domingo, 19 de diciembre de 2010

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (II)

"La retirada de su abuela y de su madre había sido para Cemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pronto, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba a decir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos. Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba a escuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando, no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía la misma sensación que cuando, sentado en el muro del Malecón, veía a los pescadores extraer a sus peces, cómo se retorcían, mientras la muerte los acogía fuera de su cámara natural. Pero en la carta esos retorcidos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su silla y ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía no oír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces."

*

¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí, entrar en un recinto donde él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “le parecía que iba a escuchar un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino, como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia, diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”.

Pareciera como si el narrador anunciara que leer es algo así como acercarse a un secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad, seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: su marcha ascendente, oscilante, hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. Y, como recuerda el narrador, el motor y el vehículo de esa marcha es, desde luego, la escritura misma. Pero no la escritura que busca “significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra ganada por el señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca.

1 comentario:

  1. Bellísimo el fragmento de Lezama, y bellísimo el comentario del que sabe ver los peces en "la canasta estelar de la eternidad".

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