lunes, 24 de octubre de 2011

Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte

Félix Suazo acaba de hacer pública una brevísima "Memoria crítica: escritura y visualidad en Venezuela, 2000-2010". En futuras entradas revisaré algunos de sus argumentos centrales.

Mientras tanto, quisiera proponer una noción de crítica deferente de la que Félix sugiere en esta oración: "el crítico analiza, cuestiona o problematiza la efectivdad de un fenómeno estético y su posible incidencia en la escena pública, incluso más allá de la obra".

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Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte


Toda obra de creación es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de creación?
José Lezama Lima

Dicen que entre los griegos la palabra aisthisis aludía a cierto conocimiento de la sensibilidad y de la percepción. Utilizada como aisthánome significaba “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también “huella” y “pista”. Ambas contienen la palabra aistho que significaba “exhalación”, “aliento” y “soplo”.[1] No sé si sea correcto utilizar esas palabras (o sus definiciones de diccionario) para hablar sobre la crítica del arte, pero creo que interpretadas libremente —o interesadamente—, descontextualizadas y reacomodadas según el orden de mi discurso, pueden llegar a decirnos algo acerca de la crítica estética.

Comencemos por esa relación entre inteligencia de la sensibilidad, huella y aliento, sugerida en los diversos usos de la palabra aisthisis. ¿Quiere decir, quizás, que algo se fija en la percepción, se hace conocimiento y después —o al mismo tiempo— se anima, se alienta y sale de nosotros en la forma de un alma? O que algo queda como una pista, una cosa que se fija pero sin posibilidad de ser interpretada, sin que veamos la raíz de la figura, hasta que caemos en cuenta de que ese invisible entra y sale de nosotros como un soplo. Aisthisis, conocimiento sensible, testimonio de la imagen en nosotros; “instante en que lo orgánico se transforma en respirante, pues —como ha dicho José Lezama Lima— la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. El hombre asimila el espacio y lo devuelve como un logos, es el verbo”.[2] 

La tradición de la escritura de la imagen, de la crítica estética, nos habla de sucesivas respiraciones acompañadas de poderosas apneas. Contentémonos, por el momento, con buscar el recuerdo de esa tradición entre los modernos, pues ya de los antiguos se ha dicho que eran una nación de críticos del arte.[3] Hagamos esa búsqueda imantando las voces de algunos autores que nos enseñan a exhalar.

En el primer libro de El Quijote encontramos una de las más famosas respiraciones estéticas. Allí la imagen se hace crítica, repasa sus límites y se detiene frente a sí misma, en aquel: “donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. Los libros salvados del fuego de la crítica son: Los cuatro de Amadís de Gaula, por ser el primero de su género impreso en España; el dudoso Espejo de caballerías y Tirante el blanco, por ser “mina de pasatiempos”, La Diana, de Gil Polo, Los diez libros de fortuna de amor, especialmente queridos por el cura, El pastor de Filida, Tesoro de varias poesías, El cancionero de López Maldonado, La Austríada, La Araucana, El Monserrato, Las lágrimas de Angélica y, para nuestro asombro, La Galatea, de un tal Miguel de Cervantes.

Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes [dice el cura], y sé que es más versado en desdicha que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada…[4]

La siguiente respiración de la novela —si nos olvidamos del discurso sobre las armas y las letras— la encontramos en la segunda parte. En el capítulo LIX comienza una aventura crítica que termina en el capítulo LXII. Don Quijote se encuentra con un libro apócrifo que narra la segunda parte del Don Quijote de la Mancha. Toma el libro, lo hojea y luego dice:

En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mary Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.[5]

Esa aventura acaba con el Quijote en la imprenta de Barcelona viendo cómo se tiraba y se corregía la segunda parte de su historia, escrita en aragonés, como él dice, y por un vecino de Tordesillas. Así la novela contiene la crítica de su autor —en el escrutinio del cura y del barbero— y la crítica a la obra de Avellaneda. Esto me recuerda a Lezama, cuando dice que “toda obra tiene su propia creación y su propia crítica”; pero también me recuerda que el juicio estético, “el que place en el mero enjuiciamiento”, debe ser creador —o reflexionante, al decir de Kant—.[6] 

La respuesta de Cervantes es poética. La crítica se vuelve estética, se hace discurso primero. Respira. Asimila y devuelve. Participa de la ficción y la ensancha. Viene de la imagen y regresa a la imagen. No es comentario, o tal vez sí, pero en todo caso comentario que trabaja con la misma materia artizable del relato. Es discurso segundo, cómplice, que se teje al discurso primero. Urdimbre discursiva, ámbito enlazador en el que se juntan la obra y su crítica —contenidas una dentro de la otra—.

