lunes, 1 de noviembre de 2010

La indiferencia hiperbólica de Juan Carlos Rodríguez



Juan Carlos Rodríguez no es un artista que de pronto decidió dedicarse a la política (la del PSUV o la de los poderes regionales), simplemente Juan Carlos nunca fue realmente un artista. Ha sido, eso sí, un pensador y un actor político que ha utilizado ciertas estrategias del arte actual para interpelar el poder. Sus trabajos son discursos antropológicos o filosóficos que aparentan ser obras de arte. No son discursos estéticos o esteticistas que aparentan ser políticos. Esto último es lo que hacen casi todos los artistas contemporáneos: desde Joseph Beuys, hasta Banksy, pasando por Roberto Jacoby. En cambio, Juan Carlos radicaliza la banalidad del arte actual: juega (seriamente) a ser un artista exilado del arte, como juega a ser candidato a diputado en las elecciones internas del PSUV.

Pero entre un partido político y el llamado "arte contemporáneo" no hay mucha distancia: ambos son máquinas que, intentando controlar capital simbólico, terminan administrando una misma indiferencia: la del sujeto político frente a la partidocracia y el burocratismo, y la indiferencia de esos objetos sin ilusión, sin elipsis, sin seducción que por nostalgia seguimos llamando obras de arte.

Juan Carlos se debate juguetonamente entre esas dos indiferencias: estetiza las estrategias del poder y crea la ilusión de un arte político, a la vez que banaliza el poder político y deja el arte fuera de la estética, flotando en su propio vacío. Así le añade una dimensión más a la indiferencia: la dimensión de la pureza y la de la objetividad. Esto lo logra haciendo más visibles las estrategias del juego político (como hizo en Módulo Cerro Grande), editándolas y organizándolas museográficamente hasta que las deja en el puro hueso del discurso, en la pura objetividad de sus contenidos. Pero también lo logra poniendo los objetos artísticos en un estado que pudiéramos llamar de “falsa crítica”: un estado en que los lugares comunes del campo del arte se reúnen para dar cuenta de su propia objetividad. Ello implica que los objetos quedan aislados, sacralizados en su propia indiferencia, arrojados hacia una dimensión de pureza en la que ninguno de nosotros jamás podrá entrar.

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