martes, 19 de diciembre de 2017

Ínfimo comentario para un comentario largo sobre la estética de Dussel



Como Mignolo, Dussel tiende a pensar el problema de lo estético (aisthisis) como “estéticas”. Dice que existe una belleza hegemónica ("la totalidad de la estética vigente"), y, tapados por ella, en la exterioridad, están los distintos sentidos de belleza de cada pueblo. De allí puede surgir la ruptura descolonial hacia la configuración de un tercer sentido de belleza. Para ello hay que partir de la fealdad, en tanto sentido de lo bello impuesto a la exterioridad.

A mí me parece que no es necesario partir del problema de lo bello sino de la fuerza creadora de las personas y los pueblos, el poder humano de imaginar materialmente --y de materializar imaginariamente-- el mundo. En ese sentido, creo que un abordaje transmoderno sobre estos asuntos podría hacerse por la vía del diálogo entre Franz Hinkelammert y Juan José Bautista acerca del fetichismo. (https://www.youtube.com/watch?v=Do3FZpaXCzc). También podría hacerse desde el debate que Juan José Bautista está planteando en toda Nuestramérica, y que se centra en el problema de la producción material de la subjetividad, hacia la reconstitución del ser humano como sujeto: ser sujeto a la naturaleza como Pachamama (es decir, también como sujeto), a la comunidad y al mundo espiritual de los ancestros.

Dussel piensa la estética como campo cruzado con todos los demás campos. Para explicar esto, sugiere la imagen de unos discos entrecruzados, como un átomo sin centro.

Del Marx deconocido, Dussel toma la idea de que todos los campos son determinaciones determinantes determinadas. Esto implica, en la visión de Dussel, que todos los campos se cruzan en puntos específicos. Yo me imagino esos discos en movimiento. Me imagino que cada campo (cada disco) conforma una espiral que no retorna al punto de llegada, una espiral en la que la especificidad de los campos se borra.

Dudo que el concepto de campo ayude para pensar estos asuntos, porque implica una fragmentación de lo humano. Implica suponer que el campo estético existe por su cuenta. También supone, siguiendo a P. Bourdieu, una plausible autonomía del campo estético. Aquí Dussel continúa pensando como los alemanes. La clasificación de los puntos de encuentro entre los campos implica que lo estético, como campo, no contiene, en plenitud y estructuralmente a los otros, sino sólo en puntos específicos aislados. El concepto de campo nos devuelve a las jerarquías modernas, por el tipo de clasificación que ese concepto exige generar. Ver a Dussel desplegando esa clasificación me hace recordar que, al tratar el asunto de lo estético, nuestro Ludovico Silva tampoco pudo salir del marco heleno-eurocentrista-alemán.

Como Juan José Bautista Segales, pero con menos énfasis, o acaso con menos profundidad, Dussel roza la relación entre estética y materialismo, comprendida la materia como "contenidos", es decir, como subjetividad-ilusiones-emociones-fantasías-creencias-relatos-narrativas, y al revés, o en sentido inverso: las creencias, las narrativas y las emociones son materiales. Materia significa aquí carnalidad, carnalidad viviente, materia viva (Inés Pérez Wilke y yo venimos hablado de "materia afectable"). Lo que hace posible la vida-vivible-viendo-vivida.

Para mí, el núcleo de la exposición de Dussel está en la siguiente definición de estética: “posición inteligente, actitud permanente, posición emotiva-inteligente ante la realidad como disponible para la vida, que llamamos belleza. La belleza es lo disponible para poder lograr la vida humana. Como cuando vemos la salida del sol y la llegada de un día más de vida". Esta definición hace algo importante: traslada la discusión sobre estética fuera de la hegemonía de la sensibilidad, e incluso más allá de la cuestión sobre el arte (cosa esta última que, por cierto, Dussel no hace). Sin embargo, Dussel insiste en la diferencia entre aisthesis y poiesis, entre estética y arte, y entre tecnología y arte. La misma diferencia que establecen los románticos más platónicos.

