jueves, 18 de agosto de 2011

En Caracas la imagen es un arma

La virgen de La Piedrita. Parroquia 23 de enero, Caracas.


No todo producto de la cultura visual es una imagen. El logotipo de un banco o de un centro comercial, las vallas publicitarias, las propagandas de televisión podrán ser más o menos buenas piezas de diseño comunicacional, pero casi nunca logran dar con una imagen. A esas piezas las vemos con indiferencia porque sabemos que son prescindibles, es decir: en verdad no las vemos. Aparecen ante nosotros y las percibimos como signos que se agotan en un solo significado. No nos asustan ni nos apasionan. Están destinadas a ser mecanismos disciplinantes. Nos convierten en consumidores disciplinados. Son armas del principio imperial y racionalista de la cultura (para usar esas categorías de José Manuel Briceño Guerrero). Buscan reducir el sujeto a una única respuesta frente a un estímulo que siempre es el mismo. Pero son signos-mercancía sin trascendencia y sin pulsión fantástica, es decir, signos sin enigma, sin magia, sin abismos: formas visuales que ignoran el poder de la imagen.

¿Y qué es la imagen? Un escritor cubano decía que la imagen es la realidad del mundo invisible, el ámbito de lo desconocido, allí donde la experiencia de la realidad se desdobla frente a otra realidad posible. Amalivaca, María Lionza, el San Juan de Todasana, Miranda en La Carraca, ciertos espacios de la Ciudad Universitaria de Caracas son imágenes porque nos sitúan en el abismo del ser, en un territorio fronterizo entre lo invisible y lo visible, un espacio que nos trasciende y que por eso también nos ancla a la naturaleza humana: naturaleza incompleta y anhelante, limitada y por eso esperanzada, dispuesta a intentar siempre lo más difícil.

En Caracas la imagen es un arma con la que se intenta lo más difícil. Los colectivos populares de gráfica urbana la utilizan para expandir nuestra percepción de lo real, para marcar dentro de la ciudad la silueta de otra ciudad, a la vez fantástica y posible. Su poder es efímero y parcial. No aspira a quedarse para siempre, no quiere ser una efigie inmortal. No borra: yuxtapone. No niega lo diferente: lo transforma. Su violencia es sutil y declarada, no brutal y maquillada como los cascos azules de la ONU. Es un enunciado chiquito que no busca el control de las masas, ni tampoco pretende tomar el poder por la fuerza, sino que busca la diseminación del poder en el pueblo. Su proyecto es contaminar el estado acrítico de inercia social, ese que nos hace ver en cada signo de la publicidad comercial y estatal un elemento más del paisaje.

¿Quiénes diseñaron ese paisaje a la vez psíquico y visual? La respuesta es simple: lo diseñaron las empresas privadas y el Estado moderno. La ciudad se convirtió en un gran medio de masas, en una gran empresa de publicidad trasnacional, y así terminó siendo una inmensa pantalla de televisión, o una gigantesca valla publicitaria de varios kilómetros cuadrados. El medio (la televisión, el periódico, internet) se convirtió en la realidad. Y Caracas, como cualquier ciudad de su tiempo, se convirtió en un escenario mediático. Por eso ya no sabemos cuándo empieza y cuando termina lo real. Nos quedamos sin frontera, sin límite, sin posibilidad de estar ante el abismo de lo que nos supera, ante lo desconocido. Todo queda a la vista y por eso ya no vemos nada.

O casi nada, porque en Caracas algunos colectivos dedicados a la gráfica urbana han construido espacios visibles, ámbitos para el culto de una mirada que no se agote en el consumo de un mensaje, sino que se expanda hacia el caos fértil de lo que nos supera. Entre esos colectivos la imagen no es dominada por el imperio de la comunicación y de la propaganda. No es visualidad contenida por un proyecto único (comercial o estatal) sino que es un “artefacto cultural” heterogéneo y heterodoxo, cambiante e inestable, y que nunca llegará a ser parte de ningún cuerpo hegemónico.

El mural de la virgen con el niño sobre sus piernas y un fusil en la mano, y que dice “Dios y la virgen defienden la revolución” es un artefacto cultural ―y no sólo un signo comunicacional― porque no se agota en su mensaje, en su función sígnica, y más bien evoca al mismo tiempo dos imaginarios cargados de afectividad popular: el imaginario mariano, que durante el barroco americano fue al mismo tiempo instrumento de evangelización y de independencia criolla; y el imaginario guerrillero, que representa la lucha armada de las revoluciones populares del siglo XX.

Esos dos imaginarios no pueden ser totalmente contenidos en un solo signo porque sus significados trascienden nuestra realidad empírica e inmediata, y así nos conducen hacia el misterio de lo humano y de “las fuerzas creadoras del pueblo”; pero también nos muestran el misterio de lo no humano, el misterio de lo absoluto en la Virgen madre de Dios. Todo el poder simbólico (y no sígnico) de La virgen de La Piedrita (que es como se llama el mural) está en sus sutilezas para apuntar hacia lo que desconocemos, hacia lo invisible, pero también para apuntar hacia lo que conocemos: hacia la pulsión utópica, humana y humanista que nos conduce a trabajar colectivamente por el poder popular.

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Texto publicado en el primer número de la revista Plomo, del Ejército Comunicacional de Liberación, en marzo de 2011

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