía de Jean Herrera la ciudad ensaye, por su cuenta y a través del fotógrafo, un orden. El caos se deja ver: el absurdo se manifiesta bellamente. Y lo absurdo es lo que tiene sentido, como sucede en «Apuntes de una ciudad invisible». Allí no interesa lo que se acumula sino lo que desaparece: la realidad empírica, la escena cultural o antropológica. Es decir, interesa lo que queda: la ficción, la creación de un cosmos en que se reescriben todas las imágenes.[1]

Lo mismo sucede en la ciudad como signo, que encuentra su lucidez (su magma) en la borradura de sus significados. Una historia imaginaria de Caracas tendría que ser la del quiebre de sus significados. La ciudad portátil no se fija, no se anula en su función civilizatoria (como el signo no se anula en su función significante), y así se hace estética, lejana: se escapa, se erotiza. Necesita de un afuera que la complete, como sucede en las obras de Herrera o de Reverón. En cambio en la obra de Perna, que ya ha tenido que pasar por el imperio del significado (la era Xerox de la cultura), el afuera se subraya, se hace obvio. Pero como en Caracas lo obvio es lo absurdo, nuestro conceptualismo no fue tautológico sino patafísico, o majamámico. Las marcas de Perna no tienen nada que ver con las autorreferencias de Joseph Kosuth. Éste hace visible el imperio de la razón, y su sinsentido, en un enunciado que no esconde nada, que deja todo a la vista. Aquel crea un signo vacío que conduce a nada, que esconde, que borra incluso el absurdo.

En sus autorreferencias (su autocurrículo o sus autocopias) Perna hace obvia su desaparición. Ese gesto le da visibilidad. Si en la era Xerox de la cultura la repetición del signo anula el sujeto, el cuerpo, lo diferente, entonces la repetición de esa repetición añade para restar. Añade un signo que no tiene sentido, y que es el mismo Perna (como artista-significado). Eso permite que el signo se quiebre, se manche por dentro, dejando visible, indirectamente, el cuerpo de Perna, pero como sujeto-accidente-acto.

Algo similar ocurrió cuando, por las trochas, Perna infiltró su autocurrículo en la biblioteca del MoMa. Pérez Oramas vio en ese acto la ansiedad de legitimación provinciana de nuestros artistas. Yo veo, en cambio, una estrategia irónica, propia de nuestros conceptualistas, con la que Perna inserta el absurdo en uno de los centros del taxidermismo internacional. Una especie de contaminación sin finalidad. Perna seguramente supo que ese acto lo haría más invisible, que lo incorporaría a la historia de los taxidermistas, y que por eso lo anularía, convertido en artista capitalizable, con todos los significados de su arte a la vista.

Después de la era Xerox la imagen se banaliza; quebrada su erótica se vuelve pornográfica. La musealización de la realidad y la realización de los museos son los mecanismos de circulación de esa exposición inmaculada (y por eso predeciblemente pornográfica) de la imagen. Reducida a ser puro estímulo, la imagen en lugar de borrarse queda sobreexpuesta. Por eso la cultura visual ofrece muy poco para ver. La infiltración del autocurrículo crea la paradoja: agrega una mancha que desaparece en el momento en que el MoMa lo reconoce como parte de su colección. Los taxidermistas cayeron en la trampa: la desaparición de la mancha hace visible lo invisible: la imagen, la ilusión del yo.

El autocurrículo es un signo anterior a su tiempo, pre cartesiano, barroco. Le dio a la biblioteca del MoMa un aspecto medieval, o protorrenacentista. Es un signo sin función comunicativa. Un signo que hace implosión, que borra su significado, y que por eso se borra a sí mismo. Nos recuerda el acto majamámico convexo del Jonás-ballena, porque penetra ilegalmente una realidad que transforma. Contamina y es contaminado, pero desde adentro. Como Jonás, el autocurrículo orina dentro la ballena. Todo el poder capitalizador del MoMa quedó manchado por la majamama, que es participación en el caos. Por eso fue necesaria la acción del taxidermista Pérez Oramas, que restituyó la legalidad y borró la mancha.

Otro militante del majamamismo, esta vez heredero de las enseñanzas de Quechuma, es Juan Carlos Rodríguez. Desde 1991 Juan Carlos se enviste y se autocopia. Como Quechuma bajo la piel de la ballena, ha sido pastor protestante, activista político, líder comunitario, antropólogo visual, padre de dos familias, llanero terrateniente y artista plástico. Es el sujeto que se transforma a sí mismo y que transforma las realidades que transita, pero desde adentro, desde la implicancia —definida por Alejandro Moreno—.