Sospecho que al maestro de la descolonizción epistemológica la estética le tiende una trampa colonial. La estructura que plantea --no sus principios-- me regresa un poco a los sucursaleros de la Escuela de Artes de la UCV, es decir, al subdesarrollo de Kant, Schlegel, Novalis y Hegel.

Es un signo importante el hecho de que, al tratar lo estético, nuestros pensadores más radicales regresan inevitablemente a la fuente colonial sobre la que erigen argumentos de crítica y de trascendencia. Sin duda, se trata de un signo del poder del discurso estético de la modernidad, solo comprensible desde una geopolítica colonial del conocimiento.

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Aquí algunos de nuestros aportes sobre el tema:

Mediaciones (poiéticas y transhumanas) de las intersubjetividades comunitarias

Descolonizar las artes es “desfetichizarlas”



lunes, 20 de noviembre de 2017

Conuco y amamantamiento: dos legislaciones en riesgo

La historia de la Ley de Semillas es larga, está documentada en el libro: “Semillas del pueblo” que se consigue gratis en internet. Fue una ley construida realmente desde las bases, desde lo que en Venezuela, a partir de la constitución del 99, conocemos como Poder Constituyente Originario.

La Ley se hizo en un proceso de legislación popular constituyente sin ninguna institución que lo administrara. Su músculo fue el Movimiento Semillas del Pueblo, que agrupó diversos sectores populares venezolanos. Allí convergieron algunas instituciones estatales aliadas, lo cual facilitó la movilización y la logística de los encuentros.

En total fueron 5 encuentros en distintos estados del país. En ellos se redactó la Ley desde el consenso y los principios de la democracia participativa y protagónica.

Pero su aprobación no fue fácil. Los intereses del capital insertos en el gobierno nacional, más la perviviencia del agronegocio como “estatus” en amplios sectores de la sociedad, atentaron contra la aprobación de la Ley.

¿Por qué? Porque la “diferencia” (es decir, las especificidades culturales-identitarias de cada pueblo) que el Estado asumiría con esta Ley es la del conuco afro-indocampesino venezolano. Aunque es practicado en todo el país de forma importante, los actores del conuco han sido convertidos en una  “minoría” --en los términos de las identidades globalizadas--.

El Movimiento Semillas del Pueblo ha demostrado que un altísimo porcentaje de la alimentación familiar en Venezuela proviene del conuco. Sin embargo, la agroindustria y el agronegocio han convertido en “estatus” la idea de que el conuco es una práctica antigua, ya en desuso, de museo, o a lo sumo de uso marginal. El sentido común hegemónico nos impone la idea de que la agroindustria es la única garantía de alimentación del pueblo. Y, desde luego, una parte de la izquierda en el poder apoya esa idea.

Con todo, la Ley fue aprobada gracias a presiones de algunos actores políticos del alto y medio gobierno comprometidos con el conuco. También se aprobó porque el chavismo había perdido la Asamblea Nacional, y hubo cierta flexibilización de la burocracia y del poder legislativo.

Pero una vez aprobada, la Ley se ha convertido en un documento hermoso, innovador, aunque invisible e invisibilizado. Sólo para poner un ejemplo de tal invisibilización, los mecanismos de detección de transgénicos no se han concretado en políticas públicas; tampoco se ha avanzado en los mecanismos masivos de soberanía sobre la semilla, ni en estimular las estrategias administrativas para que las organizaciones sociales y el poder popular legitimen el valor de las semillas.

Factores importantes, responsables de la administración del Estado, no terminan de darle un sentido de aplicabilidad a la Ley. Lo que se ha logrado es una precaria promoción de algunos pocos proyectos localizados.

La cultura rentista sobre la que se funda el Estado venezolano sigue actuando como estatus, determinando la acción del Estado sobre esa legislación. Y aunque aquí el derecho positivo (moderno/colonial) no afecta la administración de la “diferencia” (en lo que refiere al contenido y forma de la Ley), sí actúa invisibilizándola y oponiendo resistencia para su concreción en políticas que trasciendan la lógica moderna del derecho.

