Félix Suazo acaba de hacer pública una brevísima "Memoria crítica: escritura y visualidad en Venezuela, 2000-2010". En futuras entradas revisaré algunos de sus argumentos centrales.
Mientras tanto, quisiera proponer una noción de crítica deferente de la que Félix sugiere en esta oración: "el crítico analiza, cuestiona o problematiza la efectivdad de un fenómeno estético y su posible incidencia en la escena pública, incluso más allá de la obra".
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Escritura y respiración. A propósito de la crítica del arte
Dicen que entre los griegos la palabra aisthisis aludía a cierto conocimiento de la sensibilidad y de la percepción. Utilizada como aisthánome significaba “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también “huella” y “pista”. Ambas contienen la palabra aistho que significaba “exhalación”, “aliento” y “soplo”.[1] No sé si sea correcto utilizar esas palabras (o sus definiciones de diccionario) para hablar sobre la crítica del arte, pero creo que interpretadas libremente —o interesadamente—, descontextualizadas y reacomodadas según el orden de mi discurso, pueden llegar a decirnos algo acerca de la crítica estética.
Toda
obra de creación es concluyente, tiene su propia creación y su propia
crítica. Toda obra de creación es al mismo tiempo crítica; ¿por qué
tiene entonces que existir la crítica al margen de la propia obra de
creación?
José Lezama Lima
Dicen que entre los griegos la palabra aisthisis aludía a cierto conocimiento de la sensibilidad y de la percepción. Utilizada como aisthánome significaba “percatarse”, “darse cuenta”, “inteligencia de los sentidos”, pero también “huella” y “pista”. Ambas contienen la palabra aistho que significaba “exhalación”, “aliento” y “soplo”.[1] No sé si sea correcto utilizar esas palabras (o sus definiciones de diccionario) para hablar sobre la crítica del arte, pero creo que interpretadas libremente —o interesadamente—, descontextualizadas y reacomodadas según el orden de mi discurso, pueden llegar a decirnos algo acerca de la crítica estética.
Comencemos
por esa relación entre inteligencia de la sensibilidad, huella y aliento,
sugerida en los diversos usos de la palabra aisthisis.
¿Quiere decir, quizás, que algo se fija en la percepción, se hace conocimiento
y después —o al mismo tiempo— se anima, se alienta y sale de nosotros en la
forma de un alma? O que algo queda como una pista, una cosa que se fija pero
sin posibilidad de ser interpretada, sin que veamos la raíz de la figura, hasta
que caemos en cuenta de que ese invisible entra y sale de nosotros como un
soplo. Aisthisis, conocimiento
sensible, testimonio de la imagen en nosotros; “instante en que lo orgánico se
transforma en respirante, pues —como ha dicho José Lezama Lima— la respiración
es el espacio asimilado que se devuelve. El hombre asimila el espacio y lo
devuelve como un logos, es el verbo”.[2]
La
tradición de la escritura de la imagen, de la crítica estética, nos habla de
sucesivas respiraciones acompañadas de poderosas apneas. Contentémonos, por el
momento, con buscar el recuerdo de esa tradición entre los modernos, pues ya de
los antiguos se ha dicho que eran una nación de críticos del arte.[3] Hagamos esa búsqueda imantando las voces
de algunos autores que nos enseñan a exhalar.
En
el primer libro de El Quijote
encontramos una de las más famosas respiraciones estéticas. Allí la imagen se
hace crítica, repasa sus límites y se detiene frente a sí misma, en aquel:
“donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de
nuestro ingenioso hidalgo”. Los libros salvados del fuego de la crítica son:
Los cuatro de Amadís de Gaula, por
ser el primero de su género impreso en España; el dudoso Espejo de caballerías y Tirante
el blanco, por ser “mina de pasatiempos”, La Diana, de Gil Polo, Los
diez libros de fortuna de amor, especialmente queridos por el cura, El pastor de Filida, Tesoro de varias poesías, El cancionero de López Maldonado, La Austríada, La Araucana, El Monserrato,
Las lágrimas de Angélica y, para
nuestro asombro, La Galatea, de un
tal Miguel de Cervantes.
Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes [dice el cura], y sé que es más versado en desdicha que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada…[4]
La siguiente respiración de la novela —si
nos olvidamos del discurso sobre las armas y las letras— la encontramos en la
segunda parte. En el capítulo LIX comienza una aventura crítica que termina en
el capítulo LXII. Don Quijote se encuentra con un libro apócrifo que narra la
segunda parte del Don Quijote de la
Mancha. Toma el libro, lo hojea y luego dice:
En esto poco que he visto he hallado tres cosas en este autor dignas de reprehensión. La primera es algunas palabras que he leído en el prólogo; la otra, que el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos, y la tercera, que más le confirma por ignorante, es que yerra y se desvía de la verdad en lo más principal de la historia, porque aquí dice que la mujer de Sancho Panza mi escudero se llama Mary Gutiérrez, y no se llama tal, sino Teresa Panza, y quien en esta parte principal yerra, bien se podrá temer que yerra en todas las demás de la historia.[5]
Esa
aventura acaba con el Quijote en la imprenta de Barcelona viendo cómo se tiraba
y se corregía la segunda parte de su historia, escrita en aragonés, como él
dice, y por un vecino de Tordesillas. Así la novela contiene la crítica de su
autor —en el escrutinio del cura y del barbero— y la crítica a la obra de
Avellaneda. Esto me recuerda a Lezama, cuando dice que “toda obra tiene su
propia creación y su propia crítica”; pero también me recuerda que el juicio
estético, “el que place en el mero enjuiciamiento”, debe ser creador —o
reflexionante, al decir de Kant—.[6]
La
respuesta de Cervantes es poética. La crítica se vuelve estética, se hace
discurso primero. Respira. Asimila y devuelve. Participa de la ficción y la
ensancha. Viene de la imagen y regresa a la imagen. No es comentario, o tal vez sí, pero en todo caso comentario que trabaja con la misma materia artizable del
relato. Es discurso segundo, cómplice, que se teje al discurso primero.
Urdimbre discursiva, ámbito enlazador en el que se juntan la obra y su crítica
—contenidas una dentro de la otra—.
A esta noción de crítica Michel Foucault le llamó “jeroglífico flotante”. Se trata, como él dice, de una suma de lenguajes, o de un lenguaje total en el que la crítica y la obra “se cruzan, se repiten” en una sola escritura como telaraña, “que forma con todas las demás escrituras una malla, una red”: “el total de la crítica y la literatura”.[7] No es ésta entonces una crítica sin exhalación, o apneísta, como prefiero decir, destinada a desempeñar el papel de intermediario entre la obra y su lectura, entre la imagen y el público, y que no se nombra, no se goza a sí misma y por eso no ofrece goce alguno. En cambio, Foucault nos habla de una crítica que “va a alojarse en novelas, en poemas, en reflexiones, eventualmente en filosofías”:[8]
A esta noción de crítica Michel Foucault le llamó “jeroglífico flotante”. Se trata, como él dice, de una suma de lenguajes, o de un lenguaje total en el que la crítica y la obra “se cruzan, se repiten” en una sola escritura como telaraña, “que forma con todas las demás escrituras una malla, una red”: “el total de la crítica y la literatura”.[7] No es ésta entonces una crítica sin exhalación, o apneísta, como prefiero decir, destinada a desempeñar el papel de intermediario entre la obra y su lectura, entre la imagen y el público, y que no se nombra, no se goza a sí misma y por eso no ofrece goce alguno. En cambio, Foucault nos habla de una crítica que “va a alojarse en novelas, en poemas, en reflexiones, eventualmente en filosofías”:[8]
Los verdaderos actos de la crítica hay que encontrarlos en nuestros días en poemas de Char o en fragmentos de Blanchot, en los textos de Ponge, mucho más que en tal o cual parcela de lenguaje que hubiera sido explícitamente, y por el nombre de su autor, destinada a ser acto crítico.[9]
Algo
parecido dice José Cemí, el personaje central de la novela Paradiso de Lezama, a propósito de una conversación sobre las
interpretaciones canónicas de El Quijote:
Al espíritu sentencioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda fila.(…)Pero penetrar en un escritor en el centro de su contrapunto, como hace Thibaudet con Mallarmé, en su estudio donde se va con gran precisión de la palabra al ámbito de la Orplid, eso lo desconocen beatíficamente.[10]
La
penetración en el centro del contrapunto de un artista, allí donde concurren
todas las correspondencias, todas las analogías, describe para Cemí la tarea
del crítico. Penetración poética, creadora, que vuelve sobre la materia
artizada que la crítica verifica en el origen de su propio lenguaje. Es la
entrada en el juego de la obra, en ese espacio que deja la imagen para que el
lector lo llene, lo repita, sin perder de vista las reglas del juego.[11]
.
