domingo, 24 de abril de 2011

David Palacios, curador internacional


Cuando Agustín Palma del Mar, eminente crítico de arte, recibió una invitación para asistir a la inauguración de la más reciente muestra de David Palacios, escribió de inmediato en su columna semanal: “por fin en este país de profunda pobreza cultural ocurre algo grande, novedoso, por fin empezamos a participar de la cultura”. Escribió esas líneas dominado por la emoción; evidentemente no las pensó demasiado. Fueron recibidas con alegría por algunos de sus lectores. Otros, más sensatos, vieron con sospecha que un crítico como Palma del Mar, siempre tan cabal, opinara sobre un evento que todavía no había ocurrido.

La invitación decía que, gracias a las exitosas negociaciones de David Palacios, el Guggenheim inauguraría en marzo una sede provisional en Caracas. Decía también que la primera exposición se llamaría El imperio azteca, y que se instalaría en un lugar poco convencional. Esto último le causó a Palma cierta inquietud. Le parecía un error, por demás perdonable. Tenía que ser un error: ninguna exposición podría "montarse" en el bulevar de Sabana Grande, mucho menos una organizada por el occidentalísimo Guggenheim. Pensando así, y obviando ese detalle sin sentido, escribió con entusiasmo su columna semanal.

Pero cuál sería el tamaño de su asombro cuando el 19 de marzo, en medio de un clima político inestablemente tropical, el Guggenheim se instaló en el bulevar de Sabana Grande, que en ese entonces todavía tenía la apariencia de un bazar egipcio. Evidentemente David Palacios había logrado lo imposible. El museo, por algún motivo incomprensible, se disponía a expandir sus políticas expositivas. David Palacios convenció a los curadores de que el mejor espacio para la exposición tendría que ser, sin duda, la calle. Y no cualquier lugar de la calle, sino uno en el que se pudiesen hacer visibles los temas de la muestra. Agustín Palma, con un asombro que no le cabía en el cuerpo, se preguntaba “¿cómo hizo David Palacios, un simple diseñador gráfico y artista provisional, para conseguir semejante apoyo del G.?”.

Los detalles de la hazaña resultan asombrosos. Son casi el resultado del azar. Según me contó Julio Adelaide, íntimo amigo del artista, David Palacios le envió un correo a los curadores de El imperio azteca proponiéndoles una intrincada e improvisada teoría latinoamericana sobre el futuro de los museos y sobre su eventual desaparición. Para matar el aburrimiento de una tarde dominguera, escribió una tesis inverosímil demostrando que el mundo de la llamada periferia sería el único lugar posible para la salvación de los museos europeos. Claro, eso no ocurriría sin que esas instituciones transformaran sus modelos de representación.

Cinco días después, y cuando ya Palacios estaba a punto de olvidar aquel gesto dominguero, el Guggenheim respondió. Lo invitaron a una reunión en la sede del museo en Nueva York. Julio Adelaide fue su traductor. Ambos presentaron un amplio y argumentado proyecto, visiblemente descabellado, sobre nuevas posibilidades para que el Guggenheim se proyectase en América Latina. La propuesta fue oída con respeto pero dejó a los gringos con algunas dudas. No entendían, sobre todo, las condiciones arquitectónicas de aquel proyecto. No veían con buenos ojos el hecho de erigir una sede internacional del Guggenheim sin la construcción de una infraestructura monumental.

“Si el museo quiere en verdad sobrevivir, si quiere resistir el imperio de los medios de masas, debe ceder hasta en su estructura arquitectónica, tiene que experimentar nuevas puertas de entrada al futuro”, decía David Palacios. Y el Guggenheim, para engordar el asombro de los Palma del Mar, aceptó la propuesta. Programó una doble inauguración internacional de la muestra El imperio azteca, una en Bilbao y otra en un puesto de artesanía wayúu en Caracas. Duplicó buena parte del material escenográfico de la exposición (textos de sala, trípticos informativos). Imprimió nuevos catálogos, reajustó su presupuesto y distribuyó entre las dos sedes la colección de objetos.

