domingo, 19 de diciembre de 2010

"Yo no viajo, por eso resucito..."

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (I)

"Cuando su visión le entregaba una palabra en cualquier relación que pudiera tener con la realidad, esa palabra le parecía que pasaba a sus manos, y aunque la palabra le permaneciese invisible, liberada de la visión de donde había partido, iba adquiriendo una rueda donde giraba incesantemente la modulación invisible y la modelación palpable, luego entre una modelación intangible y una modulación casi invisible, pues parecía que llegaba a tocar sus formas, cerrando un poco los ojos."

*

Cuando pienso en la corporeidad palpable del verbo lezamiano tengo en mente ese fragmento de Paradiso. José Cemí acaba de dejar la concurrencia amigotera de sus años universitarios. Ha entrado ya en la poesía (que para Lezama es un estado del ánimo, un ritmo del alma) y en el ejercicio del eros relacionable. Está a punto de encontrarse “con quien interesa que se encuentre”, con Licario. Todavía le espera la muerte de su Abuela (en mayúscula, como la escribe Lezama), y la última visión de Fronesis —a lo lejos y riendo— y de Foción —liberado de su delirio que no engendra—. Pero lo que me asombra de ese fragmento de la novela es que, si ladeamos un poco la cabeza y forzamos un tilín su sentido original, podríamos leerlo como una alegoría de la escritura lezamiana. Aquella palabra que pasa a las manos de Cemí, que se hace cuerpo palpable entre lo invisible y lo visible, ese tocar las formas de la palabra entrecerrando los ojos, me parece que habla no sólo de Cemí sino de la escritura de la novela.

En Paradiso el sentido —el de las palabras, el de la narración— es, más que un orden determinado por un sistema de referencias condicionado, una luminosidad y por eso también una forma de lo corpóreo, de lo matérico. Se trata de una claritas que cuando leemos la novela nos hace entrecerrar los ojos. Ese gesto se repite, creo, en los ensayos y en la poesía de Lezama. Entrecerrando los ojos es como palpamos la lejanía de su verbo, que se nos acerca como una materia imposible pero acariciable en esa misma lejanía. De allí la fuerza de su erótica. La palabra lezamiana siempre se nos está escapando “en el instante en el que ya habíamos alcanzado su definición mejor”. O como dice Eloísa Lezama Lima, la hermana de José, “cuando el lector cree que le va a dar el jaque mate sale el alfil y le hace una mueca”.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (II)

"La retirada de su abuela y de su madre había sido para Cemí, al comenzar la lectura de la carta, como si él, de pronto, hubiese ascendido a un recinto donde lo que se iba a decir tuviese que coger fatalmente el camino de sus oídos. Al acercar su silla a la de Demetrio, le parecía que iba a escuchar un secreto. Mientras oía la sucesión de los nombres de las tribus submarinas, en sus recuerdos se iban levantando, no tan sólo la clase de preparatoria, cuando estudiaba a los peces, sino las palabras que iban surgiendo arrancadas de su tierra propia, con su agrupamiento artificial y su movimiento pleno de alegría al penetrar en sus canales oscuros, invisibles e inefables. Al oír ese desfile verbal, tenía la misma sensación que cuando, sentado en el muro del Malecón, veía a los pescadores extraer a sus peces, cómo se retorcían, mientras la muerte los acogía fuera de su cámara natural. Pero en la carta esos retorcidos peces verbales se retorcían también, pero era un retorcimiento de alegría jubilar, al formar un nuevo coro, un ejército de oceánidas cantando al perderse entre las brumas. Al adelantar su silla y ser en la sala el único oyente, pues su tío Alberto fingía no oír, sentía cómo las palabras cobraban su relieve, sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces."

*

¿No cifra este párrafo una poética de la lectura? Oír aquella carta fue, para Cemí, entrar en un recinto donde él, el destinado a ascender hacia ese recinto, “le parecía que iba a escuchar un secreto”. La fuerza o el sentido de ese secreto no estaba en los nombres oídos, sino, como dice el narrador, en las palabras mismas que iban creciendo en una tierra propia, diferente a la de su origen. Palabras similares a peces sacados del agua que no morían sino que se “retorcían en una alegría jubilar”, pues alcanzaban una segunda naturaleza, una sobrenaturaleza. Se “sentía cómo las palabras cobraban relieve”, dice el narrador, cómo aquellas especies submarinas empezaban a existir en otro mar, con otro oleaje, de otra naturaleza. Y frente a ese nuevo paisaje Cemí veía cómo las palabras de Alberto, leídas en voz alta, eran tocadas “por un viento ligero” que las impulsaba, que “les comunicaba una marcha cuyo sentido oscilaba”, perdiéndose por instantes para luego volver a aparecer “como una columna en medio del oleaje”.