Esa penetración requiere que en el lector se opere una transformación. La obra conduce al reconocimiento de los límites de la sensibilidad conmovida. La contemplación se vuelve crítica, en el sentido kantiano de la palabra, y el juicio de la obra se convierte también en el juicio de quien la lee. He allí el riesgo de toda crítica: la entrada en una región activa en la que el lector se ve atado a la obra, actuando en ella. “La contemplación ha dejado de ser pasiva —como dice Octavio Paz—, repetimos, en sentido inverso, los gestos del artista”. Regresamos al origen de la obra, y en ese regreso, acaso con torpeza, procuramos rehacer el camino del creador. Entonces “el placer se vuelve creación”.[14]
Esa penetración requiere que en el lector se opere una transformación. La obra conduce al reconocimiento de los límites de la sensibilidad conmovida. La contemplación se vuelve crítica, en el sentido kantiano de la palabra, y el juicio de la obra se convierte también en el juicio de quien la lee. He allí el riesgo de toda crítica: la entrada en una región activa en la que el lector se ve atado a la obra, actuando en ella. “La contemplación ha dejado de ser pasiva —como dice Octavio Paz—, repetimos, en sentido inverso, los gestos del artista”. Regresamos al origen de la obra, y en ese regreso, acaso con torpeza, procuramos rehacer el camino del creador. Entonces “el placer se vuelve creación”.[14]
Los
accidentes de la imagen se corresponden con los accidentes de la sensibilidad
fruitiva. Seguimos a la obra en su realidad interna, en su urdimbre de lenguaje, en su artificio hecho
naturaleza, y nos seguimos a nosotros en el peso de la contemplación.
Sopesamos. Nos sopesamos. Comprobamos sensiblemente una conformidad a fin sin
finalidad, una adecuación misteriosa entre nosotros y la imagen. Llegamos a la
obra y allí se nos indica la medida del hilo que nos ata. Nos fijamos a la
obra, y allí reconocemos la naturaleza de nuestro placer.
Walter
Pater ha dicho que el verdadero designio de la crítica estética es “ver el
objeto como realmente es en sí mismo”; y que “el primer paso hacia la visión de
un objeto consiste en conocer nuestra impresión: ¿qué modificación sufrió mi
naturaleza en su presencia y bajo su influencia?”[15] Esa pregunta está en la base del
conocimiento estético, de la experiencia estética que produce en el crítico una
necesidad, pulsante e impostergable, de describirla (y por eso de describirse),
de compartirla nombrándola, de hacerla evidente para sí mismo y para los demás.
Quizás sea por ello que, como dijo Oscar Wilde, “la más alta como la más baja
forma de crítica es una especie de autobiografía”:
El crítico es el que sabe trasladar de otra manera o con un nuevo material su impresión de las cosas bellas.[16]
Se
trata acaso de un saber que comporta el desarrollo o la adquisición de un
lenguaje, de una escritura que asimila el peso de la impresión y la devuelve
transformada en impresión paladeada, apalabrada. “La crítica, decía Octavio Paz,
no es tanto la traducción de una obra como la descripción de una experiencia”.[17] Y esa descripción, al convertirse en
escritura, se torna en una nueva materia, en un nuevo territorio que implica un
ethos, una conducta: el acto de decir
la experiencia estética, de nombrar el juego, de seguir la huella de la imagen
en el aliento como recuerdo del placer.