A esta noción de crítica Michel Foucault le llamó “jeroglífico flotante”. Se trata, como él dice, de una suma de lenguajes, o de un lenguaje total en el que la crítica y la obra “se cruzan, se repiten” en una sola escritura como telaraña, “que forma con todas las demás escrituras una malla, una red”: “el total de la crítica y la literatura”.[7] No es ésta entonces una crítica sin exhalación, o apneísta, como prefiero decir, destinada a desempeñar el papel de intermediario entre la obra y su lectura, entre la imagen y el público, y que no se nombra, no se goza a sí misma y por eso no ofrece goce alguno. En cambio, Foucault nos habla de una crítica que “va a alojarse en novelas, en poemas, en reflexiones, eventualmente en filosofías”:[8]

Los verdaderos actos de la crítica hay que encontrarlos en nuestros días en poemas de Char o en fragmentos de Blanchot, en los textos de Ponge, mucho más que en tal o cual parcela de lenguaje que hubiera sido explícitamente, y por el nombre de su autor, destinada a ser acto crítico.[9]

Algo parecido dice José Cemí, el personaje central de la novela Paradiso de Lezama, a propósito de una conversación sobre las interpretaciones canónicas de El Quijote:

Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila.
(…)
Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.[10]

La penetración en el centro del contrapunto de un artista, allí donde concurren todas las correspondencias, todas las analogías, describe para Cemí la tarea del crítico. Penetración poética, creadora, que vuelve sobre la materia artizada que la crítica verifica en el origen de su propio lenguaje. Es la entrada en el juego de la obra, en ese espacio que deja la imagen para que el lector lo llene, lo repita, sin perder de vista las reglas del juego.[11]  
.
Esa penetración requiere que en el lector se opere una transformación. La obra conduce al reconocimiento de los límites de la sensibilidad conmovida. La contemplación se vuelve crítica, en el sentido kantiano de la palabra, y el juicio de la obra se convierte también en el juicio de quien la lee. He allí el riesgo de toda crítica: la entrada en una región activa en la que el lector se ve atado a la obra, actuando en ella. “La contemplación ha dejado de ser pasiva —como dice Octavio Paz—, repetimos, en sentido inverso, los gestos del artista”. Regresamos al origen de la obra, y en ese regreso, acaso con torpeza, procuramos rehacer el camino del creador. Entonces “el placer se vuelve creación”.[14]

Los accidentes de la imagen se corresponden con los accidentes de la sensibilidad fruitiva. Seguimos a la obra en su realidad interna, en su urdimbre de lenguaje, en su artificio hecho naturaleza, y nos seguimos a nosotros en el peso de la contemplación. Sopesamos. Nos sopesamos. Comprobamos sensiblemente una conformidad a fin sin finalidad, una adecuación misteriosa entre nosotros y la imagen. Llegamos a la obra y allí se nos indica la medida del hilo que nos ata. Nos fijamos a la obra, y allí reconocemos la naturaleza de nuestro placer.

Walter Pater ha dicho que el verdadero designio de la crítica estética es “ver el objeto como realmente es en sí mismo”; y que “el primer paso hacia la visión de un objeto consiste en conocer nuestra impresión: ¿qué modificación sufrió mi naturaleza en su presencia y bajo su influencia?”[15] Esa pregunta está en la base del conocimiento estético, de la experiencia estética que produce en el crítico una necesidad, pulsante e impostergable, de describirla (y por eso de describirse), de compartirla nombrándola, de hacerla evidente para sí mismo y para los demás. Quizás sea por ello que, como dijo Oscar Wilde, “la más alta como la más baja forma de crítica es una especie de autobiografía”:

El crítico es el que sabe trasladar de otra manera o con un nuevo material su impresión de las cosas bellas.[16]

Se trata acaso de un saber que comporta el desarrollo o la adquisición de un lenguaje, de una escritura que asimila el peso de la impresión y la devuelve transformada en impresión paladeada, apalabrada. “La crítica, decía Octavio Paz, no es tanto la traducción de una obra como la descripción de una experiencia”.[17] Y esa descripción, al convertirse en escritura, se torna en una nueva materia, en un nuevo territorio que implica un ethos, una conducta: el acto de decir la experiencia estética, de nombrar el juego, de seguir la huella de la imagen en el aliento como recuerdo del placer.

Respiramos y ponemos la materia (artificial y orgánica) del verbo en el mundo como una nueva naturaleza, como una sobrenaturaleza lezamiana. Esa respiración nos teje a las obras de creación como análogos, y así llegamos al placer de la metáfora. Aparece entonces un tercer discurso, un nuevo texto (textus), una nueva urdimbre entre nosotros y la obra. Pero allí, en el cuerpo de ese tejido ya no estamos nosotros y ya no está la obra; o estamos, pero transformados en el tercer discurso, el tercer punto de la costura que aparece como sorpresa: es la metáfora como conocimiento y como forma de la expresión, es la escritura como exhalación, como aisthisis, como tela de araña, como espacio asimilado y devuelto. La obra y el lector se tejen a un nuevo cuerpo. Es la imagen.



Bibliografía
Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996.
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998.
Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.
Hans Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2005.
José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000.
José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992.
Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994.
Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978.
Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996.
Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork, College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945.



[1] Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial Sopena, Barcelona, 1945, p.42.
[2] José Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro
Bianchi Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992, pp.132-133.

[3] Oscar Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project of University College, Cork,
College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
[4] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998, p. 65.
[7] Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996, p. 83.
[10] José Lezama Lima, Paradiso, Ediciones Cátedra, Madrid, 2000, p.392.
[12] Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978, p.151.
[13] Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996, p. 102.
[14] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 173.
[15] Walter Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975, pp. 29-30.
[16] Oscar Wilde, “Prefacio”, en El retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona, 1996, p. 5.
[17] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp.173-174.

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