Pareciera como si el narrador anunciara que leer es algo así como acercarse a un secreto oscilante, cuyo sentido se pierde, como un viento, y reaparece como columna y como claridad en medio del mar. Pero leer sería también acercarse a la naturaleza del lenguaje, a la lengua en su estado natural, es decir, a la alegría de las palabras que, una vez despojadas de sus sentidos literales, una vez arrancadas de la estancia del diccionario y de la enciclopedia —y más: una vez arrancadas del texto, de su escritura primera— celebran una nueva escritura, con un nuevo sentido, de otra región, de otro canon, como diría Lezama. Leer sería, en palabras de Rialta, ver los peces en la canasta estelar de la eternidad, seguir el contrapunto que esa canasta resguarda y reparar, no en la verdad de lo que se escribe sino en la verdad de la escritura misma, esto es: su marcha ascendente, oscilante, hacia la posibilidad de lo imposible, hacia el infinito de la imagen. Y, como recuerda el narrador, el motor y el vehículo de esa marcha es, desde luego, la escritura misma. Pero no la escritura que busca “significar” correctamente, sino la que procura edificar con las palabras una morada, una estancia. El significado recae sobre el mismo edificio de la escritura, sobre la propia tejedura del texto. Así se nos muestra una segunda naturaleza —naturaleza criolla, la tierra ganada por el señor Barroco— que, como ocurre con las palabras de Alberto, es hija del artificio y de pedanterías cariñosas, es decir, es hija del juego y de la risotada carnavalesca.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (III)

Con José Cemí y con el narrador (que es también a veces Cemí y a veces Lezama) vamos entrando en la novela desde un sistema crítico que la misma novela nos ofrece. Así la obra nos entrega las claves para leerla. Es como si Paradiso nos señalara las coordenadas para examinarla, para conducirnos en ella, para elaborar nosotros una lectura, que es ya una forma de hacer crítica pero como ofrenda —al decir de Octavio Paz—, como el tributo del lector que busca sus ejes interpretetativos en el centro mismo de las obras de creación. Algunos de esos ejes los encontramos cifrados en varios pasajes de Paradiso. Se trata de ciertos momentos en los que José Cemí desarrolla una conducta ante el lenguaje, ante la palabra y ante la escritura: la actitud de quien se inicia en el cuerpo de la imagen. A lo largo de la novela vamos descubriendo cómo Cemí penetra ese cuerpo, es decir, cómo se va transformando en un lector.

En el capítulo IX, después de su primer día universitario, sustituidas las aulas por el tumulto de una protesta estudiantil, Cemí llega a su casa y es recibido por su madre que lo esperaba. Lo que luego ocurre es, para mí, uno de los centros de la novela. Rialta recibe a su hijo con las palabras “más hermosas que Cemí haya escuchado en su vida”. En el centro de aquel discurso percibimos la presencia del ideal icárico lezamiano, el “sólo lo difícil es estimulante” de La expresión americana. Leemos la voz de Rialta:

"Óyeme lo que te voy a decir: no rehúses el peligro, pero intenta siempre lo más difícil. (…) Cuando el hombre, a través de sus días, ha intentado lo más difícil, sabe que ha vivido en peligro, aunque su existencia haya sido silenciosa, aunque la sucesión de su oleaje haya sido manso, sabe que ese día que le ha sido asignado para su transfigurarse verá, no los peces dentro del fluir, lunarejos en la movilidad, sino los peces en la canasta estelar de la eternidad."

En esas palabras está cifrado el destino de Cemí y su andar hacia ese destino. Se podría pensar que aquel “intento de lo más difícil” es, desde luego, el riesgo de acercarse a la imagen, a la escritura de la imagen y a su eros. Pero es también el icárico afán del hombre por lograr su humanidad, su sentido de unidad (su artificio mayor), esto es, el afán hipertélico del conocimiento poético, la visión de “los peces en la canasta estelar de la eternidad”.

Poética del paradiso: cuatro fragmentos (IV)

En el capítulo VI, después de una noche signada por la pesadilla, el niño José Cemí se encuentra con su padre y con la metáfora. Dice el narrador:

"El Coronel le hizo una seña para que se sentara en una de las banqueticas, que acompañaba a las sillas muy torreadas, con muchas rejillas y piñas. El libro, voluntariosamente muy abierto, sonando la cola aún olorosa del lomo, para ofrecerse a un plano extendido, y el dedo índice del padre de José Cemí, apuntando dos láminas en pequeños cuadrados, a derecha e izquierda de la página, abajo del grabado dos rótulos: el bachiller y el amolador."

