*
¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí, entrar en un recinto donde él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “le parecía que iba a escuchar un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino, como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia, diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”.
Pareciera como si el narrador anunciara que leer es algo así como acercarse a un secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad, seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: su marcha ascendente, oscilante, hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. Y, como recuerda el narrador, el motor y el vehículo de esa marcha es, desde luego, la escritura misma. Pero no la escritura que busca “significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra ganada por el señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca.
Bellísimo el fragmento de Lezama, y bellísimo el comentario del que sabe ver los peces en "la canasta estelar de la eternidad".
ResponderEliminar