Las piezas más arcaicas fueron mostradas en Caracas, en el bulevar de Sabana Grande. Las más recientes en el tiempo se exhibieron a Bilbao. David Palacios se encargó de la curaduría. Sostuvo largas conversaciones con los dueños de los puestos artesanales, les dio libertad para que ellos distribuyeran las piezas aztecas sobre sus mesas de vendedores ambulantes. Entre los objetos destacaban algunas figurillas de arcilla que representaban la vida palaciega y cotidiana del antiguo imperio: cerámicas policromadas de los pueblos dominados por los aztecas, imágenes antropomórficas de algunas deidades menores, símbolos religiosos propios de la arquitectura prehispánica y piezas que recreaban los cultos solares mesoamericanos.

El quiosco de los artesanos fue cubierto con cierta parafernalia museística. Se instalaron varios carteles con el nombre de la exposición y con algunos textos de sala. También se instaló un inmenso dispositivo impreso, casi del tamaño del quiosco, en el que se estampó el nombre del museo, no sin alguna exageración en la tipografía. Era un dispositivo estrambótico que, según Palacios, cubría la falta de monumentalismo arquitectónico de la nueva sede provisional del Guggenheim.

El día de la inauguración fueron convocadas prestigiosas antropólogas que hicieron el discurso de orden. Estaban presentes algunas de las más destacadas personalidades del arte contemporáneo, incluyendo al famoso Agustín Palma del Mar. Pero destacaba la ausencia del personal de sala, de vigilantes o de cuidadores de aquellos objetos arcaicos. Para ser una exposición tan costosa parecía extraño que no se contara con un fuerte "cordón de seguridad". A pesar de esto la muestra se inauguró, y fue, si no un éxito institucional, sí un suceso único en la historia contemporánea de los museos.

Los artesanos wayúu, los dueños de la sede del Guggenheim en Caracas, sentían una inmensa alegría por aquel evento. A su vez, los invitados de honor empezaron a sentir interés por las piezas artesanales. Notaban que aquellos objetos wayúu adquirían cierto valor simbólico y económico sólo por ser exhibidos al lado de las piezas aztecas. Comenzaron a percibir, ya como cegados por el entusiasmo, ciertas relaciones entre un arte y otro. Elaboraron todo tipo de especulaciones inverosímiles sobre las posibles conexiones culturales entre los wayúu y los aztecas, sobre las influencias de un pueblo sobre el otro. Se organizaron pequeñas tertulias, se discutió mucho sobre el evidente valor de la artesanía de los pueblos del Caribe, siempre tan llevados a menos en las grandes exposiciones internacionales. Y mientras a tales alturas llegaban los argumentos, la gente empezó a comprar algunos collares artesanales, zarcillos y pulseras de la tienda wayúu.

Palma del Mar hizo notar, casi sin saber lo que decía, que seguro después de la muestra algún coleccionista privado, algún adinerado amontonador de arte daría un buen precio por la mercancía de aquel quiosco. Vale la pena resaltar que el respetado crítico no hizo ese comentario con mala intención, simplemente pensó en voz alta, pero los efectos de sus palabras fueron extravagantes y tristes. Agustín no había terminado de cerrar la boca cuando los invitados de honor se arrojaron en picada (literalmente) sobre el quiosco, guardándose en los bolsillos primero algunas piezas enteras y luego fragmentos de piezas rotas en el caos del tumulto.

Eventuales y salvajes transeúntes se sumaron a la muchedumbre entusiasmada. Fue necesaria la intervención de la policía y de algunos “efectivos” de la Guardia Nacional. Cuando volvió la calma era evidente que los artesanos wayúu y los invitados de honor habían desaparecido. David Palacios bromeaba en una esquina con Julio Adelaide. Mientras tanto, Agustín Palma del Mar conversaba con la policía y ofrecía una concisa y veraz reseña crítica de los hechos. La parafernalia del Guggenheim yacía pisoteada y maltrecha, como una alegoría crimpiana de las ruinas del museo.

“¡Admirable por abominable!”, escribió Agustín Palma en su columna semanal. Y subrayó: “lo único que nunca podremos entender es por qué teniendo Caracas tantos museos venerables, la extensión del Guggenheim, una oportunidad única para el desarrollo de la cultura venezolana, terminó en un espacio marginal y convertida en un desperdicio más de esta ciudad de perros”.

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