Cada uno con sus atributos. El bachiller, en su cuarto de estudio “en la medianoche apoyaba sus codos en la mesa, repleta de libros abiertos o marcando con cintajos el paso de la lectura”. El amolador con su “rueda envuelta en un chisporroteo duro, como los rosetones de la lluvia de estrellas en el plenilunio”. Pero por accidente —o, más bien, como por la acción súbita de lo incondicionado— cuando el padre nombraba al amolador Cemí fijaba el grabado del estudiante, y lo contrario. De modo que cuando el Coronel fue a comprobar sus enseñanzas y preguntó: “¿cuándo tengas más años querrás ser bachiller? ¿Qué es un bachiller?”, Cemí contestó: “Un bachiller es una rueda que lanza chispas, que a medida que la rueda va alcanzando más velocidad, las chispas se multiplican hasta aclarar la noche”. Y el Coronel “se extrañó del raro don metafórico de su hijo, de su manera profética y simbólica de entender los oficios”.

Aquí la metáfora se presenta ante Cemí como por accidente, como lo no buscado que quiebra la literalidad referencial de lo metafórico para ponernos ante el poder incondicionado de las analogías, de lo invisible que así, accidentalmente (o como sobrenaturaleza, más bien) se aclara. Ello comporta una “manera contrapuntística de leer”, es decir, una manera de seguir en la lectura las coordenadas entre los nombres y lo nombrado. En este caso, el contrapunto o la lectura contrapuntística se nos señala, paralelamente, a nosotros y a José Cemí. Aquel dedo apuntador del Coronel nos indica cómo situarnos ante la lectura. Nos dice, en principio, que leer es seguir un dedo señalando cosas aparentemente deslindadas entre sí, pero que cuando las volvemos a ver se nos descubren entretejiendo un nuevo cuerpo, una nueva marcha hacia una imagen. El grabado del amolador y la voz del Coronel enunciando la palabra “bachiller” se unen por un dedo oblicuo capaz de crear un ámbito de nuevas relaciones, quebrando así la causalidad y haciendo surgir la visión del estudiante que será Cemí y que de seguro fue Lezama: la de una rueda que lanza chispas hasta aclarar la noche, una imagen con su propio cuerpo, una imagen escrita.

sábado, 11 de diciembre de 2010

“Miro en Caracas desde la perspectiva del indocumentado”

La crítica del arte en Venezuela no empezó con Ramón de la Plaza, como dicen los historiadores, sino con aquellas palabras de Marta Traba, publicadas 1974: “miro en Caracas desde la perspectiva del indocumentado. Por eso me queda muy difícil comprender el enfoque progresista y cosmopolita que encuentra perfectamente conciliables las autopistas con los ranchos, los carteles luminosos con las obras cinéticas”. Esas palabras apuntan hacia la naturaleza de la crítica, hacia los límites del crítico y de su oficio. Me hacen pensar en aquellas líneas de Montaigne: “lo que opino de las cosas revela la medida de mi vista y no la medida de las cosas”, o en aquella noción kantiana de la crítica como indagación y reconocimiento de los límites de nuestras facultades de conocer y de juzgar.

Lo que nos queda de los textos críticos de Marta Traba es el furor crítico de Marta Traba, el testimonio de su mirada en su escritura. Su opinión sobre el arte y los artistas no es esencial. Importa más la manera en que dice lo que dice, su estilo, su lugar de enunciación. Y mientras vivió en Caracas, ese lugar de enunciación fue el del indocumentado, el del ilegal, como ella dice. Eso nos enseñó que el crítico es quien llega a un territorio que nunca terminará de penetrar, un territorio que no le pertenece y que nunca le pertenecerá. Por eso el crítico siempre se queda un poco afuera, sin terminar de decir lo que se propone. Y como no tiene papeles o permisos puede ver cosas que los demás (los documentados) ya no ven.