Respiramos
y ponemos la materia (artificial y orgánica) del verbo en el mundo como una
nueva naturaleza, como una sobrenaturaleza lezamiana. Esa respiración nos teje
a las obras de creación como análogos, y así llegamos al placer de la metáfora.
Aparece entonces un tercer discurso, un nuevo texto (textus), una nueva urdimbre entre nosotros y la obra. Pero allí, en
el cuerpo de ese tejido ya no estamos nosotros y ya no está la obra; o estamos,
pero transformados en el tercer discurso, el tercer punto de la costura que
aparece como sorpresa: es la metáfora como conocimiento y como forma de la
expresión, es la escritura como exhalación, como aisthisis, como tela de araña, como espacio asimilado y devuelto.
La obra y el lector se tejen a un nuevo cuerpo. Es la imagen.
Bibliografía
Charles
Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones
y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa, España, 1996.
Miguel
de Cervantes, Don Quijote de la Mancha,
Ediciones Estampa, Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998.
Michel
Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De
lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996.
Hans
Georg Gadamer, La actualidad de lo bello,
Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2005.
José
Lezama Lima, Paradiso, Ediciones
Cátedra, Madrid, 2000.
José
Lezama Lima, “Sobre poesía”, en Imagen y
posibilidad, edición, prólogo y notas de Ciro Bianchi Ross, Editorial
Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992.
Walter
Pater, “Prefacio”, en El Renacimiento,
Editora Inter-Americana, Argentina, 1975.
Octavio
Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México,
1994.
Octavio
Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura Económica, México,
1994.
Friedrich
Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos
alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos Aires, 1978.
Oscar
Wilde, “Prefacio”, en El retrato de
Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud, Barcelona,
1996.
Oscar
Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project
of University College, Cork, College Road, Cork, Ireland, 1997, (edición
electrónica).
Sebastián
Yarza, Diccionario griego-español,
Editorial Sopena, Barcelona, 1945.
[1] Sebastián Yarza, Diccionario griego-español, Editorial
Sopena, Barcelona, 1945, p.42.
Bianchi
Ross, Editorial Letras Cubanas, La Habana, Cuba, 1992, pp.132-133.
[3]
Oscar
Wilde, The Critic as Artist, Corpus of Electronic Texts: a project
of University College, Cork,
College
Road, Cork, Ireland, 1997, (edición electrónica).
[4]
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Ediciones Estampa,
Centro de Estudios Cervantinos, Madrid, 1998, p. 65.
[7]
Michel Foucault, “Lenguaje y literatura”, en De
lenguaje y literatura, Ediciones Paidós, Barcelona, 1996, p. 83.
[11] Hans Georg Gadamer escribió: “toda obra deja al que la recibe un
espacio de juego que tiene que rellenar”. Ver La
actualidad de lo bello, Ediciones Paidós, Buenos Aires, 2005, p. 74.
[12] Friedrich Schlegel, “Fragmentos”, en Los románticos alemanes, Centro editor de América Latina, Buenos
Aires, 1978, p.151.
[13] Charles Baudelaire, “Método de la crítica”, en Salones y otros escritos sobre arte, La balsa de la Medusa,
España, 1996, p. 102.
[14] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de
Cultura Económica, México, 1994, p. 173.
[15] Walter Pater, “Prefacio”, en El
Renacimiento, Editora Inter-Americana, Argentina, 1975, pp. 29-30.
[16] Oscar Wilde, “Prefacio”, en El
retrato de Dorian Gray, Traducción de Orta Manzano, Editorial Juventud,
Barcelona, 1996, p. 5.
[17] Octavio Paz, “Tamayo: de la crítica a la ofrenda”, en Los privilegios de la vista, Fondo de Cultura
Económica, México, 1994, pp.173-174.
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