miércoles, 4 de enero de 2017

El potencial epistémico del arte vivido y pensado desde la exterioridad II

Este texto viene de: El potencial epistémico del arte vivido y pensado desde la exterioridad (I)
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6. Todo esto puede ser generalizado en el hecho de que los seres humanos tenemos la posibilidad de subjetivar la realidad y de objetivar nuestra subjetividad. Pero también podemos objetivar simbólicamente, a través de artefactos signo-somáticos, la subjetividad; y subjetivar signo-somáticamente la realidad (en forma de placer y energía mental-gastro-palatal). Y ello sucede especialmente en el proceso social del trabajo. Pensado desde allí, el artista debe ser teorizado como un trabajador, como sucedía antes del Renacimiento.

El desafío es pensar los tipos de trabajo más allá de las estrategias de dominación, lo cual nos conduce a la función emancipatoria del trabajo, que en nuestro caso se funda en la naturaleza insurrecta del pueblo venezolano. Esto implicaría pensar el trabajo, incluyendo por su puesto el trabajo que llamamos artístico, desde la creación de formas, estrategias y narrativas comunes, compartidas, sin la administración oligárquica de los excedentes simbólicos, subjetivos, mentales-gástricos y espirituales-palatales.

Porque en el trabajo de subjetivación de la realidad y de objetivación de la realidad --el trabajo de producir bienes, cosas que sirven, que son útiles para la comunidad-- no sólo aparece la posibilidad de la administración de los excedentes materiales (lo que sobra de la producción después de satisfacer las necesidades de quienes producen), sino que ese excedente material conlleva un excedente subjetivo, un excedente de subjetividad: lo que Ludovico Silva llama “plusvalía ideológica”.

Yo comprendo la plusvalía ideológica así: cuando transformo el maíz en arepas para la venta yo termino por querer --desde el apetito sentipensante-- esas arepas. Me veo amándolas y me identifico con ellas, con mis arepas, porque me doy cuenta que no son mías sino que son de un pueblo, de una cultura con una historia. Mi amor palatal-gástrico-afectivo-poiético es mi identificación con esa historia, que reconstruyo y revivo cuando hago (poiemata) arepas.

Pero, y he aquí el centro del problema, en las arepas no cabe todo el amor que pongo en ellas, no cabe toda esa historia, porque es energía vital de cientos de años que no cabe en ningún lugar, en ningún objeto, en ninguna arepa particular. Aquel amor es incontenible, y por eso las arepas son artefactos simbólicos y culturales, artefactos signo-sonáticos. En el proceso social del trabajo de hacer arepas para la venta, no sólo genero un plusvalor económico: también produzco una infinitud amorosa, que el capitalismo-modernidad convierten en un plus de amor. La infinitud amorosa es detenida (objetualizada-sobresignificada) en la forma de un excedente simbólico e ideológico.

En todo trabajo se pone amor, de modo que todo producto contiene energía de vida en forma de amor y de creencias. Esa energía proviene del --y es el-- trabajo vivo (como trabajo en potencia, como aquello que hace posible el trabajo, es decir: el hecho de vivir, que no tiene valor, que es lo que pone el valor y es de donde se extrae el plusvalor). Pero ese amor, que es bien común --porque el amor está más allá de la propiedad--, puede ser administrado oligárquicamente a través de tecnologías para atrapar y capturar nuestra afectibilidad, nuestra condición de ser sujetos afectados y susceptibles de afectación. El ejemplo clásico de esto opera en las iglesias cristianas europeas-modernas, que se esfuerzan para que todo el amor a dios sea redirigido hacia ellas mismas, capitalizando ese amor a través de toda clase de artefactos signosomáticos y simbolizantes. De igual manera, la modernidad y el capitalismo hacen que todo el excedente de amor producido en el proceso social de trabajo, que es incuantificable, sea para aumentar la tasa de ganancia, y no para la vida de la comunidad.[1]

De ese excedente simbólico, de esa fuerza amorosa sin límites, es de donde parte la creación de identidades: la identificación que los pueblos generan con lo que hacen y con lo que recuerdan que han hecho, y que puede ser capitalizada por poderes que utilizan esa energía identitaria para su propio beneficio, a través del diseño, la publicidad, la escuela, las instituciones del Estado, el sistema de salud y el arte moderno anclado al concepto de genio.

Mas también esa fuerza productiva, simbolizante e identitaria, cuando se vive como bien común, genera --y ha generado-- identidades y experiencias signosomáticas no administradas oligárquicamente. Es lo que pasa con algunas confradías de las fiestas populares, por ejemplo, o con las prácticas urbanas que hacen énfasis en las imaginerías del poder popular.

Evidentemente, uno de los problemas centrales es quién, quiénes y mediante qué mecanismos se administran esas creencias y esa energía de producción de identidad, simbolicidad y amor en el trabajo. La historia de la modernidad es la de quienes se han apropiado oligárquica y plutocráticamente de la administración de los amores y las creencias. Pero la historia de la exterioridad es la de los pueblos que luchan y han luchado por la soberanía amorosa, palatal-gastro-mental y poiética.

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[1] Es interesante el hecho de que sólo desde la modernidad-capitalismo aparece la posibilidad plena de un excedente amoroso, mental y espiritual convertido en eje civilizatorio-económico. El amor, como fuerza vital infinita, fuente de creación de vida, se vuelve finito para poder incluirlo en los intercambios económicos, y para que hoy día sea la base del capitalismo afectivo.

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