Algo similar ocurre con el permiso de lactancia materna.

Antes de 2010, el gobierno bolivariano había aprobado dos documentos legales sobre el asunto: una resolución entre dos ministerios, el de Salud y el de Trabajo (la resolución 271) y la Ley de Protección y Promoción de la Lactancia Materna (LPPLM).

La resolución fue un intento bastante limitado por incorporar el derecho de amamantar en la legislación venezolana, lo cual se logró luego con la LPPLM. Esta Ley plantea claramente que el tiempo de lactancia es de 2 años, desde el nacimiento de la cría humana. Pero no dice nada acerca del tiempo de permiso de lactancia. En cambio, la resolución 271 es clara: según este documento, el permiso dura 1 año. Así, en las prácticas de las oficinas de talento humano en todo el país sigue prevaleciendo ese año de permiso, contradiciendo lo que la Ley plantea, e, incluso, deroga.

Luego vino el proceso de la nueva Ley Orgánica del Trabajo, las Trabajadoras y Trabajadores (LOTTT), que es ligeramente ambigua al respecto. Esta Ley establece 6 meses de permiso completo. Luego de este tiempo, y durante un período no establecido en el documento, las madres trabajadoras (de la llamada economía formal) tienen derecho de dedicar tres horas diarias al “trabajo” de amamantar. Pero, insisto, no dice nada acerca del tiempo.

Lo que sí dice es que cualquier elemento no establecido en la LOTTT será esclarecido por Leyes Especiales. Y la Ley de Protección y Promoción de la Lactancia Materna es, de hecho, esa ley especial.

Entonces, al parecer, después de la LOTTT no habría contradicción: una vez cumplido los primeros 6 mese de vida, la cría humana y su madre tienen derecho a disfrutar un permiso de lactancia de tres horas diarias (siempre que no haya Centro de Educación Inicial en su lugar de trabajo) durante los primeros 2 años de vida de la cría, tal como lo establece la LPPLM.

Sin embargo, debido a la falta de especificidad de la LOTTT y de la LPPLM, sigue prevaleciendo la resolución interministerial 271. Podría haber varias razones para entender esto. A mí me parece que, como en el caso de la Ley de Semillas, el derecho positivo y la lógica de la modernidad/colonialidad se impone sobre la racionalidad de las Leyes que nacen al calor del poder popular. Desde una lógica no moderna, es decir, desde las prácticas reales de la maternidad en Venezuela, no tendría sentido especificar lo que se enuncia en la LPPLM o en la LOTTT. Pero como lo que prevalece es el derecho positivo, tal falta de especificidad es imperdonable para el poder colonial. Como consecuencia, la resolución interministerial 271 se impone sobre la LPPLM y la LOTTT.

En consecuencia, el Estado termina administrando las prácticas de amamantamiento desde el biopoder de la clínica hegemónica, y transforma a las mujeres venezolanas que amamantan en una minoría multicultural, controlando las diferencias culturales de esa práctica ancestral, popular y configuradora de sentidos comunes sociales y comunitarios.

En ambos casos asistimos a una tensión entre las fuerzas revolucionarias del poder popular y las fuerzas coloniales del Estado-Nación cristiano-patriarcal y del capital. Esta tensión devela una lucha activa, viva del poder popular originario contra las fuerzas que históricamente han sustraído, extraído, robado y disminuido el valor de la vida de nuestra gente y de nuestra tierra. Ambas leyes atentan contra lo más profundo del poder colonial (el externo y el interno): nos sitúan, como pueblo, del lado del ser; nos dan existencia, permite autorreconocernos en nuestros valores históricos y vivos. Nos separan del acto eurocéntrico de terner que pedir permiso para vivir. Arriman hacia la soberanía de las diferencias y las distinciones de nuestros pueblos, y hacia un posible Estado-Comunal.

Y dicen que aquí no hay racismo

En Venezuela se cree que no somos un pueblo racista, que aquí no tenemos ese problema. En general, nos consideramos muy tolerantes. Estamos muy marcados por la narrativa de la nación criolla. El discurso del mestizaje, en auge entre los años 30 al 60, reforzado luego con el multiculturalismo neoliberal, es aún muy fuerte entre nosotros.