Pero sé que he sido injusto cuando dije que con Marta Traba se inicia la crítica del arte en Venezuela. Me he olvidado de Mariano Picón Salas y de Hanni Ossott, de Carlos Contramaestre, de Ida Gramcko, de Roberto Guevara y de Victoria de Stéfano. En todos estos autores hay una poética de la crítica que prescribe un espacio para que el escritor se ensaye a sí mismo, se exponga en sus límites y en sus posibilidades, ofreciéndonos las claves interpretativas de su experiencia del arte. Pues el crítico nos ofrece el lugar de su mirada: huellas, marcas en el camino de su lectura. Nada más.

jueves, 9 de diciembre de 2010

El reino de los objetos que pueden ser nombrados con todas las palabras

En el arte contemporáneo caben todos los discursos. Es el ámbito del libre juego de la interpretación. La falsa polisemia de ese arte está garantizada por el aislamiento de los objetos que produce, objetos indiferentes de sí mismos, signos autorreferenciales. Todas las herramientas de todas las disciplinas caben en ese objeto trans-estético, que es la configuración final y afinada del arte absoluto.*

El crítico y el curador del arte contemporáneo son los intérpretes y los traductores de esos objetos. Pero a diferencia del intérprete del arte renacentista, por ejemplo, que siempre será superado por la obra que interpreta, el crítico y el curador del arte contemporáneo saben que siempre serán superados por los medios de masas, como también saben que están destinados a reciclar un discurso vacío (y por eso posible) que alguien tiene que llenar de texto. Entre nosotros, el mejor reciclador de discursos “contemporáneos” es Félix Suazo, y el dispositivo crítico más afinado quizás sea la Plantilla para hacer textos de índole decolonial y/o altermoderno, de Lucas Ospina, que tanto le debe a las estrategias de la propaganda política del siglo XX (pienso en Garth y Napolitan).

Con esa plantilla uno puede hacer un texto políticamente correcto que no diga absolutamente nada. Sólo hace falta jugar bien con la plantilla para estar horas elaborando un discurso aparentemente inteligible. Las voces autorizadas del arte contemporáneo (Dussel, Guattari, Habermas), los giros discursivos y el uso de palabrotas como “altermodernidad” y “decolonialismo” son las claves de un discurso hedonista, absoluto, sin significado y sin contenido: un signo perfecto, como el que producen y reproducen los canales de noticias o los diputados de cualquier parlamento nacional o internacional.

Siguiendo bien las instrucciones del juego, uno puede hacer un texto como este:

“La complejidad de los estudios realizados en el contexto histórico, geográfico y cultural garantiza la preparación de un grupo importante, de alta calidad en la formación, que propicia la intermedialidad y el discernimiento de las diferencias de esta actitud anticolonial —la cual es una de las características centrales del giro decolonial— y que es compartida por la crítica altermoderna de la estandarización. Pero pecaríamos de insinceros si soslayásemos que el giro decolonial no es una filosofía postmoderna porque se ha formado en contra del carácter eurocéntrico del pensamiento postmoderno, sin embargo, la superación de las experiencias periclitadas implica el proceso de reestructuración y de actualización, además hace razonable ver también la viga en el ojo autóctono de la identificación del logos con lo universal, uno de estos mitos modernos que el pensamiento “transmoderno” (como lo llama Dussel) intenta abandonar”.

Entre nosotros, Félix Suazo maneja el arte de hacer textos orales parecidos a los de la plantilla de Lucas Ospina, pero sin duda mucho más refinados. Félix puede hacer que la obra de cualquier artista contemporáneo sea inteligible, o al menos sabe hacernos creer que podemos entenderla. Es un intérprete, en el sentido moderno de esa palabra, es un creador de historias, un relator de fábulas improvisadas sobre cualquier obra o cualquier montaje museográfico de arte contemporáneo. Y ejerce su oficio con tanto tino, que por momentos creemos estar ante objetos artísticos parecidos a la Primavera, y así logra postergar o velar el hedonismo y la indiferencia de esos objetos que, como nos enseña Lucas Ospina, pueden ser nombrados con todas las palabras.


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* En cambio, a la Primavera de Boticcelli, que ya es una primera forma de arte absoluto, no le cabe ningún discurso, porque la obra siempre los supera. Allí la interpretación es intento. Algo siempre se nos escapa.

martes, 7 de diciembre de 2010

Museo y realidad virtual



El museo es una estructura sígnica y por eso también discursiva. Es un signo perfecto, de esos que nunca se agotan porque sus significados son ellos mismos. Las premisas fundamentales del museo como signo son: a) la realidad es la cultura; b) la cultura es edición. De lo que se concluye, por fuerza, que la realidad es editable.

La ciudad contemporánea, concebida como un evento mediático, fue ensayada en el museo, que es el primer medio de masas. Por eso no es raro que la musealización de la ciudad haya coincidido con el auge del periódico y del periodismo, de la publicidad y del diseño. Así, en menos de un siglo, el museo se salió del museo, y “el arte se pasó a la realidad”. El mundo se convirtió en un micromundo virtual y museográfico. El medio es nuestra mejor realidad.

Hoy cualquier ciudad supera cualquier museo, porque el museo es, entre nosotros, una pieza de museo que la ciudad conserva como un vestigio arqueológico de sí misma.