domingo, 3 de abril de 2011

Patafísica del museo II (nota sobre dos comentarios del artículo anterior)

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Celebro el hecho de que hayan confluido aquí el anonimato y la expresión “este ex-país”. Es como si a la idea de un no-país tuviese que corresponderle un “nadie”, un no-sujeto, uno que perdió su país y su nombre.

Del comentario de ese sujeto sin rostro y sin territorio me interesan dos cosas que confirman mi argumento sobre el museo: la creencia de que en verdad alguna vez tuvimos museos serios, y la idea de que en el mundo los museos son comparables con los espectáculos de la farándula internacional (me gusta la idea de comparar el Louvre con Shakira).

Sobre lo primero, Anónimo comete el error de citar al Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, institución que conozco bien. ¿Sabrá Anónimo que, acaso en su mejor momento, el MAC fue el uno de los museos venezolanos que menos curadurías e investigaciones produjo? El MAC era una sucursal (decadente) de varios consorcios transnacionales dedicados al negocio del arte. La venerable Sofía era muy buena trayéndonos “paquetes curados” y traducidos, algunos de ellos sin duda impecables.

Pero un museo sin investigación es un cementerio (y los cementerios son tan populares como Shakira). El MAC de ayer y el de hoy son el mismo.

Sobre la segunda parte del comentario de Anónimo, insisto: el estado de nuestros museos no es distinto del estado de los museos europeos, e incluso de la cultura europea misma. Los nuestros son sólo la evidencia negativa de una circunstancia internacional que la opinión pública valora positivamente.

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El relato que llamamos cultura occidental terminó de cobrar forma cuando aparecieron los museos, que son representaciones ejemplares de ese relato. Los museos son el meta-relato de la sociedad y de la cultura burguesa. Fueron el laboratorio de la cultura entendida como representación y como puesta en escena de los valores ilustrados, liberales y eclesiásticos católicos (imperiales). Por eso para Europa, incluyendo la Europa en América, los museos siguen siendo importantes, porque son los tótem de la razón segunda, y porque en ellos se sintetiza una concepción del mundo como máquina y artificio.

No hay que olvidar que los museos son los hijos predilectos del siglo XVIII. Son la versión eufemística de esos otros dos productos occidentales: la cárcel pública y el manicomio. Pero son también artefactos críticos, son signos que enuncian su propia naturaleza: la naturaleza de la realidad convertida en signo, la realidad como técnica. Y si acaso son nuestras catedrales, como dicen los del premio Mies Van der Rohe, es porque resguardan, como un relicario, nuestra idea de la naturaleza como cultura. Aunque son catedrales sin sentido de lo absoluto, de lo sagrado, o que evidencian una noción laica de lo absoluto, que ya no se funda en Dios sino en estructuras discursivas surgidas de la soledad humana (la soledad de Descartes y la de Hitler). El comentario de Anónimo da cuenta de esa religión del discurso, la religión post saussureana del signo como verdad.

Pero yo no quiero ofender a ningún religioso, y menos a uno que practica la religión de la realidad virtual. Sólo estoy intentando especular con la materia de esa religión; sólo estoy intentando hacer, a mi manera, a la manera de hoy, teología.

Esta religión inmanentista de lo hiperreal me permite aludir a la segunda parte del comentario de la profesora Carmen Alicia; comentario que —¿sin querer?— confirma mi hiperbólica proposición inicial: “el arte contemporáneo no enuncia ninguna verdad”. O, mejor: “el arte que enuncie una verdad no es arte contemporáneo”. Y que se complementa con esta otra proposición: “el arte contemporáneo sólo se enuncia a sí mismo, a la estructura de producción simbólica que lo sostiene”.

No puedo creer que la profesora Carmen Alicia, después de haber visto el performance que cita, y que no es más revelador que un paseíto por Youtube, no haya reparado en la estrategia discursiva que enmarca el performance. Me refiero a un sistema de representación tan eficaz (política y económicamente) como el de cualquier transnacional, pero que usa la retórica de la trasgresión institucional con el fin de hacer visible o de denunciar la naturaleza de las prácticas sociales en la hiperrealidad.

Ese performance es un ejemplo de arte contemporáneo, porque, sobre todo, pone en evidencia la naturaleza del arte contemporáneo: su autorreferencialidad sin misterio. Pero también es un ejemplo de cómo los artefactos que no llamamos “artísticos” son casi siempre más poderosos que los que valoramos como “arte”. ¿Se paseó usted, profesora Carmen Alicia, por Chatroulette, el artefacto en el que 0100101110101101 hizo el aludido performance?

Artefactos como Chatroulette cumplen la función que el barroco le exigía al arte: la función de poner un vacío en la realidad, un vacío que nos conduzca a la conciencia y al goce de la muerte y de lo irreal. Esos artefactos tienen algo, evocan algo que me hace pensar en el monstruo, o en lo monstruoso, en lo venido de lo irreal. Son como dioses menores y terribles que la humanidad ha tenido que ver surgir, y que nos regresan a la zona menos inteligible de nuestra soledad.

Del performance, me quedo con Chatroulette, que nos anuncia una verdad de las viejas, de las de siempre…

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