Sin embargo, con ojo, oído y estómago descolonial nos damos cuenta de lo contrario. En los chistes que día a día circulan en nuestra oralidad, el racismo y el sexismo nos determinan. Decimos “negro de mierda”, para insultar a un hermano, e incluso para bromear con él. En la escuela, se le sigue llamando “color carne” al beige u ocre claro. En las ciudades, nuestros principales productos “alimenticios” son todos blancos o blanquedos. Azúcar, harina de maíz blanco, de trigo y leche. La blancura y “finura” de estos productos es comercializada como garantía de higiene, estatus, ascenso social y progreso (incluso como supuesta garantía de liberación de las mujeres).

El ideal sexual criollo es la de una piel morena-blanqueada, cabello liso, senos grandes y brazos débiles, en el caso de las mujeres; y musculoso, alto y sin bello, moreno-blanqueado en el caso de los hombres. Pero, para ambos, los rasgos distintivos del rostro son los de un hombre o mujer caucásica-nor europea. Esto es patente desde la estatuaria pública del siglo XX hasta los programas y comerciales de televisión, pasando por toda clase de representaciones mediatizadas.

Todo esto es así, y más, pero suele pasar como cosa tan natural, tan normalizada, que no se ve su origen de desigualdad construida, de jerarquía que aplasta las particularidades y las diferencias de las personas y las comunidades.

Sin embargo, la burbuja mestiza revienta de vez en cuando. Como acaba de ocurrir en las “guarimbas” (2017), durante la más reciente fase violenta del golpe lento a la revolución bolivariana. Allí las jerarquías moderno/coloniales de raza no pudieron esconderse. Como en otras oportunidades, las movilizaciones anti-revolución tuvieron un color: el blanco. Y no me refiero a que la gente se vistiera de blanco, como de hecho lo hicieron y lo hacen, sino que, además, asumieron el blanqueamiento como identidad. Lo mismo si era una mujer descendiente de inmigrantes italianos o un joven descendiente de afro-venezolanos. Ambos, en esos espacios, asumieron y asumen un discurso de “profilaxis” racial autoimpuesta. Ambos, desde una profunda vergüenza étnica, reclaman la pérdida de los privilegios sociales que, según creen, ese blanqueamiento les otorga. Por eso se auto-representan como el grupo político y social de la gente decente, en contraposición al lxs chavistas, que son representados como “tierrúos”, incivilizados, biológicamente incapaces, flojos y ladrones.[1]

Esto llevó al extremo de que varias personas fueron ascesinadas por atribuirles esa no-blancura, o porque mostraron esa no-blancura atribuida en contextos dominados por grupos políticos y sociales de mayoría opositora. Una mujer que caminaba en la misma dirección de una marcha chavista fue asesinada con un objeto contundente arrojado desde lo alto de un edificio. Un joven fue quemado vivo por negro. En ambos casos el origen de la agresión es el racismo estructural de nuestra sociedad.

En la Venezuela supuestamente no racista, esa que asume el discurso hipócrita de Unicef, veo un claro puente, una clara secuencia social entre el “color carne” que enseñan en la escuela y la consigna de “muerte a lxs chavistas”. En nuestra Venezuela tolerante y de gente decente, la narrativa del mestizaje sirve para controlar nuestros patrones de consumo de alimentos, y así generar dependencia cultural de una “profilaxis tacto-gastro-palatal”, como sucede con productos como pan, leche, azúcar y “Harina-Pan”. Sobre el ocultamiento de nuestro racismo se erigen todas nuestras jerarquías sociales, políticas, éticas, pedagógicas y estéticas. Esas jerarquías son vías y vehículos de nuestras desigualdades, las que se nos importan y las autoimpuestas.

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[1] Es interesante lo que al respecto propone Reinaldo Iturriza, la idea de que tal representación racista del chavismo la imponen, al mismo tiempo, la derecha y poderosos sectores del chavismo oficial.