Las transformaciones de Juan Carlos Rodríguez modifican la visión legal y legalizante del campo del arte.[2] Para los taxidermistas es un caso difícil porque recuerda que el verdadero campo del arte es ilegal. Se pueden exhibir y vender sus obras, pueden venir todos los curadores estrellita a exponerlo, pero eso sólo confirma su quechumismo majamámico, pues le permiten seguir traficando con su identidad. Así todos los contextos se acomodan a su tráfico. Eso deja a la vista la paradoja, la moral estética de Juan Carlos Rodríguez. Sus acciones definen una moral irónica, una conciencia lúcida del caos. Es el sujeto que «se impone a sí mismo», como decía Fichte, el sujeto como máscara, enajenado, esencialmente ilícito, como el Quijote.

Hay dos casos más de majamamismo caraqueño que quisiera mencionar. El primero es el de Argelia Bravo, que ha hecho de los tránsitos ilegales una forma de conocimiento, una «trans-in-disciplina». Su trabajo con los colectivos transvesti le ha permitido dibujar el mapa de los territorios ilegales de la ciudad. Las trochas por las que transita, no ella sino Yahaira Marcano Bravo, tocan el magma de la ciudad portátil. Los orígenes de la ciudad ensayo, de la ciudad como signo sin función comunicativa, están en ese mapa, que es una grafía ilegible, al menos para los taxidermistas. Ese territorio se repite, en micro, en el cuerpo de Yahaira Marcano Bravo, que Argelia define como una «escultura social»: la obra colectiva de la ciudad letrada, racionalizada. Cada marca en la piel de Yahaira es un signo-mancha sobre la racionalidad que la impuso. Un signo que se borra a sí mismo.

Lo peor que le puede pasar a un signo es quedarse sin contenido. Por eso el cuerpo de Yahaira es tan peligroso (al menos para el orden social de los contenidos estables). Su presencia borra, nos borra, tacha la ciudad significada, legalmente legible. Y el trabajo de Argelia Bravo, heredera de Mesalina, es encubrir a Yahaira para que su presencia siga actuando sobre otros escenarios legales, como el jurídico y el de la cultura legitimada. Eso permite que su borradura persista, extendida sobre otros territorios del poder.

El último caso que quiero citar es el de los colectivos de gráfica urbana. Se trata de un caso especial porque implica la expansión del majamamismo por toda la ciudad. Prueba de ello es que no se pueda reducir a un único ejemplo. Son muchos los colectivos que contaminan la ciudad con sus marcas ilegibles, inestables y efímeras, o que transforman los significados de la tradición occidental. El majamámico José Roberto Duque ha dicho que esa contaminación traza una Oestética, una «una estética del Oeste espiritual», fundada en la destrucción de la ciudad legible. Persiste en esos colectivos la búsqueda del caos que conduce a la creación de signos emancipados, ilegibles. Nos ofrecen un imaginario de la aglomeración y de la trasgresión, así como una pasión por la destrucción de lo dado: la destrucción de la verdad edificada por las transnacionales. Son hijos de la contaminación caraqueña, de lo menos estable que tiene la ciudad. Pero son sus hijos predilectos, los que más se le parecen, los que la repiten.

Si Santiago Key Ayala vivía bajo el signo del Ávila, nosotros vivimos bajo el signo quebrado del grafiti, que mancha toda significación. Como esos caminos del Ávila que llevan a la desaparición del caminante (a la anulación de todo significado), o como los eventos más sublimes (en el sentido kantiano) de la montaña, que violentamente borran del mapa nuestras familias y nuestras historias.

Todos estos ejemplos, que hemos llamado «majamánicos» —pero que también pudiéramos llamar «barrocos» o «antropofágicos»—, descubren en Caracas una tradición ética y política de la imagen. Frente a los ideales civilizatorios nor occidentales y los lemas del optimismo positivo, frente al progresivismo, el industrialismo y el imperio de la razón segunda, existe en Caracas una ciudad en la que lo «europeo-americano» no termina de funcionar. Dámaso Ogaz nos trajo de Chile, y en 1967, un término para nombrar esa ciudad: «lo majamámico», tan parecido al «discurso salvaje» de J.M. Briceño Guerrero, pero salido del fuero americano que en esos años impulsaba, entre nosotros, el Techo de la Ballena.

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[1] Kelly Martínez ve en esa imagen una intertextualidad fotográfica: allí están, en la tensión de una yuxtaposición controlada, el espejo, el reloj y el ojo trazando una línea perfecta que dirige la lectura de la imagen. Esos tres elementos son la materia misma de la fotografía: son la alteridad --la reproducción o la repetición de una realidad transformada e imposible-- el tiempo y la mirada.

[2] Un capítulo especial del majamamismo caraqueño es El Grupo Provisional, pero hace falta otro texto para celebrarlo. Sólo quiero nombrar aquí las exposiciones Born in America y El Salón, que intentaron ser una mancha, un Jonás en la ballena de las legalidades museísticas.

Nota: Este texto fue leído en el foro Nuevas perspectivas sobre el origen del arte conceptual en Venezuela. El caso de Dámaso Ogaz, del Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Museos Nacionales y la Galería de Arte Nacional.

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